Para Ian Kerridge, profesor de bioética de la Universidad de Sydney (Australia), el motivo que impulsa a los científicos a autoexperimentar no tiene que ver demasiado con un sentimiento de nobleza y entrega por el bien de la humanidad, sino mas bien con “una curiosidad insaciable y una necesidad de participar lo más intensamente posible en la propia investigación”. Así es incluso por mucho que lo nieguen, como hizo el químico e higienista alemán Max von Pettenkofer, que el 7 de octubre de 1892 se tomó un bebedizo infectado con bacterias del cólera en presencia de 7 testigos. Su intención era refutar la teoría de Robert Koch de que la enfermedad era causada por la bacteria Vibrio cholerae. Pettenkofer sufrió solo síntomas leves, lo que interpretó como que había probado que Koch no tenía razón. Entonces escribió: “Incluso si me hubiera engañado a mí mismo y el experimento hubiera puesto en peligro mi vida, habría mirado a la Muerte tranquilamente a los ojos, porque el mío no habría sido un suicidio tonto o cobarde; hubiera muerto al servicio de la ciencia como un soldado en el campo de honor”. Irónicamente moriría nueve años después, en 1901, tras dispararse un tiro en la cabeza a causa de una fuerte depresión.

El gran problema de la autoexperimentación es que, salvo en casos muy concretos, no resulta útil pues no proporciona base estadística para nada. Por ejemplo, una transfusión de sangre exitosa entre dos personas cualesquiera no demuestra que eso vaya a suceder en todos los casos. Del mismo modo, un experimento fallido tampoco demuestra que un procedimiento o una hipótesis no sea válida. Que en 1901, el médico militar Nicholas Senn se introdujera bajo su piel un pedazo de ganglio linfático canceroso de un paciente  para comprobar si el cáncer era contagioso, y no enfermara, no es argumento para nada. Se necesita realizar un estudio amplio y doble ciego para confirmar o desmentir una hipótesis: esa es la naturaleza de la llamada ‘medicina basada en las pruebas‘. Por cierto, este mismo médico se bombeó seis litros de hidrógeno por el ano con el objetivo de ver si con ello se podía determinar cuándo una bala ha penetrado en el intestino.

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