El 19 de julio de 1982 un joven de 19 años llamado Mark Oliver encontraba muerto en la cama a su padre de 51 años, Hugh Everett III. Un fallo cardíaco se había llevado de este mundo a un físico al que le encantaba comer, fumar y beber, y que recelaba de la medicina convencional. Había dejado dispuesto que, tras su muerte, sus cenizas fueran arrojadas a la basura, algo que su mujer tardó varios años en cumplir. Su hija, Elizabeth, se suicidó en 1996. En su nota de despedida pedía que “por favor, arrojen mis cenizas al agua… o a la basura; tal vez de esa manera termine en el universo paralelo correcto con papá”.

Porque Everett fue el inventor de los universos paralelos o multiversos.

A Everett no le gustaba nada la solución comúnmente admitida a lo que se llama el problema de la medida en la mecánica cuántica, y por eso desarrolló una teoría que se conoce como la Interpretación de los Muchos Mundos (también llamada de las Muchas Historias).

El asunto es como sigue. Una de las consecuencias de la mecánica cuántica -la teoría que describe cómo se comporta el mundo subatómico- que ha resultado y resulta inconcebible para muchos físicos desde que apareció en los años 1920, es que un sistema no tiene sus propiedades bien definidas hasta que las mides. Dicho de otro modo: nuestra experiencia diaria nos dice que si alguien se pierde de nuestra vista al atravesar una puerta no deja de existir, simplemente hemos dejado de verlo. Pero en el mundo subatómico esto no es cierto: la realidad, entendida como algo objetivo que se encuentra ahí fuera, no existe, es sólo una ilusión; no vemos las cosas en sí mismas, sino aspectos de lo que son. Esta es la llamada interpretación de Copenhague, planteada por Niels Bohr en 1927 y que viene a decir que hay que aceptar que no existe ninguna realidad profunda, que vivimos en un mundo fantasma donde nada hay definido hasta que se mide. Por decirlo más o menos poéticamente, la Luna no existe hasta que alguien la mira.

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Es aquí donde engarza la propuesta radical de Everett de 1957, posteriormente retomada por Neil Graham y Bryce De Witt en 1970. A Everett le parecía muy cogido por los pelos eso de que vivamos en un mundo donde, por poner un ejemplo cotidiano, usted no tiene un peso definido sino una distribución probabilística de posibles pesos (un 35 % de que pese 70 kg, un 15 % de que sea 75 kg, etc.), y que no es hasta que se planta encima de una balanza cuando ‘adquiere’ un peso concreto. Así decidió buscar una forma de evitarlo. Y la encontró, aunque el precio a pagar fue bastante alto: su teoría obliga al universo entero a escindirse en dos, tres, cuatro… dependiendo del número de valores que pueda tomar la medida. Por ejemplo, sabemos que el espín de un protón solo puede tomar dos valores, 1/2 y -1/2. Pues en el momento de la medición el universo entero se escindiría en dos y en uno el espín valdría 1/2 y en el otro -1/2. Esto es, tendremos dos universos absolutamente idénticos salvo por esa insignificante diferencia en las propiedades de un único protón de entre los millones de millones de millones de protones que existen. Y esto sucede cada vez que se realiza alguna medida cuántica en algún lugar.

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