Por más que el cristianismo y la Iglesia como institución suelan tener fama de mentalidad estricta y monolítica, la realidad es que la capacidad de adaptación que han mostrado a lo largo de los siglos es lo que les ha permitido acumular el poder e influencia que todavía hoy ejercen. Cuando los nativos americanos rendían culto a la montaña sagrada, fueron evangelizados adaptando el rito a la Virgen del Cerro.

A los nórdicos, San Bonifacio les taló el árbol pagano y les puso en su lugar un abeto: sus hojas, siempre verdes, simbolizaban el amor eterno de Dios hacia los hombres, su forma triangular hacía referencia a la Santísima Trinidad, le colgó manzanas como representación de las tentaciones y el pecado original y le añadió velas para recordar la luz eterna de Jesucristo en el mundo. Hoy hemos sustituido las manzanas por bolas, de ahí el color rojo tradicional (de hecho, en algunas casas no hace mucho que se colgaban manzanas artificiales), y las velas por las luces cuando la electricidad así nos lo ha permitido. 

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