Y este hecho es el que trae de cabeza a los físicos teóricos.

Martin Rees, Astrónomo Real de Gran Bretaña, ha escrito profusamente sobre cómo parece que todo en el universo, desde el nacimiento de las galaxias hasta el origen de la vida en la Tierra, es muy sensible a los valores que pueden tomar las aparentemente arbitrarias e inconexas constantes naturales, como la intensidad de la fuerza de la gravedad, la velocidad de expansión del cosmos tras la Gran Explosión o el número de dimensiones espaciales del mundo en que vivimos. Esto ha conducido a formular el llamado Principio Antrópico Fuerte: el universo debe tener las propiedades necesarias que permitan la aparición de vida e inteligencia en alguna de sus etapas.

Otros científicos van más lejos.

Los físicos John Barrow y Frank Tipler crearon la teoría del Punto Omega, según la cual la evolución de la vida inteligente, caracterizada por dedicarse a almacenar cada vez mayor cantidad de información, en un futuro tomará el control de todo el universo: es el llamado Principio Antrópico Final. Ni qué decir que muchos científicos menosprecian esta idea que han calificado como PACR, Principio Antrópico Completamente Ridículo. Por desgracia Tipler no ha logrado convencer a sus colegas de la validez de su idea de que las leyes de la física requieren de un observador consciente en el futuro para cada punto del espacio-tiempo.

Otros se sienten intrigados por el aparente empeño de la naturaleza en aumentar su complejidad y autoorganizarse. Uno de los fundadores de la ciencia de la complejidad, Stuart Kaufmann, ha llegado a la conclusión de que esa propensión a la autoorganización es un atributo básico de la materia misma, que esa misteriosa fuerza que impele la aparición de sistemas cada vez más complicados puede explicar la velocidad a la que la evolución opera para llevar organismos y ecosistemas enteros a niveles de complejidad cada vez más improbables: “debe haber algo parecido a una cuarta ley (de la Termodinámica), una tendencia a la autoconstrucción de biosferas cada vez mayores”, comenta Kaufmann. Su idea es que la segunda ley, que establece que el desorden de un sistema cerrado siempre crece, es importante pero no decisiva.

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Para el bioquímico y premio Nobel Christian De Duve, uno de los pensadores más creativos del siglo pasado a la hora de unificar biología y cosmología, el origen de la vida no es accidental, sino el resultado de las leyes más básicas de la naturaleza: “la vida y la mente no emergen como resultado de accidentes aleatorios, sino como una manifestación natural de la materia”. Y no sólo eso. Para De Duve la consciencia es una expresión del Cosmos tan fundamental como la propia vida. Por su parte, el que fuera físico y matemático del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Freeman Dyson, eleva a ley natural la tendencia de la conciencia a ejercer una control cada vez mayor sobre la materia inanimada y, siguiendo la estela de Barrow y Tipler, creía que ésta desempeñará un papel clave en el destino final del Cosmos.

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