Hacer de vientre es algo que hacemos regularmente, ya sea cada día o cada dos o tres días. En este caso cada maestrillo tiene su librillo. Ahora bien, descomer tiene una componente voluntaria que nos impide irnos por las patas abajo en los momentos más inoportunos. Es más, si lo reprimimos no vuelven a entrarnos las ganas hasta que haya movimientos en masa del intestino, normalmente después de las comidas.

Dentro del organismo todo empieza en la ampolla rectal, que sirve como almacén temporal de aquel material que se ha hecho prescindible. Cuando aumenta la cantidad de materia acumulada, unos receptores de estiramiento situados en las paredes del recto envían una señal que hace que se contraigan los músculos rectales y se relaje el esfínter anal interno. Estos sucesos mandan al cerebro la señal de «es hora de exonerar el vientre». Si nos encontramos en una situación poco propicia y nos aguantamos, a veces el material regresa al colon mediante una peristalsis inversa -el mismo mecanismo que nos permite vomitar-. Al mantener las heces dentro del organismo se va absorbiendo el agua que contienen y se van endureciendo hasta que, si no cumplimos con nuestras labores fisiológicas, deriva en un estreñimiento.

Pero si hemos conseguido encontrar un baño el recto se acorta y se producen ondas peristálticas que impulsan la materia fecal al ano. Mientras, el esfinter interno se abre gracias a la intervención del nervio sacro, cuya función es controlar la micción, la defecación y la erección, y es el que nos dice que tanto la vegiga como el recto están a rebosar. El show está a punto de acabar, y ahí entramos nosotros: la relajación del esfínter externo es un acto voluntario que lo lleva a cabo los llamados nervios pudendos.

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Para poder hacer de vientre debemos tomar aire y realizar lo que se conoce como maniobra del Valsalva, en honor del médico italiano del siglo XVII Antonio Maria Valsalva. Consiste en expeler el aire con la glotis cerrada (la parte más estrecha de la laringe); justo lo que hacemos cuando se nos taponan los oídos. Este movimiento ejerce una presión efectiva sobre el trato digestivo: estamos “haciendo fuerza». Durante la defecación la presión sanguínea aumenta y, como respuesta refleja, la cantidad de sangre bombeada por el corazón desciende. En raras ocasiones este aumento de presión ha provocado la muerte por la ruptura de un aneurisma. Una forma nada elegante de dejar este mundo.

Vista la fisiología está claro que, aunque la posición que usemos para defecar dependa de nuestra cultura, hay una que es natural y la observamos en todos los primates: las cuclillas. Esta postura la usaremos si nos encontramos ante una placa turca, una pieza de metal o loza con un agujero en medio muy común en Asia. En Occidente somos más de sentarnos, aunque nuestro tradicional inodoro no es tan antiguo como creemos. Fue inventado por Joseph Bramah en 1778, cuando su patente mejoró diseños anteriores. De hecho, aún pueden verse sus diseños originales en Osbourne House, la casa de la reina Victoria en la isla de Wight en Inglaterra. Pero no olvidemos que, como dice el clásico libro de texto Bockus Gastroenterology, «la postura ideal para la defecación son las cuclillas, con los muslos sobre el abdomen. De este modo la capacidad de la cavidad abdominal disminuye al tiempo que la presión intraabominal aumenta, estimulando la expulsión».

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