Andrew Crosse fue uno de los últimos “caballeros científicos”, diletantes que gracias a sus rentas familiares podían dedicarse a la ciencia sin necesidad de estar adscritos a una universidad. Era un elegante inglés victoriano que vivía en su mansión de Fyne Court, en el condado de Sommerset. Estaba fascinado con la electricidad desde los 12 años, hasta el punto que en los dos últimos años de su educación secundaria construyó su propia botella de Leyden, un aparato que almacena electricidad estática.

Entre 1800 y 1805 perdió a sus padres, por lo que con 21 años tomó posesión de Fyne Court, que convirtió en un gran laboratorio para sus investigaciones eléctricas y mineralógicas. Entre sus experimentos estaba uno que le granjeó el miedo de sus vecinos: para estudiar la electricidad atmosférica en diferentes condiciones climáticas hizo tender un cable, convenientemente aislado, a lo largo de 2 km (que luego acortaría a medio kilómetro), suspendido de postes y los árboles por toda  su hacienda.

También construyó una de la pilas de Volta más grandes de la época, que cargaba y descargaba usando su tendido de cables 20 veces por minuto, lo que le hizo merecedor del título de “el hombre de los rayos y los truenos”. Eso, junto con el sonido del crepitar de los relámpagos por los hilos los días de tormenta, hizo que sus vecinos pensaran que estaba loco.

Otra de sus líneas de investigación era la electrocristalización, el uso de la corriente eléctrica para crecer cristales minerales como el cuarzo. Entre los diferentes experimentos que realizó en este campo, el que hizo en 1836 le iba a hacer desgraciadamente famoso: en el cuarto de música había puesto un trozo de óxido de hierro, conectado a una pila voltaica, sobre el que dejaba caer lentamente una solución de silicato de potasio. Crosse creía que se formarían cristales sobre el óxido, pero lo que nunca pudo imaginar era lo que realmente iba a suceder.

Mirá También:  Es tiempo de un nuevo Tiempo

A los 14 días del experimento Crosse observó que sobre la roca habían aparecido unas excrecencias blancuzcas, que se iban haciendo cada vez más grandes con el pasar del tiempo. Fue el día 26 cuando, según describió, “adquirieron la forma de un insecto perfecto, erecto sobre unos pocos pelos que formaban su cola”. Dos días más tarde, “estas pequeñas criaturas movieron sus patas… y pocos días después se separaron de la roca y empezaron a moverse a sus anchas”. Crosse las examinó por el microscopio y vio que tenían 8 patas; se parecían a los ácaros del queso, pero eran más grandes.

Deja un comentario

You May Also Like

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *