Entre dos latidos del corazón se desintegran en nuestro cuerpo entre 8.000 y 10.000 núcleos atómicos. Cada hora, unos 30.000 núcleos desaparecen en nuestros pulmones simplemente por la presencia de isótopos radiactivos en el aire que respiramos. Debido a los alimentos que consumimos, unos 15 millones de núcleos de Potasio-40 y unos 7.000 de uranio natural se desintegran en nuestro estómago e intestinos. Fumar libera plomo y polonio radiactivos, que van a parar a la atmósfera y a nuestros pulmones: un paquete diario implica recibir 3 veces más radiación que la cantidad promedio debida al mortífero gas radón presente de manera natural a nuestro alrededor. Pasar las vacaciones en el mar nos proporciona un aporte adicional de radiactividad: en un metro cúbico de agua de mar se desintegran 10.000 átomos por segundo. Cambiarla por la montaña no mejora mucho la situación: en los Pirineos o en los Picos de Europa recibimos 3 veces más radiación que en nuestra playa favorita. A todo esto hay que sumar los más de 200 millones de rayos gamma provenientes del suelo y de los materiales de construcción que nos atraviesan cada hora, y los varios cientos de miles de rayos cósmicos secundarios, subproducto de la interacción de la radiación y partículas subatómicas emitidas por agujeros negros, galaxias activas o explosiones de supernova con los átomos de la alta atmósfera. Los astronautas, en los primeros viajes espaciales, comprobaron en sus retinas el impacto de estas partículas pues los destellos luminosos que producían les impedían dormir apaciblemente.

Claro que el verdadero peligro es el gas radón. En recintos cerrados como edificios, minas, galerías del metro, túneles, etc., su concentración puede ser elevada debido a la escasa ventilación existente: en cuevas de Tenerife y Lanzarote se han medido valores que superan las 5.000 desintegraciones por segundo y por metro cúbico. Recordemos que la OMS ha dado como promedio anual de referencia para todos los países un valor de 100 desintegraciones por segundo por metro cúbico. Por su parte, los materiales de construcción más comunes -madera, ladrillos y hormigón-, desprenden relativamente poco radón, aunque a veces nos han dado desagradables sorpresas, sobre todo los que provienen de cenizas de centrales térmicas o acerías. En la Suecia de los años 60 se descubrió que las pizarras de alumbre utilizadas durante décadas en la elaboración del hormigón para viviendas eran “bastante” radiactivas.

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La producción continua de radón llega a nuestras casas a través de grietas y fisuras presentes en las construcciones. Cuando la concentración de radio en el suelo es más elevada, como ocurre en algunas formaciones graníticas, terrenos uraníferos o ricos en fosfatos, el valor de la emisión puede ser decenas de veces superior. Esto les pasó a Stanley Watras y su familia en 1985. La casa en la que vivían estaba situada en una zona con un suelo rico en uranio. Watras trabajaba en la Central Nuclear de Limerick y un día, al entrar a trabajar, disparó la alarma de la planta. Posteriores investigaciones mostraron que la casa de los Watras estaba edificada en un terreno con una concentración de radón casi 2.000 veces mayor que los valores normales de EE UU. Respirar el aire de la casa de Wratas era equivalente, en posibilidad de contraer cáncer de pulmón, a fumar 135 paquetes de tabaco por día. La gente que vive en casas con concentraciones la décima parte de la de Watras está recibiendo exposiciones anuales equivalentes a las de las personas evacuadas en las proximidades de Chernóbyl en 1986 después del accidente de la central nuclear.

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