El voluble mundo de los altos ejecutivos –capaces de dar pábulo a tontas obviedades y simplezas del calibre del famoso libro superventas ¿Quién se ha comido mi queso?– se convulsionó, y numerosos libros aparecieron al calorcillo de lo que el periodista Malcolm Gladwell llamó la “justificación intelectual” para pagar sueldos absolutamente desproporcionados a quienes antes han pagado las altas sumas que exige obtener un MBA “de prestigio”. Porque el talento, según medían los expertos de McKinsley, se encuentra entre quienes pasan, por ejemplo, por la Escuela de Negocios de Harvard.

Pero el gran experimento de talento empresarial fue una empresa donde McKinsey condujo 20 proyectos diferentes, a la que facturó 10 millones de dólares anuales, a donde el director de McKinsey acudía regularmente a las reuniones de dirección y donde su consejero delegado, el primer ejecutivo de la empresa, había sido socio de McKinsley. El nombre de la empresa era Enron. En abril de 2001 McKinsey publicaba un documento explicando claramente sus ideas; el 2 de diciembre Enron se declaraba en bancarrota, convirtiéndose en el mayor escándalo financiero de la historia. Siguiendo el castizo de refrán de “sostenella y no enmendalla”, los únicos que no se vieron salpicados fueron los consultores de McKinsley hasta el punto de que, a día de hoy, uno de ellos, Helen Handfield-Jones, desde su empresa se presenta como “primera experta en talento para el liderazgo”.

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