En este artículo vamos a pensar sobre este asunto en los términos más coloquiales posibles, pero sin sacrificar en modo alguno el rigor científico. Les quiero adelantar el resultado: nadie sabe lo que es la energía, tampoco se sabe lo que es la masa, pero sean lo que sean, no se trata de cosas distintas.

Vamos a apelar a nuestra experiencia del mundo. En ella, masa y energía no parecen tener nada que ver y en esto radica la dificultad fundamental para entender la ecuación de Einstein. La masa es esa propiedad de los objetos que nos hace difícil moverlos. Si un cuerpo se encuentra en reposo y queremos que alcance una cierta velocidad, esto requerirá de un mayor esfuerzo cuanto más masivo sea el cuerpo en cuestión. No estamos hablando del rozamiento aquí. Estamos abordando una cuestión capital y vamos a ignorar nimiedades como el rozamiento. En nuestro mundo nada roza con nada. Nótese, por otra parte, que tendemos a identificar masa con cantidad de materia, pero lo cierto es que no tenemos una definición para cantidad de materia mejor que la que acabamos de dar para la masa, así que no sacaremos nada en claro siguiendo ese camino. Ser masivo es resistirse a ponerse en marcha, a acelerar, punto.

Es ahora el momento de pasar a hablar de la energía. Esto nos va a costar un poco más. Comencemos considerando la siguiente situación: un bloque metálico en forma de cubo de 20 cm de lado, por ejemplo, se encuentra a una temperatura de, pongamos, 50 grados centígrados. En estas condiciones, una de sus caras se pone en contacto con la de otro bloque idéntico, pero cuya temperatura es más baja, digamos unos 30 grados. Nuestra experiencia nos dice que algo que llamamos calor fluirá del bloque caliente al frío de manera que las temperaturas tiendan a igualarse. Tenemos aquí un ejemplo de energía en tránsito. La energía va de un bloque a otro, pero no se marcha a ningún otro sitio, al menos de forma aproximada.

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Esta localizabilidad de la energía nos va a permitir realizar un experimento muy interesante. Empujemos al bloque frío antes y después de haberse puesto en contacto con el caliente. Esta ocurrencia parece tener poco recorrido. Ya sabemos lo que va a pasar, ¿verdad? No habrá diferencia alguna, ya que calentar un objeto no va a cambiar su resistencia a ponerse en movimiento. Esto, sin embargo, resulta ser falso y he aquí el quid de la cuestión. Eso que llamamos la masa del cubo cambiará, se incrementará. Poco, muy poco, pero lo hará. Verter energía en un cuerpo, y vaya usted a saber lo que dicha cosa es, lo hace más masivo, menos proclive a ser acelerado. Nótese que tampoco sabemos lo que la masa es, por qué los objetos gustan más o menos de ser acelerados, pero nuestro experimento revela que a más energía contenida en el objeto, más reacio será este a acelerar al ser empujado. En este punto es completamente natural pensar que toda la masa del cuerpo es energía que fue vertida en algún momento en él. Hemos descubierto el dial de la masa. Girándolo a derecha o izquierda; esto es, añadiendo o substrayendo energía, podemos controlar la cantidad de masa a voluntad. Vemos, por tanto, que masa y energía son una y la misma cosa, o al menos eso estamos invitados a creer como consecuencia de nuestro sorprendente experimento. La ecuación de Einstein debería por tanto rezar E=m, sin ces ni cuadrados por ninguna parte y nos estaría simplemente diciendo que masa y energía son la misma cosa. La “c”, por cierto, es la velocidad de la luz. Llama cuanto menos la atención su aparición en este contexto en el que no hay luz por ninguna parte y nada se está moviendo ni remotamente tan rápido.

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Pensemos en la “c”, pues. Les adelanto de nuevo la conclusión. Hemos sido muy torpes al considerar que tiempo y espacio son cosas distintas. Es el momento de retirarse, pensarán sin duda muchos lectores. Que masa y energía puedan ser lo mismo pasa, pero que tiempo y espacio son equiparables va más allá de lo que estamos dispuestos a aceptar. No lo recomiendo. ¿Acaso no se ponen las cosas más interesantes?

Una distancia de un segundo es lo que de toda la vida hemos llamado 300.000 kilómetros. Si somos juiciosos elegiremos esta cantidad de distancia como nuestra nueva unidad y la llamaremos un segundo de distancia. La velocidad de la luz será uno en estas unidades, ya que la luz viajará un segundo de distancia en un segundo de tiempo y uno entre uno es uno. Por cierto, uno al cuadrado es uno también. Pero no vayamos tan rápido. Todo esto necesita ser tratado con más sosiego y a ello nos dedicaremos en las próximas líneas.

Resulta que, contrario a lo que muchos podrían pensar, es muy difícil darse cuenta de si uno se está moviendo o no. El lector de estas líneas se desplaza alrededor del sol a una velocidad de treinta kilómetros por segundo sin percatarse de ello, al igual que cualquier anónimo hombre de Neandertal para el cual este hecho no era siquiera parte de su acervo cultural. No parece esta alocada velocidad tener la más mínima relevancia en nuestros asuntos cotidianos. La manera en la que las cosas se mueven de aquí para allá no es afectada por ella y todo se comporta como si la Tierra estuviese quieta. No solo los asuntos de la mecánica parecen insensibles al movimiento del planeta; los de la electricidad y el magnetismo también. Nuestros teléfonos móviles funcionan perfectamente en este bólido cósmico sobre el que vivimos, enviando señales a las antenas repetidoras a la velocidad de la luz. En un planeta más rápido o más lento todo seguiría funcionando igual de bien. De no ser así, solo unos pocos planetas en el Universo, aquellos muy lentos o en total reposo, serían «habitables». La naturaleza es sabia y ha creado un mundo donde «moverse» no supone mayor problema. Einstein se percató de que este hecho era crucial y permitía una suerte de fusión entre el espacio y el tiempo. Si no podemos detectar nuestro propio movimiento, si las señales de nuestros móviles han de desplazarse a la misma velocidad en cualquier planeta, dicha velocidad de propagación (la velocidad de la luz) se torna una constante universal a nuestra disposición para relacionar el espacio y el tiempo. Es natural por tanto definir la unidad de longitud en términos de la distancia que la luz recorre en la unidad de tiempo; el segundo, digamos. Afirmar que la distancia entre dos puntos es de un segundo es perfectamente comprensible. Podemos medir distancias usando relojes y rayos de luz. Solo tenemos que indicar el tiempo que la luz tarda en recorrer dicha distancia. No necesitamos cintas métricas, ni varas de medir, ni ningún artilugio semejante. Al computar la velocidad de la luz obtenemos un número puro, el uno, el cociente entre dos tiempos ambos iguales a un segundo.

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Al hacer uso de este hecho, es decir de que c=1, en la fórmula E=mc2 obtenemos que E=m y la insidiosa velocidad de la luz desaparece de la ecuación como por arte de magia dejando al descubierto la verdadera esencia de la misma, a saber, que masa y energía son una y la misma cosa.

Misión cumplida.

 

Alberto Corbi es Doctor en Física y Director del Grado en Física de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).

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