Cuando los aliados luchaban por liberar Europa del dominio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, la demanda de morfina en los hospitales de campaña era muy grande, y escaseaba cuando en los enfrentamientos se producían muchas bajas. A veces incluso había que operar sin anestesia. En una de esas ocasiones, Henry K. Beecher, un anestesista estadounidense, se disponía a operar  sin morfina a un soldado que tenía unas heridas muy graves. Entonces sucedió algo increíble: una de las enfermeras le inyectó una solución salina y, para sorpresa de Beecher, el soldado se tranquilizó de inmediato. No solo no sintió casi dolor durante la operación, sino que tampoco tuvo ningún problema cardiovascular. Al parece, el agua salada era un potente anestésico.

Beecher empleó este nuevo truco cada vez que se quedaba sin morfina, y funcionaba. Acabada la guerra y de regreso a los Estados Unidos, Bleecher se dedicó a investigar sobre el efecto placebo. Fruto de ese trabajo fue “The Powerful Placebo” que publicó en 1955 y que estaba destinado a convertirse en un clásico pues, entre otras cosas, señalaba la importancia del placebo en la investigación médica.

Bleecher no fue el primero en utilizar el término ‘placebo’. El primero fue T. C. Graves en un artículo en la revista The Lancet en 1920. Lo que hizo de la contribución de Bleecher algo esencial es que llamó la atención en la necesidad de que los ensayos clínicos se realizaran controlados por placebo con la técnica del doble ciego. Hoy es el protocolo estándar a la hora de comprobar la eficacia de un medicamento o una vacuna: el grupo de pacientes se divide en dos, y a uno se le administra la medicina y al otro el placebo. Lo fundamental -y donde estuvo brillante Bleecher- es que ni el paciente sabe qué está tomando, ni el médico sabe qué esta suministrando.

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