Estos daños, que aparecen por el mero hecho de vivir, son por ahora inevitables y están provocados por diferentes mecanismos. Entre ellos destaca el estrés oxidativo, en el que especies reactivas de oxígeno causan alteraciones en diversas moléculas biológicas. Por otro lado, el acortamiento progresivo de los extremos protectores de los cromosomas, los llamados telómeros, marcan también la fecha de «caducidad» de las células. Otros factores involucrados son la alteración en la función de las mitocondrias o de la comunicación entre las células, el agotamiento de las células madre, trastornos en la activación y desactivación de los genes o en la funcionalidad de las proteínas.

Todo lo anterior lleva a cada vez más problemas en la renovación de tejidos por parte de nuevas células con el paso del tiempo, lo que desencadena su lento deterioro. En ese sentido, las arrugas son un ejemplo muy visible de cómo la piel envejece, pues se altera progresivamente su estructura debido a cambios en las proteínas que la forman. Aunque la senescencia sea un proceso inherente al funcionamiento del cuerpo humano, numerosos factores en los estilos de vida pueden acelerar aún más este proceso: consumo de alcohol, tabaco y otras drogas, sedentarismo, estrés, exposición solar excesiva, dietas insanas, contaminación ambiental… El envejecimiento es un proceso extremadamente complejo en el que están involucrados multitud de mecanismos que están íntimamente interrelacionados entre sí. Ahora bien, ¿podría la ciencia, algún día, ser capaz de acabar con el envejecimiento y garantizar la regeneración indefinida del organismo humano? Por ahora, no lo sabemos, pero sí que hemos tenido gran éxito en alargar la vida de la población mundial hasta extremos nunca antes vistos.

El récord mundial de edad

En ningún otro momento de la historia, el ser humano había conseguido alcanzar una esperanza de vida global tan elevada: 73 años de media. Esta drástica mejora en la longevidad de nuestra especie se trata de un fenómeno muy reciente. Hace tan solo unos pocos siglos, los pocos individuos que conseguían alcanzar los 40 años eran muy afortunados. La mortalidad infantil era exageradamente elevada y las enfermedades infecciosas segaban incontables vidas por aquel entonces. Sin embargo, numerosas mejoras en las condiciones de vida, tales como la higiene (donde destacan el lavado de manos, el alcantarillado o la potabilización de las aguas) o la abundancia de alimentos, lograron aumentar la esperanza de vida de las personas de forma significativa. Además, importantes avances médicos como el descubrimiento y síntesis a gran escala de antibióticos o la aparición de las vacunas tuvieron un gran peso en hacer posible vidas aún más longevas. Así, sentencias de muertes masivas, como lasepidemias de viruela, cólera o polio, dejaban de ser grandes amenazas para la humanidad.

Aún, hoy en día, existen grandes diferencias en las esperanzas de vida de países que poseen condiciones socioeconómicas muy distintas. Así, en un extremo se encuentra Singapur, con una esperanza de vida de 86 años, y al otro Lesoto, con 51 años.

En cualquier caso, desde hace siglos la esperanza de vida global se ha ido incrementando y, por ahora, nada indica que se haya llegado a su límite (aunque la pandemia de la COVID-19 que estamos sufriendo en la actualidad haya marcado una tendencia negativa de forma temporal). Sin embargo, ¿hay límite a esta feliz tendencia mundial? ¿Podría existir una barrera biológica que nos impida rebasar cierta edad sin emplear las herramientas de la ciencia sobre el cuerpo humano? Por el momento, no tenemos respuestas claras y contundentes a estas preguntas por un conocimiento científico limitado.

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Los investigadores que trabajan en el campo del envejecimiento mantienen un intenso debate sobre si existe un límite natural en la longevidad del ser humano. Tanto defensores como detractores de una supuesta barrera biológica que impide superar cierta edad (la mayoría lo sitúa en 120 años) cuentan con argumentos a su favor.

En defensa de un límite para la longevidad humana

El podio de la longevidad del Homo sapiens está, por ahora, reservado para la francesa Jeanne Calment. Cuando la mujer falleció el 4 de agosto de 1997 alcanzó un hito difícil de superar: llegó a la edad de 122 años y 164 días. Hoy hace ya casi 25 años desde que la persona más anciana del mundo (documentada) dio su último aliento y, desde entonces, nadie ha podido superar su hazaña.

Esto es aún más llamativo si tenemos en cuenta que la población mundial se ha incrementado de forma significativa, pasando de casi 6000 millones de habitantes a aproximadamente 8000 en ese tiempo y que la esperanza de vida ha aumentado progresivamente. Estos dos factores han llevado a que el número de supercentenarios (con más de 110 años) se haya incrementado. ¿Por qué, entonces, nadie ha logrado aún superar a Calment? ¿Puede que ella esté cerca del límite de la vida humana?

Múltiples estudios epidemiológicos con supercentenarios e investigaciones con diversos parámetros biológicos que evolucionan con la edad, junto con el récord mundial de longevidad de Calment, sugieren que el límite para la vida humana existe y que este podría estar entre los 120 y los 150 años. Lo que nos ha enseñado, además, el estudio de los supercentenarios es que, más allá de ser predominantemente mujeres, no sufrir obesidad y fumar poco o nada, tienen muy pocos rasgos en común. Si existe alguna «receta» para tener una vida extremadamente larga resulta esquiva.

Longevidades extremas

Aunque no hayamos dado aún con la «fórmula» para una longevidad extrema, el estudio de los centenarios y supercentenarios nos ha dado pistas muy interesantes sobre qué factores son esenciales en el envejecimiento. Tanto los genes como los hábitos saludables tienen un gran peso a la hora de determinar la potencial longevidad de una persona, pero en etapas diferentes de la vida. Así, llegar a los 70-75 años depende en un 70 % de estilos de vida: niveles de estrés, calidad del sueño, dieta, ejercicio físico, consumo de sustancias tóxicas…

Más allá de esa edad, y sobre todo cuando se superan los 100 años, los genes son decisivos para alcanzar longevidades extremas (en torno a un 70 %). Entre ellos, se ha observado que ciertas variantes de genes garantizan una mejor reparación de daños en el ADN, por lo que las personas que las posean están más protegidas frente al envejecimiento. De esta forma, solo un porcentaje pequeño de la población mundial tendría el potencial de tener vidas extremadamente longevas.

En otras palabras, llegar a septuagenarios es un logro que depende, hasta cierto punto, de nosotros (si poseemos buenas condiciones socioeconómicas). Sin embargo, para llegar a ser supercentenarios tenemos que resignarnos y esperar que poseamos una combinación ganadora en la «lotería» de los genes que hayamos recibido.

Contra el límite para la longevidad

Numerosos científicos discrepan de que exista una barrera biológica que impida a los seres humanos superar cierta edad. En estos momentos existen cientos de supercentenarios pisándole los talones a Calment y es posible que alguno de ellos consiga rebasarla. Además, los hallazgos científicos hasta la fecha no indican que el proceso de envejecimiento esté programado genéticamente, sino más bien todo lo contrario.

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Las evidencias apuntan a que la senescencia en el ser humano se debe a una acumulación progresiva de daños con el paso del tiempo que terminan por causar enfermedades y la muerte. De esta forma, si evitáramos la aparición de estos daños o los reparásemos, podríamos incrementar la longevidad de las personas sin un límite teórico.

En principio, no habría nada «grabado a fuego» en nuestro interior que nos impidiera vivir a partir de cierta edad. Así, la medicina antienvejecimiento y la medicina regenerativa podrían no solo sumar años a nuestra vida, sino también añadir vida saludable a nuestros años. Esto sería un gran alivio para las sociedades de los países desarrollados que sufren un marcado envejecimiento de su población y se enfrentarán al gran impacto de las enfermedades asociadas a la edad: ictus e infartos, osteoporosis, artrosis, cáncer, alzhéimer…

Muchas investigaciones en animales refuerzan la idea de que no estamos sometidos a un límite. Diversos grupos de científicos han conseguido que varias especies puedan tener longevidades muy superiores a su ciclo de vida normal, gracias al tratamiento con ciertos fármacos, a restricciones calóricas o a la ingeniería genética, entre otras opciones. Así, se ha conseguido que gusanos de la especie C. elegans vivan hasta 10 veces más de lo que vivirían en condiciones normales. En ratones, se ha logrado que vivan entre un 23 y un 65 % más. Los éxitos también se extienden a otros modelos animales como moscas, ratas, perros…

Un desafío mayúsculo: el camino hacia la inmortalidad humana

¿Podríamos conseguir en humanos los logros que se han alcanzado en los citados animales? Varios multimillonarios están apostando, con su gran fortuna, a que sí. Es el caso de Peter Thiel (cofundador de Paypal), Jeff Bezos(fundador de Amazon). Todos ellos están invirtiendo grandes cantidades en investigaciones que quizás permitan, en un futuro, extender la vida de las personas.

A pesar de este gran impulso financiero, la ciencia sigue estando en pañales. Que en las últimas décadas los científicos hayan aprendido mejor los complejos procesos moleculares que hay detrás del envejecimiento y hayan conseguido, además, extender la vida de diversos animales no implica, en absoluto, que este conocimiento pueda ser ya útil en humanos. Existen varios obstáculos que dificultan que la ciencia básica contra el envejecimiento pueda dar sus frutos en ensayos clínicos.

Por un lado, el funcionamiento de nuestro organismo es bastante diferente del de gusanos, moscas y ratas. Esto implica que, muy a menudo, tratamientos que son efectivos en ellos no lo sean en seres humanos. En particular, nuestra longevidad ya es de por sí muy superior a estos animales (los ratones, por ejemplo, tan solo viven alrededor de dos años) y quizás el margen de maniobra que tenemos para expandirla aún más es pequeño.

Otro factor que complica que la ciencia del envejecimiento se aplique en las personas es el carácter experimental de diversos tratamientos, que podrían poner en peligro la salud. Además, las terapias que se apliquen con el fin de que vivan más deberían ser muy seguras porque no estarían destinadas, en un principio, a personas enfermas con un riesgo patente de morir, sino a sanas. Los efectos adversos que generasen estos potenciales tratamientos antiedad, aunque fueran moderados, podrían hacer que su uso no estuviera justificado, por aportar más riesgo que beneficio.

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Algunos tratamientos como las modificaciones genéticas para activar o silenciar genes específicos o extender los telómeros no son una opción para los humanos. Ningún comité de ética aprobaría su uso en ensayos clínicos para extender la vida porque el riesgo de que causaran efectos adversos graves es grande. Otras estrategias, como el empleo de fármacos experimentales que modulan rutas moleculares o destruyen células envejecidas, deben estudiarse más a fondo en modelos animales antes de que lleguen a los humanos. La prudencia es clave en el terreno del antienvejecimiento.

Otra razón que complica conocer si existen terapias efectivas para aumentar nuestra longevidad radica en… nuestra relativamente larga vida. Es muy fácil y rápido comprobar si un determinado tratamiento consigue alargar la vida de ratones, por su corta esperanza de vida. Pero ¿qué ocurre cuando queremos valorar sus efectos en un organismo como el ser humano, que puede vivir, de media, más de 80 años en un país desarrollado? O nos armamos de paciencia para hacer un seguimiento a las personas durante varias décadas para comprobar los efectos antienvejecimiento o tenemos que confiar en marcadores biológicos que nos indiquen si existen en plazo de tiempo más corto.

Todo esto, en su conjunto, explica por qué no contamos todavía con ninguna terapia que haya demostrado extender la vida humana. No obstante, existen varias estrategias prometedoras que se están evaluando en ensayos clínicos. Una de ellas es la rapamicina, un medicamento que se emplea en medicina como inmunosupresor. No solo ha demostrado resultados positivos en diversas especies animales para frenar el envejecimiento y disminuir el riesgo de cáncer, sino que es también un fármaco muy seguro a dosis bajas en personas.

Estas razones han llevado a que se apruebe el uso de la rapamicina en ensayos clínicos para valorar sus efectos en la extensión de la vida humana. Aún es pronto para saber si realmente será una opción beneficiosa y tendremos que esperar varios años hasta que dichos estudios nos den respuestas. Otros fármacos prometedores que se están evaluando son la metformina (fármaco empleado para el tratamiento de la diabetes) o los medicamentos que provocan la muerte de células envejecidas como el dasatinib (usado contra el cáncer).

Otras opciones que se barajan para frenar el envejecimiento son el ayuno intermitente y la restricción calórica (disminución de las calorías ingeridas con respecto a una dieta normal). En humanos, algunos marcadores biológicos (como los que marcan una disminución del estrés oxidativo) sugieren que podrían tener algún efecto contra el envejecimiento. Sin embargo, los ensayos clínicos están aún en una fase temprana de desarrollo como para que podamos saber si realmente son estrategias efectivas para alargar la vida.

No debemos olvidar que tenemos varias opciones en nuestras manos para retrasar el envejecimiento. No son precisamente un misterio, pero sus beneficios son indiscutibles: dieta saludable, limitación del estrés y de la exposición al sol y a la contaminación, ejercicio físico, buena calidad del sueño y evitar el consumo de tabaco, alcohol y otras drogas nos ayudarán a vivir más y mejor.

 

Esther Samper es médica y doctora en ingeniería tisular cardiovascular.

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