Carlos Menem representó la entrada de la Argentina al nuevo orden internacional que se gestó luego de la caída del Muro de Berlín. Gobernó el país durante una década marcada por el vaciamiento del Estado, el alineamiento incondicional con los Estados Unidos y la llegada de la farándula al mundo de la política. Murió hace un año, el 14 de febrero de 2021, pero su herencia y su sistema de valores siguen vigentes en gente como Macri, Milei o Espert. (Foto de portada: Horacio Paone)

La imagen bien pudo representar el ocaso de los 90 en la Argentina: un sepelio con la bandera argentina y una camiseta de River, más el audio de “A mi manera” en la versión de Cacho Castaña. De ese modo, a su manera, se despidió del mundo Carlos Saúl Menem, fallecido el 14 de febrero de 2021, dos décadas después de haber dejado el poder mientras terminaba la década que había marcado con su impronta.

Curiosamente, 2021, el año de su muerte, fue también el momento de cierto ocaso de figuras que crecieron al calor de la cultura menemista, como Marcelo Tinelli y Jorge Rial. Se ha dicho: Menem dejó el gobierno el 10 de diciembre de 1999, pero su sistema de valores permaneció en la sociedad argentina. Eso es lo que explica, en parte, la experiencia neomenemista de Mauricio Macri (explicable, también, por el reordenamiento de la derecha disgregada en 2001 que se volvió a organizar con la 125). La llegada de figuras ajenas a la arena política, sin el cursus honorum, fue un producto de los 90: Palito Ortega, Carlos Reutemann, Daniel Scioli, crecieron gracias a Menem. Uno casi llega vicepresidente, el otro resultó un actor central hasta su muerte y el tercero continúa, incombustible, y estuvo a 600 mil votos de ganar un ballotage.

El símbolo de los 90

Menem representó la entrada de la Argentina a las coordenadas del nuevo orden de los 90, tras la caída del Muro. El programa económico de esa década hubiera sido casi imposible de evitar en ese marco, pero Menem le dio una impronta que no se podía atisbar en los meses previos. Y con una voltereta tan fenomenal como perversa en lo discursivo y en los hechos. El candidato que vaticinaba la recuperación de las Malvinas a sangre y fuego terminó no solamente restableciendo relaciones con el Reino Unido (una decisión lógica), sino también aplicando una variable del programa neoliberal que tenía a Margaret Thatcher como abanderada. El thatcherismo austral (la definición es de Abel Gilbert) derivó en la declaración lisa y llana de guerra a un actor social, al mejor estilo de la Baronesa, con el agravante de que se trataba ni más ni menos que de la base del peronismo que había ungido a Menem: el movimiento sindical. Eso quedó graficado en el brutal aforismo de fines de 1989, “Ramal que para, ramal que cierra”, dedicado a los trabajadores ferroviarios.

Foto: Bugge.

Precisamente, el hecho de haber sido una figura del peronismo y desde allí motorizar una política opuesta, es lo que convirtió a Menem en una figura incomodísima para los compañeros que ahora lo denuestan. El peronómetro se aplicó a niveles inéditos para definir la orientación de los dos gobiernos de los 90. Durante esos años y después, hubo quienes no sacaron los pies del PJ y acompañaron los franquiciados posteriores de Duhalde y Kirchner. Los que se fueron formaron el Frepaso y estuvieron en la Alianza y, en algunos casos, hubo quienes regresaron porque con Néstor y Cristina se volvía al peronismo. O al peronismo de la generación del 70, que no sería exactamente peronismo, de acuerdo al sommelier Guillermo Moreno.

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Como fuese, el peronismo de manera orgánica le cubrió las espaldas al Menem post-2003, el que se sepultó solito la fosa al huir del ballotage con Menem. Derrotado sin poner el cuerpo (la derecha ya se había dejado en el camino la opción de López Murphy), y acabada con él la última posibilidad de encarar la dolarización, solamente le quedó el refugio del Senado. Desde esa banca evitó tener problemas con la Justicia, pese a las causas por el encubrimiento de la bomba a la AMIA, el contrabando de armas a Ecuador y Croacia y la voladura de la fábrica militar de Río Tercero (el terrible corolario para tapar el faltante de armas contrabandeadas), y hasta pudo gambetear en 2017 la inhabilitación para ser nuevamente candidato. Se pudo presentar, acceder a su escaño y permanecer así quince años y dos meses en la Cámara Alta hasta su muerte. En el medio, el peronismo bloqueó todo intento de desafuero, no hablemos ya de expulsión.

Complaciendo al capital

La impronta del menemismo sirvió para reforzar y legitimar a la derecha. Cuando asumió le dio las riendas de la economía a Bunge y Born; colocó en la Cancillería a Domingo Cavallo, estatizador de la deuda privada en 1982; le dio el ministerio de Defensa a Ítalo Luder (el candidato peronista del 83 que avalaba la autoamnistía) y con él de ministro libró la tanda de indultos; y se rodeó de Álvaro Alsogaray y su hija. El viejo sueño de la derecha argentina de vender las empresas públicas se hizo realidad y de la mano de un gobierno peronista.

Algo es cierto: el establishment estaba embobado a fines de 1988 con el programa de Eduardo Angeloz, pero el candidato radical no garantizaba gobernabilidad porque arrastraba el lastre del alfonsinismo y, para llevar a cabo su propuesta, debería tensar la relación con los sindicatos, que por mucho menos le habían hecho 13 paros al primer gobierno de la democracia restaurada. Menem resolvió el problema. Una simple cuestión de entrismo. O de educación presidencial, como definió Horacio Verbitsky al golpe de mercado contra Alfonsín, destinado no solamente a acabar con este, sino también a marcarle la cancha al que viniera. Menem, que en el fondo fue siempre un aventurero, entendió muy bien el mensaje y le dio su toque personal.

Así, las clases dominantes argentinas cumplieron su sueño dorado de un Estado privatista y desregulado mientras el turquito pícaro manejaba una Ferrari a 200 kilómetros por ahora o echaba a su esposa de malos modos de la Quinta de Olivos. Gestos, pequeños gestos de forma que no hacían al fondo mientras la Bell huía despavorida porque los gastos de coima excedían su presupuesto en la privatización de ENTel y Cavallo consumaba el esquema con el perfeccionamiento de la tablita de Martínez de Hoz: la convertibilidad, que llevó al modelo de dólar barato de la dictadura a su punto de máxima rigidez. Siempre con subsidio del Estado, por supuesto.

Carlos Saúl Menem y Saúl Edolver Ubaldini en una reunión. Circa 1986. (Foto: Horacio Paone).

Un programa así solamente era posible en dictadura, con represión, y funcionó en democracia, con los niveles de reacción popular bajo control. ¿Cómo era posible? La desmovilización se convirtió en la marca de esos años, entre otras cuestiones por el desencanto alfonsinista, porque a Menem había que dejarlo gobernar y porque el descenso drástico de los índices de inflación a partir del uno a uno generaron la sensación de bonanza de la clase media argentina. Eso explica que recién en noviembre de 1992 se organizara el primer paro general contra Menem. Habían pasado tres años y cuatro meses de gobierno, con un costo social gigantesco.

Conviene detenerse en un episodio de esos años, que fue sintomático de la corrupción a granel del menemismo: el Yomagate. Pudo haber sido el Watergate argentino y quedó encapsulado hasta reducirse a la nada absoluta. Amira Yoma, ex cuñada de Menem, fue acusada por un narcotraficante arrepentido de recibir en Ezeiza valijas con dinero de los narcos para lavar. Las valijas pasaban como si nada porque la Aduana estaba bajo el mando de un coronel casado con Amira, llamado Ibrahim Al Ibrahim, de origen sirio y con un manejo más que rudimentario del castellano. El menemismo logró cubrir las espaldas a Amira. Después llegaron los hechos que llevaron a Menem al banquillo, pese a los fueros de senador, y el Yomagate pasó al olvido. El caso sucedió en pleno proceso de las privatizaciones, que avanzaron a partir de una ley del Congreso, pero también con el desarmado de todos los organismos de control. A esto se suma que, antes de Ibrahim, el responsable de la Aduana fue el brigadier Rodolfo Echegoyen, que era diestro y se suicidó con la mano izquierda el día que se casaba su hijo. El gobierno menemista salió incólume de ese escándalo. Y de todos los que vinieron.

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Legado en forma de Constitución

Pese a ello, el gobierno con los mayores índices de corrupción de la historia nacional logró un salto institucional de enorme valor: la reforma constitucional Con el agregado de que lo consiguió después de ampliar la Corte Suprema, entre otros gestos no exactamente republicanos. Se suele perder de vista que la Constitución de 1853 volvió a regir en 1957, tras la experiencia de la Carta Magna peronista, sin ley de necesidad de reforma del Congreso, que estaba clausurado por el golpe de 1955. Menem no se preocupó por esa cuestión sino por otra que lo apremiaba más: la posibilidad de lograr la reelección.

Jugó a fondo, al mejor estilo de Perón (del que se decía discípulo), sin romper el sistema (lo volvería probar, sin suerte, con el intento re-reeleccionista de 1998), y forzó a los radicales a negociar. Ahí es donde entra en escena la figura de Alfonsín al lograr por el consenso lo que no pudo durante su presidencia. En un movimiento casi de judo, sirviéndose de la fuerza del otro, el líder radical concedió la reelección pero obligó a Menem a entregar más de lo que tenía en mente. Era tanta la ambición de poder del riojano que no dudó en ceder la autonomía porteña, la elección directa de los senadores (que evitó espectáculos como las bancas usurpadas en 1998), el senador por la tercera minoría y el Consejo de la Magistratura, más la incorporación de los tratados internacionales. Se dirá que se quedó a medio camino, como la figura desdibujada del jefe de Gabinete. Lo cierto es que, entre otras cosas, pese a que nunca falta algún energúmeno que lo proponga, hoy no hay manera, gracias a esa reforma, de que se pueda incorporar la pena de muerte en el derecho interno argentino.

Menem y Alfonsín pactaron la reforma. Alfonsín entró, años más tarde, en un proceso de sacralización. Se comenzó a valorar su obra de gobierno, adquirió la dimensión póstuma de estadista y los panegíricos se superpusieron a las críticas. Con Menem se corre un riesgo similar, sobre todo por el costado económico. La convertibilidad, con su tremendo costo social, es vista como un tiempo mejor a este. Buenos Aires era una de las diez ciudades más caras del mundo mientras millones caían en la pobreza.

Convertibilidad: una ficción trágica

El modelo de endeudamiento alimentó la ficción del tipo de cambio de fijo mientras hubo posibilidad de girar divisas. Primero fue por el stock de las privatizaciones. Después vino el Plan Brady, la refinanciación perpetua y cuando la capacidad de pago quedó por debajo de los montos de los créditos, se terminó la asistencia. En el medio, Menem le entregó el gobierno a Fernando de la Rúa con un déficit fiscal de 10 mil millones de dólares. No había manera de sostener el modelo, y encima sin equilibrio fiscal. Pero los obsesivos de las cuentas valoran a ese gobierno.

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La pobreza fue parte, en mayor o menor medida, del paisaje de la Argentina durante décadas. Pero en los 90 no se generó pobreza, sino miseria. Millones de personas pasaron a integrar la categoría de excluidos sociales. De ahí al piquete, ante un presidente que decía que no trabajaba el que no quería (con la desocupación en dos dígitos), había un paso. La respuesta fue la criminalización de la protesta social. Para aliviar la informalidad, el gobierno del partido de la justicia social inventó el monotributo, un engendro al que ningún partido le encuentra la vuelta en un país que precisa crear empleos en relación de dependencia.

Pese a esto, la derecha avala a Menem como lo avaló entonces con el apoyo de las franjas que le dieron el 50 por ciento de los votos en 1995. Menem le enseñó a la clase media a odiar a los pobres. El “por algo será” de la dictadura se trasladó en los 90 a los pobres que por algo no trabajarían. La derecha de entonces, mal que mal, trataba de interpretar e explicar los índices de exclusión social. No le buscaba una solución en materia de integración, pero al menos disimulaba. Ahora directamente justifica el darwinismo social.

Por eso Menem tiene una ramificación en Macri, pero también en tecnócratas como Javier Milei y José Luis Espert. El primero no se cansa de lanzar loas a Menem y Cavallo. Sus seguidores, muchos de los cuales no habían nacido en los 90 o apenas eran niños, añoran el relato de esos años. Parte del fenómeno de Milei ancla en que esa es su referencia.

Menem y su continuador Mauricio

El gran misterio ucrónico de la Argentina del siglo XXI es qué hubiera pasado en la política nacional en 2003 de no haber mediado el colapso de 2001. ¿Habría podido Menem competir en 2003 sin una interna en el peronismo? Algo está claro: cometió un descomunal error de cálculo al no ir de candidato a senador en 2001. Se hubiera evitado la cárcel por la causa de las armas y habría arrojado al país a un tremendo debate constitucional en la Asamblea Legislativa que ungió a Adolfo Rodríguez Saá: porque es imposible no pensar que Menem se habría lanzado a la presidencia ahí mismo, por esa vía, pese a que no habían pasado los cuatro años requeridos desde que dejara la Rosada.

Sin embargo, pese a no adelantar cuatro años su arribo al Senado, Menem pudo ir a la presidencial de 2003. Aun con los neolemas, sacó el 25 por ciento. Su candidatura, se ha dicho, fue posible, amén de la interna peronista, porque la bomba del uno a uno no le había estallado a él. De manera análoga, Macri tiene alguna posibilidad para lo que él llama segundo tiempo porque entre su salida del gobierno y este presente medió la pandemia. Y aun así no es seguro que pueda tener posibilidades. Aunque encara la lógica de Menem: un esquema de negocios enfundado en una frivolidad pasmosa.

Carlos Menem no solamente dejó el gobierno y el menemismo sobrevivió a 1999: murió hace un año, pero la cultura a la que se le puso su nombre aún perdura.

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