La historia de la muerte térmica del universo hunde sus raíces en el siglo XIX, cuando los científicos comenzaron a comprender más profundamente la naturaleza de la energía y la termodinámica. En particular esta idea se deriva de la segunda ley de la termodinámica, una de las piedras angulares de la física. Esta ley postula que, en un sistema cerrado, la entropía, una medida del desorden, tiende a aumentar con el tiempo. En el contexto del universo esto implica que, con el tiempo, la cantidad de energía disponible para realizar trabajo disminuirá, y la entropía alcanzará su máximo valor. En este estado, llegará un momento en que tendremos un universo inerte y frío.

Este estado final del universo fue predicho por primera vez por Hermann von Helmholtz en un artículo publicado en 1854 y más tarde refrendado por dos primeros espadas de la termodinámica del siglo XIX: Lord Kelvin y Rudolf Clausius. Este último lo describiría así: “El trabajo que puede ser realizado por las fuerzas de la naturaleza que hay en los movimientos de los cuerpos celestes, paulatinamente se transformará cada vez más en calor. El calor en su paso constante de un cuerpo más caliente a otro más frío, tratando de equilibrar con ello las diferencias de temperatura existentes, paulatinamente se distribuirá de una manera más uniforme y llegará también el equilibrio conocido entre el calor de radiación y el de los cuerpos. Y por fin, respecto a su disposición molecular, los cuerpos se aproximarán a cierto estado en el cual la dispersión total de la temperatura dominante será la mayor posible”.

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El final del universo será el frío eterno. Foto: Istock

Un universo lleno de energía degradada

Si la cantidad de entropía que se puede generar en el universo es finita, reflexionaba Clausius, llegará un momento en el futuro en el cual no habrá más modificaciones posibles. La energía libre se habrá terminado. Será una situación donde la temperatura será la misma en todos los lugares de nuestro universo. En estas condiciones toda la energía del universo estará en forma de energía degradada, inútil: estará en forma de calor. El destino de toda forma de vida es la muerte sin posibilidad alguna de redención, de volver a aparecer. Habremos llegado a la Muerte Térmica del universo.

La idea de la Muerte Térmica, un final nada atractivo a toda existencia, tuvo una repercusión tremenda sobre la filosofía de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Dos libros de divulgación cosmológica muy populares, La naturaleza del mundo físico de sir Arthur Eddington y El universo a nuestro alrededor de sir James Jeans, ambos brillantes astrónomos británicos, influyeron decisivamente en su transmisión a la gente de la calle de la década de los años treinta.

La Muerte Térmica sumió en el pesimismo a muchas grandes mentes. Una fue la de Charles Darwin. En las páginas finales de El origen de las especies, dice: “Y como la selección natural obra solamente por y para el bien de cada ser, todos los dones corporales e intelectuales tenderán a progresar hacia la perfección”. Mas sus esperanzas de un futuro venturoso se vieron truncadas tras una serie de conversaciones con físicos sobre la edad de la Tierra. Como dejó escrito en su Autobiografía, consideraba “intolerable la idea de que el universo y todos los seres dotados de conciencia están condenados a una total aniquilación después de tanto avance continuado a lo largo de tanto tiempo”.

Llegará el día en que toda la energía del universo estará en forma degradada. Foto: Istock

La iglesia católica, en boca del Papa Pío XII, se aferró a esta consecuencia de la Segunda Ley y completando a Tomás de Aquino añadió a los argumentos del escolástico la sexta vía para la demostración de la existencia de Dios: “La ley de la entropía, descubierta por Clausius, nos dio la seguridad de que… en un sistema material cerrado… al fin y al cabo los procesos a escala macroscópica algún día cesarán. Esta lamentable necesidad confirma la existencia del Ser Necesario”.

Un futuro del universo deprimente

Los ateos, por supuesto, no iban a quedarse atrás. El filósofo Bertrand Russell expresó con elocuencia su punto de vista en un párrafo destinado a ser famoso: “…pero carece aún más de sentido y está todavía más desprovisto de finalidad el mundo que nos presenta la ciencia para que asumamos y creamos en él. Será en este mundo, si es que en alguno, en el que nuestros ideales habrán de buscar asiento. Que el hombre es producto de causas que no previeron la finalidad que perseguían; que sus orígenes, su desarrollo, sus esperanzas y sus miedos, sus afectos y sus creencias, no son más que el resultado de la ordenación accidental de los átomos; que no habrá ninguna pasión, ningún heroísmo, ningún pensamiento brillante ni emoción intensa que logre que la vida individual perviva más allá de la tumba; que todas las tareas de todas las épocas, toda devoción, toda inspiración, todo el resplandor de la plena madurez del genio humano están condenados a la aniquilación al acontecer la enorme muerte del sistema solar; y que todo el edificio erigido por los logros del hombre deberá inevitablemente terminar enterrado bajo los restos de un Universo en ruinas —todas estas cosas, aunque puede que susciten aún dudas de su veracidad, de todas formas son tan plausiblemente ciertas que ninguna filosofía que las rechace podrá tener la esperanza de mantenerse, Sólo si no maquillamos estas verdades, sólo poseemos la firme convicción de la desesperanza sin tregua, podrá construirse entonces con seguridad un lugar donde se asiente el alma”.

El filósofo Bertrand Russell se opuso a dejarse influir por la muerte térmica. Foto: Wikimedia

Enfrentados a la Muerte Térmica, para Russell la única opción posible es marcarse finalidades a corto plazo: “…dicen que es deprimente, y a veces la gente me comenta que si creyeran en ello, no serían capaces de seguir viviendo. No lo crean; es pura tontería. Nadie se preocupa realmente por lo que sucederá dentro de millones de años… a pesar de que es un punto de vista pesimista considerar que finalmente la vida se extinguirá…, no lo es tanto como para que la vida parezca desdichada. Simplemente hace que uno transfiera su atención hacia otros asuntos”.

Sinceramente, no podemos negar que Bertrand Russell tiene razón. ¿Quién se preocupa por del destino del universo si no tiene qué comer mañana?

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