En la actualidad es innegable que esto es así y, aunque nos pueda sorprender, las bases que nos llevan a comprender qué está ocurriendo y qué puede ocurrir se remontan a hace mucho, mucho tiempo.

El IPCC es el organismo de la ONU encargado de evaluar las publicaciones científicas, técnicas y socioeconómicas relacionadas con el cambio climático. Son miles las que se tienen en cuenta para elaborar sus informes y cientos de científicos quienes participan en este trabajo. Es más, el resultado final nace de un consenso en prácticamente cada palabra publicada. De esta forma, los informes del IPCC nos muestran una fotografía muy clara de la ciencia establecida en este campo hasta la fecha. No son una fuente cualquiera.

Un siglo hasta el IPCC

Allá por la década de 1850 se elaboraron los primeros estudios sobre el papel del CO2 a la hora de calentar la atmósfera. Pero habría que esperar hasta 1896 para hallar la primera publicación en la que aparece cómo cambiarían las temperaturas del planeta según diferentes concentraciones de este gas. Ese artículo es On the Influence of Carbonic Acid in the Air upon the Temperature of the Ground y Svante Arrhenius su autor (y sí, «ácido carbónico» porque en aquella época se denominaba de esa forma al CO2 ).

Entre otras cosas, Arrhenius mostraba en este trabajo cómo cambiarían las temperaturas mundiales en función de la concentración de CO2 en la atmósfera. Esta última cantidad la expresó en variaciones respecto a las concentraciones de aquel momento y obtuvo que, con la mitad de CO 2 en la atmósfera, la temperatura bajaría entre 4 y 5 ºC. Si las concentraciones aumentaban un 50 %, la temperatura subiría entre 3 y 4 ºC y, si se duplicaban, el aumento sería entre 5 y 6 ºC (nota: hay que señalar que sus resultados fueron muy acertados teniendo en cuenta los datos rudimentarios que se emplearon y, sobre todo, que se calcularon hace más de un siglo).

En este artículo también se mencionaba que la quema de carbón estaba ligada a la emisión de CO2 a la atmósfera pero, aunque en la actualidad es una idea muy extendida, no se alertaba sobre el calentamiento que podía producir este efecto. Primero, la motivación de este estudio no estaba relacionada con el calentamiento global, ¡sino para entender las glaciaciones! Y es más, en el texto se hacía alusión a unas conclusiones de un geólogo de aquella época, el profesor Arvid Gustaf Högbom, en las que se indicaba que la cantidad de CO 2 emitido a la atmósfera por el carbón era compensable por procesos físicos que forman carbonato (sin embargo, a comienzos del siglo XX ya se indicaba que la quema de carbón generaría calentamiento).

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Nuestro conocimiento del sistema climático ha aumentado considerablemente y, simultáneamente, la cantidad de CO2 en la atmósfera. A finales del siglo XIX las concentraciones de este gas rondaban las 295 ppm, un valor que no hemos experimentado ningún ser humano vivo ahora. Ni siquiera lo ha hecho la persona más anciana del mundo, que acababa de cumplir 119 años en el momento de redacción de este artículo. Desde el nacimiento de esta mujer en 1903 (mismo año en el que Arrhenius fue galardonado con el Nobel de Química, por cierto), las concentraciones de CO2 en la atmósfera han variado desde unas 297 a casi 420 ppm. Un aumento del 40 % que se ha producido a un ritmo que, seguramente, los científicos de aquella época no hubieran creído.

El ciclo del carbono

El CO2 se emite y se absorbe en la naturaleza por distintas fuentes. Si echamos un vistazo a los flujos anuales de este gas en la naturaleza veremos que el ser humano emite en torno al 5 % de lo que emiten los océanos y la vegetación juntos. Es decir, nuestras emisiones son muy inferiores a las debidas a otras fuentes naturales. Esto podría llevarnos a pensar que el impacto del ser humano en el aumento de CO2 en la atmósfera es despreciable, pero entonces estaríamos quedándonos con la argumentación a medias: la vegetación y los océanos son grandes emisores de CO2, pero también grandes sumideros. De hecho, absorben más CO2 del que emiten.

Aun así, la hipótesis que se barajaba en la publicación de Arrhenius hace más de un siglo podría ser cierta. Es decir, cabría la posibilidad de que esa absorción neta por parte de la vegetación y los océanos fuera capaz de compensar las emisiones del ser humano. Sin embargo, ahora sabemos que los procesos naturales no están siendo capaces de compensar la emisión de CO2 provenientes de los combustibles fósiles. Ni lo están haciendo ahora ni lo estaban haciendo entonces. De haber sido así, no se habría estado acumulando CO2 en la atmósfera desde mediados del siglo XIX hasta llegar a cantidades sin precedentes en la historia del ser humano como especie.

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A demás, el hecho de haber añadido más CO2 a la atmósfera ha provocado que algunos flujos de emisión y absorción naturales hayan cambiado. Por ejemplo, el océano está absorbiendo más CO2 ahora que hace unas décadas. Gracias a este efecto, las concentraciones de este gas en la atmósfera no están aumentando a un ritmo mayor, pero está provocando que los océanos se acidifiquen (otra de las consecuencias del cambio climático), un gran riesgo para los ecosistemas marinos.

En cualquier caso, viendo de nuevo la proporción de CO2 que emite el ser humano con respecto a otras fuentes, ¿podemos asegurar que ese CO2 proviene de nuestras actividades? La respuesta es que sí y a través de aspectos tan curiosos como, por ejemplo, la huella isotópica del carbono. Lo que hace que un átomo sea de un elemento y no de otro es el número de protones que tiene en su núcleo. De esa forma, el hidrógeno tiene solo un protón, el litio 3… y el carbono 6. Sin embargo, en el núcleo podemos encontrar diferente número de neutrones y eso provoca que los átomos de un mismo elemento puedan tener diferentes masas, aunque ocupen el mismo lugar en la tabla periódica.

Eso es lo que conocemos como isótopos y, en el caso del carbono, hay tres que podemos encontrar en la naturaleza: el carbono 12 (con 6 protones y 6 neutrones en su núcleo), el carbono 13 (con 6 protones y 7 neutrones) y el carbono 14 (con 6 protones y 8 neutrones). De esa lista, seguramente nos resulte familiar el carbono 14 por su uso para datar muestras, un procedimiento en el que se aprovecha que este se transforma en nitrógeno 14 con el paso de los años. Es un isótopo radiactivo, pero el carbono 12 y 13 no lo son, por lo que no desaparecen con el paso de los años. Resulta que en la atmósfera debería haber unas concentraciones determinadas y relativamente estables entre el carbono 12 (mayoritario) y el carbono 13 (muy minoritario). Esta proporción entre carbono 12 y 13 es parecida tanto en la atmósfera como en los océanos, pero no en la vegetación, que presentan aún menos proporción de carbono 13, ya que absorben fundamentalmente carbono 12 al hacer la fotosíntesis, que es menos pesado.

A hora bien, los combustibles fósiles son el resultado de la descomposición de seres vegetales, así que es esperable que su proporción de carbono 12 frente al 13 sea mayor que la que hay en la atmósfera. Por tanto, si conseguimos liberar ese carbono al aire, cabría esperar que la proporción de carbono 13 disminuya (como si lo diluyéramos en más carbono 12) y es, precisamente, lo que se está observando alrededor del mundo.

Esta es solo una de las pruebas que existen para relacionar el aumento de CO2 en la atmósfera con las actividades del ser humano. Pero son muchas más las que apuntan hacia ese sentido: observaciones directas, análisis de testigos de hielo, de anillos de árboles… y la más potente nace de nuestro desarrollo tecnológico: los modelos climáticos.

Los modelos

Si podemos cuantificar en la actualidad qué grado de responsabilidad tiene el ser humano en el cambio climático es, sin duda, gracias a los modelos climáticos. Estas herramientas han mejorado muchísimo en las últimas décadas y en la actualidad son capaces de reproducir de forma bastante fiel lo que estamos observando.

Es más, podemos jugar con ellos para ver, por ejemplo, qué pasaría si quitamos el CO2 de la atmósfera, o si lo duplicamos… o si no existiera la influencia del ser humano. Precisamente, esta es una de las pruebas de que sin la acción de nuestra especie no estarían produciéndose temperaturas sin precedentes en, al menos, los dos últimos milenios.

Si intentamos reproducir con modelos la evolución de las temperaturas desde 1850 solo mediante los factores naturales, el resultado no coincide con las observaciones. Es necesario incluir el forzamiento debido a las actividades humanas para lograrlo.

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Esta es una prueba muy potente del gran peso que ha tenido y tiene el ser humano en el cambio climático actual, pero ¿podemos ponerlo en números? De nuevo, la respuesta es afirmativa. En el resumen para autoridades políticas del sexto informe del IPCC, publicado en agosto de 2021, se muestra que entre 2010 y 2019 la temperatura mundial había subido entre 0.9 y 1.2 ºC respecto a la era preindustrial (siempre existe un margen de error). Pues bien, de ese valor, el ser humano habría sido responsable de un aumento entre 0.8 y 1.3 ºC, mientras que los forzamientos naturales, de -0.1 a 0.1 ºC. Es decir, el ser humano es responsable de prácticamente todo el calentamiento observado, mientras que los ciclos naturales habrían contribuido, como mucho, con una décima.

Pero dicho impacto en las temperaturas no surge únicamente por nuestra emisión de gases de efecto invernadero (si solo fuera por ellos, la temperatura del planeta habría subido ya en torno a 1.5 ºC), sino de la combinación de estos con otros factores. Por ejemplo, a través de cambios en los usos del suelo o la emisión de aerosoles, partículas que son capaces de reflejar los rayos del sol y tienden a enfriar la Tierra tal como ocurre, por ejemplo, con la erupción de algunos volcanes.

¿Podremos contenerlo… si dejamos de emitir CO2 ahora mismo?

Llegados a este punto seguramente nos preguntemos qué pasaría si dejásemos de emitir CO2 ahora mismo. ¿Acaso podríamos solucionar el cambio climático de esa forma? Aquí es donde aparece una de las sorpresas más amargas de la crisis climática: si dejásemos de emitir CO 2 ahora mismo no pasaría nada, al menos, de forma apreciable en el futuro cercano, y en algunos aspectos tampoco en el medio… ni en el lejano.

Cuando el CO2 se emite a la atmósfera, parte de él se distribuye rápidamente entre esta, la capa superior del océano y la vegetación. Pero otro porcentaje tarda muchísimo más tiempo en ser absorbido por el suelo, las rocas o el fondo de los océanos… del orden de siglos e incluso milenios.

Para ver la magnitud de estos procesos y la dificultad de dar marcha atrás en el cambio climático es muy útil hacer uso de la Figura 12.44 del 5º informe del IPCC. De forma general, al dejar de emitir CO2 , las concentraciones de este gas disminuirían ligeramente en los siguientes años, pero se mantendrían sin grandes variaciones durante siglos.

Si nos ponemos en el caso hipotético de que eso ocurriera con 450 ppm en la atmósfera, las concentraciones tardarían prácticamente un milenio en volver a niveles similares al año 2000. La temperatura tampoco cambiaría demasiado e incluso algunos procesos continuarían durante todo ese tiempo, como el aumento del nivel del mar, ya que el océano seguiría absorbiendo calor y, por tanto, expandiéndose. Pero si el cese de emisión de CO 2 llega más tarde y se sigue acumulando en la atmósfera, será muchísimo más difícil volver a niveles, simplemente, conocidos en la historia más reciente de la humanidad.

¿Y si quitamos CO2 de la atmósfera?

Pero ¿y si echamos una mano para eliminar CO 2 atmosférico más rápido? Existen dos vías para conseguirlo. La primera es de forma natural, como plantando árboles. Esta opción bien realizada puede tener beneficios ambientales como la recuperación de ecosistemas degradados, sociales al implicar comunidades de la región…pero existen limitaciones y riesgos como que plantar árboles masivamente puede degradar el suelo, puede introducir especies invasoras sin un correcto estudio de la zona y, además, que los árboles no absorben CO 2 de forma ilimitada.

¿Y qué pasa con las técnicas artificiales? ¿Son ciencia ficción? No, no lo son. Existen métodos artificiales de captura de carbono, pero no son técnicas lo suficientemente maduras en la actualidad. En cualquier caso, es probable que lo sean en un futuro no demasiado lejano e, incluso, se contemplan escenarios futuros en los que estarán operativas.

Sin embargo, esta posibilidad no es una solución milagrosa frente al cambio climático que estamos sufriendo. Si absorbiéramos parte del CO2 en la atmósfera, algunos componentes del sistema climático tardarían en enterarse de que eso ha ocurrido. Por ejemplo, las temperaturas mundiales empezarían a bajar después de unos años, ya que existe un desfase entre la cantidad de CO2 en la atmósfera y la respuesta de las temperaturas.

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A demás, dicha tendencia al enfriamiento no sería detectable inmediatamente. ¿Por qué? Es la variabilidad natural la que tiene la respuesta: al igual que no estamos viendo una subida año tras año de las temperaturas mundiales, sino que algunos años son más cálidos que otros, no veríamos un descenso lineal y la tendencia hacia el enfriamiento quedaría enmascarada durante unas décadas.

El permafrost también tardaría en enterarse. Aunque las temperaturas empezasen a bajar, todavía se perdería más superficie de este suelo congelado y tardaríamos unas décadas en recuperar la extensión previa a cuando se quitó el CO2 de la atmósfera. Del mismo modo, el océano seguiría acidificándose durante siglos y el nivel del mar subiendo durante ese tiempo e, incluso, milenios.

Una máquina difícil de parar

Todo esto nos muestra que el sistema climático es más complicado de lo que podemos pensar en un principio. Cada paso es un avance difícil de revertir y existen ciertos umbrales en los que algunos aspectos del sistema climático pasan a un estado prácticamente irreversible. Este es el motivo por el que se pactó en el famoso Acuerdo de París limitar el calentamiento a 2 ºC y, a ser posible, 1.5 ºC a final de siglo respecto a la era preindustrial.

Retomando lo que acabamos de plantear anteriormente, ¿podríamos llegar a los límites del Acuerdo de París absorbiendo CO2 de la atmósfera? De nuevo: sí, pero no es una solución milagrosa. El hecho de sobrepasar esos umbrales provocaría que algunos procesos se pusieran en marcha y tardasen décadas o siglos en volver a los niveles que conocemos hoy en día. En definitiva, cuanto más CO2 emitamos a la atmósfera y más tengamos que eliminar, más procesos se pondrán en marcha y más tardaremos en volver a situaciones conocidas actualmente.

Y no podíamos dejar pasar esta gran ocasión para mencionar otra técnica muy controvertida en los último tiempos para limitar la subida de temperaturas: dispersar partículas en la atmósfera que reflejen la radiación solar. Esto limitaría el calentamiento global, pero no evitaría el avance de algunas consecuencias que estamos sufriendo del cambio climático. Por sí solo, ese método no evitaría que el CO2 se siguiese acumulando en la atmósfera y, por tanto, no frenaría la acidificación de los océanos. Pero, además de estos riesgos asociados, no se sabe muy bien qué efectos concretos podrían tener esas sustancias en la atmósfera a escala planetaria u otras consecuencias que actualmente no se conocen ni están a nuestro alcance.

Sea como fuere, es posible que necesitemos el uso de técnicas artificiales en un futuro, pero no deberíamos confiar el éxito de nuestros objetivos en técnicas que aún no son lo suficientemente maduras, que puedan tener riesgos desconocidos a gran escala o, simplemente, no existen. Mucho menos, si aún estamos a tiempo de evitar consecuencias más graves del cambio climático sin ellas.

Estamos a tiempo

Científicamente aún es posible limitar la subida de temperatura a 1.5ºC a fin al de siglo. Para ello, se necesita que las emisiones sean nulas en torno a 2030. No nos engañemos, es un objetivo muy ambicioso y difícil que requiere una profunda transformación en aspectos como la forma en la que adquirimos nuestra energía, nos desplazamos, nos alimentamos, consumimos… Pero son exactamente las mismas medidas que tendríamos que tomar si queremos limitar el calentamiento a 2, 2.5, a 3 ºC …

Todo esto justifica que en muchas ocasiones se haga referencia al cambio climático actual como «crisis climática» o «emergencia climática»: se necesitan medidas urgentes contra este problema porque, cuanto más tardemos en implementarlas, más graves serán las consecuencias.

Estas son las cartas que nos muestra la ciencia en este momento y las normas del juego, aunque ganar esta partida no depende únicamente de ellas, sino de cómo decida jugar el resto de la civilización: desde la política, la economía, la sociedad… cada una con su diferente número de cartas y con sus jugadas. Pero, ojo, que cuanto menos avance el reloj, menos perderá toda la humanidad y, si queremos mantenernos en los límites del Acuerdo de París, esta década es decisiva. ¿Lo lograremos? Solo lo sabremos en un futuro…, por ahora, incierto.

 

Isabel Moreno es física. Máster en meteorología y geofísica. Experta en cambio climático.

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