Un mes de noviembre crucial

Este era el campo de trabajo de Wilheim Conrad Röntgen en su laboratorio de la Universidad de Wurzburgo: estudiar las propiedades de las descargas en diferentes tipos de tubos de vacío. Y fue entre noviembre y diciembre de 1895 cuando el callado, tímido y solitario físico descubrió algo que iba a revolucionar la medicina. Por desgracia, no sabemos muy bien qué sucedió en aquellas semanas cruciales, pues Röntgen mandó quemar todas sus notas a su muerte. No obstante, podemos hacernos una idea más o menos aproximada.

A principios de noviembre estaba experimentando con uno de los tubos de descarga al que había añadido una fina ventana de aluminio para permitir que los rayos catódicos salieran del tubo, pues deseaba saber qué sucedía con ellos fuera del tubo. Para apantallar que la fluorescencia que se producía dentro del tubo lo cubrió todo con un trozo de cartón negro. Pero entonces algo extraordinario sucedió: al ponerlo en funcionamiento Röntgen observó sorprendido cómo aparecía un brillo en una pantalla fluorescente cercana. Dispuesto a comprobar tan peculiar observación, en la tarde del 8 de noviembre de 1895, Röntgen cubrió totalmente el tubo con cartón negro asegurándose de que era totalmente opaco: apagó la luz y puso en marcha el tubo y vio un tenue brillo en un banco de ensayos del laboratorio. Encendió y apagó el tubo repetidamente y la tenue luminosidad seguía apareciendo: provenía de una placa fluorescente que había colocado conscientemente lejos del tubo. Röntgen empezó a sospechar que se trataba de algún tipo nuevo de rayo. En las semanas siguientes no salió de su laboratorio intentando comprender las propiedades de lo que llamó ‘rayos X’. Un día, cuando estaba probando la capacidad de diferentes materiales para detener los rayos X, vio su propio esqueleto parpadeando en la pantalla flurescente de platinocianuro de bario. En ese momento decidió llevar todo su investigación en secreto, sin mencionar a nadie lo que había descubierto. Según confesó al poco tiempo a un amigo, “solo le dije a mi mujer que estaba haciendo algo que haría que la gente, cuando se enterara, dijera: ‘Röntgen ha perdido la cabeza”’. Seis semanas después decidió tomar la primera radiografía de la historia. El conejillo de indias fue la mano de su esposa, Anna Bertha. Cuando ella vio su esqueleto, exclamó: «¡He visto mi muerte!».

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El artículo original, Sobre un nuevo tipo de rayos, junto con la radiografía de la mano de su mujer, se publicó el 28 de diciembre de 1895 en la revista Actas de la Sociedad Físico-Médica de Wurzburgo. El 4 de enero de 1896 hizo su primera presentación pública ante esa sociedad, con radiografía de un asistente incluida, y al día siguiente un periódico austríaco lo mostró al mundo.

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