Las células cerebrales poseen un receptor para el THC (tetrahidrocannabinol) de la marihuana. Dicho de otra forma, el THC, como otras sustancias psicotrópicas, podemos imaginarlo como una llave en busca de una cerradura en las células nerviosas. Si la encuentra, se fija a la membrana de la célula y provoca unas reacciones en su interior que inducen sensaciones placenteras y estimulantes. En el chocolate no aparece el THC pero sí otra sustancia, la anandamida, que actúa sobre las mismas estructuras que el THC. Curiosamente, la anandamida –cuyo nombre viene de la palabra sánscrita ananda, felicidad interior– se produce de forma natural en el cerebro pero se destruye con rapidez. Para que el chocolate tuviera un impacto sobre los niveles normales de esta molécula en nuestro organismo deberíamos comer varios kilos. Lo que sucede, y fue lo que encontraron los científicos del Instituto de Neurociencias, es que el chocolate posee otras sustancias que ralentizan esa destrucción, permitiendo que provoque ese delicado efecto de sentirnos bien mientras comemos nuestra porción de cacao.

El chocolate también contiene triptófano, un aminoácido esencial que, además, el cerebro utiliza para generar la serotonina, que en altos niveles produce euforia e incluso éxtasis. Y por si fuera poco, en las siempre atractivas tabletas encontramos teobromina, que actúa de igual manera que la cafeína o la teína pero a una escala mucho menor. Es un suave diurético, estimulante y relajante muscular. Ahora bien, mientras que para nosotros no supone ningún problema sí lo es para perros, caballos y otros animales domésticos, pues metabolizan con mucha más lentitud la teobromina, que afecta a riñones, corazón y sistema nervioso.

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Los primeros en descubrir los efectos excitantes del chocolate fueron los mayas, y era una bebida reservada para la élite de la sociedad. Cuando los españoles llegamos a finales del siglo XV a América, los aztecas eran la civilización dominante y parte de su economía estaba basada en la semilla del cacao: los pueblos conquistados pagaban sus tributos con esta moneda.

Los nobles aztecas lo veían como un potente afrodisíaco, y, pillines ellos, prohibían que sus mujeres lo bebieran. Cuando el cacao llegó a Europa la reputación del chocolate como estimulador del apetito sexual llegó con él. Como no podía ser de otra forma, esta reputación creció con el tiempo. Lo bebían ambos sexos con tanta fruición que en 1624 un escritor, Joan Roach, dedicó todo un libro a condenarlo, refiriéndose a él en un tono muy puritano como “un violento inflamador de pasiones”. En el siglo XVIII el gran amante Casanova proclamó a los cuatro vientos que el chocolate era su bebida favorita. Pero Casanova no era químico y por mucho que fuera un gran amante, sus proezas sexuales no tenían nada que ver con este placer negro: el chocolate no es un afrodisíaco.

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