Lo más sorprendente de todo es que podemos relacionar estos conceptos aparentemente tan abstractos con la fisiología de nuestros cuerpos. Imaginemos que vamos sentados en un avión que se mueve a velocidad constante. Aunque vaya a una altísima velocidad no vamos a darnos cuenta de ella a menos que el piloto, de repente, decida frenar o acelerar el aparato. Por tanto, la única forma de saber que nos movemos es mirando por la ventanilla y ver pasar el mundo bajo nuestros pies. E incluso así, eso solo es cierto porque tenemos cierta experiencia de lo que sucede en el mundo porque, en puridad, no podríamos saber si estamos quietos respecto al resto o nos movemos a velocidad constante.

Es lo que se llama el principio de relatividad de Galileo, que el pisano. explicó en uno de sus grandes libros, Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo: “Encerraos con un amigo en la cabina principal bajo la cubierta de un barco grande, y llevad con vosotros moscas, mariposas, y otros pequeños animales voladores […] colgad una botella que se vacíe gota a gota en un amplio recipiente colocado debajo de la misma […] haced que el barco vaya con la velocidad que queráis, siempre que el movimiento sea uniforme y no haya fluctuaciones en un sentido u otro. […] Las gotas caerán en el recipiente inferior sin desviarse a la popa, aunque el barco haya avanzado mientras las gotas están en el aire… las mariposas y las moscas seguirán su vuelo por igual hacia cada lado, y no sucederá que se concentren en la popa, como si cansaran de seguir el curso del barco.” 

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