Creo que puedo decir con seguridad que nadie entiende la mecánica cuántica” afirmó en cierta ocasión el célebre físico estadounidense Richard Feynman. Si bien es cierto que Feynman era un provocador nato, también lo es que sus observaciones solían ser bastante lúcidas. Lo que Feynman pretendía poner de relieve con esta frase es la dificultad de la mente humana para aceptar la mecánica cuántica. Cuanto más se piensa en ella más marciana parece. Desafía nuestra intuición y pone patas arriba lo que pensábamos sobre el mundo que nos rodea. Y esto es así porque la física cuántica supone una ruptura radical con la física clásica, a la que estamos más acostumbrados debido a que se encuentra presente en nuestro día a día. Es fácil convencernos de la relación entre fuerzas y aceleraciones de la mecánica de Newton, porque nos hemos educado con ella y algún que otro empujón nos habremos llevado ocasionalmente. Sin embargo, no es tan sencillo tener una idea intuitiva sobre el entrelazamiento cuántico, un concepto que conocemos solamente a través de los libros.

Más allá de las ecuaciones

A finales de los años 20 teníamos todas las cartas sobre la mesa. Tras los trabajos fundamentales de Schrödinger y Heisenberg, así como las aportaciones cruciales de otros teóricos como Pauli, Born o Bohr, la mecánica cuántica estaba ya tomando su forma final. Esto se consiguió definitivamente a principios de los años 30, cuando entre Dirac y Von Neumann establecieron un conjunto de postulados matemáticos sobre los que asentar la teoría. Fue un periodo extraordinario, caracterizado por una gran efervescencia de ideas. Ahora bien, una vez encontradas las ecuaciones matemáticas que gobiernan el mundo microscópico había que interpretarlas. ¿Qué significan? ¿Cómo se relacionan con la realidad física? ¿Y qué nos dicen sobre dicha realidad?

Mirá También: 

El gato de Schrödinger: una paradoja cuántica que desafía el sentido común. Foto: IStock

Si bien había cierto consenso sobre las ecuaciones de la mecánica cuántica, no lo había en absoluto sobre qué nos decían dichas matemáticas sobre la realidad física. Son bien conocidos los brillantes debates que mantuvo el alemán Albert Einstein con su adversario intelectual, el danés Niels Bohr, con cuya revolucionaria visión del mundo cuántico no estaba de acuerdo. Eventualmente, fueron las ideas de Bohr las que prevalecieron. No es fácil determinar la razón y probablemente no haya una sino varias. Para empezar, los planteamientos de Bohr eran más sencillos. Si bien requerían dar un salto conceptual tremendo, una vez aceptados permitían interpretar las ecuaciones de la mecánica cuántica de una forma mucho más simple y directa. Esta cualidad, la sencillez, es muy apreciada en la física teórica. Por otro lado, Bohr había convertido Copenhague en la capital mundial de la mecánica cuántica, rodeándose de un buen número de investigadores sobre los que ejerció una gran influencia intelectual. Entre ellos destacaba su discípulo Werner Heisenberg, otra figura central en la creación de la mecánica cuántica. Finalmente, el magnetismo personal del propio Bohr posiblemente también tuvo algo que ver.

Sea por una razón u otra, la interpretación de la escuela de Bohr, conocida como la interpretación de Copenhague, se convirtió en la más popular dentro de la comunidad científica. Impregnó numerosos tratados escritos en las décadas decisivas que siguieron a la creación de la teoría e influyó en generaciones de nuevos físicos, que se formaron en ella. Hoy en día se suele hablar de la mecánica cuántica y la interpretación de Copenhague como dos conceptos indistinguibles. 

La superposición cuántica

Centrémonos ahora en una de los conceptos más importantes de la interpretación de Copenhague: la superposición cuántica. Nos conducirá, como si de un maullido se tratara, al famoso gato de Schrödinger.

Consideremos un sistema cuántico, como un electrón u otro sistema que obedezca las leyes de la física cuántica. Supongamos que dicho sistema tiene cierta magnitud que podemos medir experimentalmente. Según la interpretación de Copenhague, hasta que no midamos dicha magnitud, su valor no estará determinado. Es más, el sistema se encontrará en todos sus posibles estados de forma simultánea hasta que lo observemos y midamos esa propiedad. A esa situación previa a la medida, en la que el sistema existe simultáneamente en estados en principio excluyentes entre sí, se le conoce como superposición.

Un ejemplo que ilustra perfectamente lo que acabamos de describir es un electrón en un átomo. En su movimiento alrededor del núcleo no describe trayectorias bien definidas. De hecho, su posición no está determinada, sino que el electrón está difuminado en una región que conocemos como orbital. Podríamos decir que se encuentra simultáneamente en todos los puntos de dicha región. Lo mismo puede sucederle a un fotón, el cuanto de la luz. Su polarización puede tomar dos valores distintos y excluyentes entre sí. Sin embargo, en ausencia de medida experimental, el fotón se encuentra en una superposición de ambos estados a la vez.

¿Y qué sucede cuando medimos? Al medir, se obtiene un resultado que se corresponde con uno de los posibles estados en los que se puede encontrar el sistema. Medir rompe la superposición, o como suele decirse, la hace “colapsar” a uno de los estados que había en la superposición. Además, entra en juego una segunda característica central en la interpretación de Copenhague: la aleatoriedad. No es posible predecir el resultado que obtendremos al realizar nuestra medida experimental, solamente la probabilidad de obtener u otro. De nuevo, otro principio que puede resultar difícil de aceptar. Se trata de una estocada mortal para el determinismo. Lo siento, amigo Laplace, pero la naturaleza es intrínsecamente probabilística.

La superposición cuántica supone una ruptura absoluta con la física clásica. Una revolución. En la física clásica, las magnitudes tienen valores bien definidos en todo momento. Por ejemplo, la velocidad de un proyectil puede variar con el tiempo, aumentar o disminuir, pero en todo instante tiene un valor concreto. Lo mismo sucede con la posición de un planeta en su órbita alrededor del Sol o la energía cinética de un objeto en caída libre. Son propiedades que existen de forma objetiva e independientemente de que las midamos o no. En cambio, si un sistema se encuentra en una superposición cuántica, sus magnitudes asociadas no tienen un valor definido. No hay un valor concreto para su posición o para su velocidad. En otras palabras, las propiedades de un sistema no están determinadas hasta que las medimos. Esto choca completamente con la visión realista del mundo, que defiende que la naturaleza tiene unas propiedades bien definidas independientemente de que la observemos. Por eso la mecánica cuántica es tan difícil de aceptar. Por eso Feynman afirmaba que nadie la entiende.

Ya hemos adelantado que los detractores de la interpretación de Copenhague perdieron el debate, aunque tal vez sea más justo afirmar que sus ideas tuvieron una menor aceptación. Entre los que más se resistieron a aceptar la superposición cuántica estaba Albert Einstein. En 1935, un año después de llegar a los Estados Unidos tras huir de la Alemania nazi, Einstein publicó un influyente artículo junto a Boris Podolsky y Nathan Rosen en el que se oponía frontalmente a la interpretación de Copenhague. Y no era el único. A Einstein y sus colegas se unió nada ni más y nada menos que el mismísimo Erwin Schrödinger.

El gato de Schrödinger

El físico austriaco Erwin Schrödinger, que tan importante había sido para el desarrollo de la mecánica cuántica, no estaba satisfecho con la idea de la superposición que defendían Bohr y sus colaboradores. En su artículo “Die gegenwärtige Situation in der Quantenmechanik” (“La situación actual de la mecánica cuántica”), publicado en Die Naturwissenschaften en 1935, Schrödinger proponía un experimento mental con el que pretendía demostrar que la interpretación de Copenhague conducía a situaciones absurdas. Curiosamente, su experimento mental, lejos de acabar con las ideas de Bohr, terminó convirtiéndose en una conocida referencia de la cultura popular.

En su artículo, Schrödinger describía el escenario siguiente. Se introduce un gato en una caja cerrada en la que previamente se han colocado dos elementos: un matraz con un veneno y una cantidad pequeña de una sustancia radiactiva. La sustancia radiactiva puede emitir radiación en cualquier momento, de forma completamente aleatoria. Si esto sucede, un detector Geiger registra dicha radiación y activa un mecanismo que rompe el matraz y libera el veneno, matando de ese modo al pobre gato. Puesto que la caja está completamente cerrada, no sabemos si el infeliz evento ha tenido lugar, por lo que no podemos saber si el gato está vivo o muerto. No lo hemos medido. Si abrimos la caja y observamos el estado del gato, su estado colapsará a una de las dos posibilidades. Pero hasta que lo hagamos, según la interpretación de Copenhague el gato estará en una superposición cuántica… vivo y muerto a la vez.

El físico austriaco Erwin Schrödinger. Foto: Wikimedia Commons

Más allá del gato

El gato de Schrödinger nos advierte que no es posible aplicar las leyes de la mecánica cuántica al mundo macroscópico de una forma tan inocente. Aunque se considera una teoría fundamental, en principio aplicable a todas las escalas, no es en absoluto evidente cómo debemos hacerlo cuando consideramos sistemas grandes. ¿Por qué los objetos macroscópicos no presentan propiedades cuánticas? ¿Dónde se encuentra la transición entre el mundo cuántico y el mundo clásico? Estas cuestiones llevan debatiéndose desde hace décadas y aún no se ha alcanzado un consenso al respecto. Para intentar darles respuesta, diversos autores introdujeron en los años 70 el concepto de decoherencia, un proceso por el cual un sistema perdería sus propiedades cuánticas por su interacción con los alrededores. La decoherencia actuaría de modo similar al proceso de medida, destruyendo la superposición cuántica a menos que seamos capaces de aislar el sistema perfectamente. En el caso del gato de Schrödinger, la interacción de las partículas del gato con las de su entorno darían lugar a una rápida decoherencia y harían que el gato estuviera vivo o muerto, pero no en una superposición de ambos estados. De ese modo se podría reconciliar la interpretación de Copenhague con nuestra intuición clásica.

El gato de Schrödinger nos advierte que no es posible aplicar las leyes de la mecánica cuántica al mundo macroscópico de una forma tan inocente

Otra posible solución a la situación tan extraña que nos plantea el gato de Schrödinger es abandonar la interpretación de Copenhague. El propio Einstein abogaba por la existencia de una capa de realidad más profunda que la descrita por las ecuaciones de la mecánica cuántica, en la que un conjunto de variables desconocidas explicaría las propiedades tan extrañas de esta teoría. Particularmente influyente fue el trabajo del estadounidense David Bohm, quien en los años 50 creó una versión de la mecánica cuántica en la que se restaura el determinismo y el realismo. En la mecánica bohmiana, el estado del sistema estaría bien definido incluso cuando no es observado. Por lo tanto, para Bohm y sus seguidores, el gato de Schrödinger estaría vivo o muerto, pero no ambos a la vez. Este tipo de teorías se conocen como teorías de variables ocultas y, si bien tienen sus adeptos, son una minoría. La razón es el precio a pagar, consistente en la introducción en la teoría de una serie de elementos adicionales, considerados por muchos como superfluos. Además, los trabajos experimentales que desde los años 70 han realizado Alain Aspect, John Clauser y Anton Zeilinger, los ganadores del Nobel en física de 2022, han servido para descartar numerosas teorías de variables ocultas, lo que ha convertido este camino en aún menos atractivo y ha reforzado la interpretación de Copenhague.

Desde su nacimiento en 1935, la popularidad del gato de Schrödinger no ha hecho más que crecer. En la actualidad, es más famoso que su propio creador. Es utilizado para ilustrar camisetas, genera numerosos memes en redes sociales e incluso aparece en conocidas series de televisión. Es sin duda uno de los conceptos de la física más extendidos, aunque para muchas personas sea una mera curiosidad. Sin embargo, en cuanto se va más allá de la anécdota, uno no puede evitar asombrarse por la física tan fascinante que se esconde tras nuestro querido felino.

Deja un comentario

You May Also Like