Pero no nos dejemos llevar por el entusiasmo pues esta creencia está basada en un apriorismo: como los científicos de todas las naciones de la Tierra aceptan la validez del mismo conjunto de leyes, extrapolan -sin demostrar- ese comportamiento al resto de los planetas habitados del universo. El problema de fondo de quienes están convencidos de que podremos relacionarnos con extraterrestres es mucho más profundo que la forma en que los extraterrestres escriben E = mc². ¿Cómo determinaremos si tienen un lenguaje y una práctica científicas? Si ya es complicado distinguir lo que es ciencia y de lo que no lo es en la práctica diaria aquí, en la Tierra -un problema que en filosofía se conoce como el criterio de demarcación-, ¿cómo hacerlo con una cultura con la que no tenemos nada que ver? Pero seamos optimistas e imaginemos que podemos transformar la ciencia extraterrestre en algo que podemos reconocer como nuestra ciencia. ¿Qué es lo que nos queda? Por supuesto no una ciencia universal sino una forma de conocimiento hecha a imagen de la ciencia terrestre. El psicólogo Douglas Vakoch, presidente de la organización Messaging Extraterrestrial Intelligence, advierte que cuando dos científicos difieren en su biología, cultura e historia, sus modelos de realidad pueden ser considerablemente distintos: “el meollo del asunto es que ninguna especie inteligente puede entender la realidad sin hacer ciertas elecciones metodológicas”.

La ciencia no constituye ese lenguaje universal, ese punto de unión entre civilizaciones que muchos científicos creen que es. El camino de la ciencia no es único; nosotros hemos recorrido uno desarrollado dentro de la cultura judeocristiana, pero no tiene por qué coincidir con el de otras civilizaciones. Nuestra revolución científica, comenta el David N. Linvingstone, profesor de geografía e historia intelectual de la Universidad Queens de Belfast (Irlanda), no fue un fenómeno uniforme sino un proceso histórico muy complejo. Fue un conocimiento local que se hizo universal gracias a que se estandarizó, se protocolarizó, lo que impuso ciertas prácticas sobre otras. Por ejemplo, en Mozambique el pueblo Mbamba ha sido capaz de identificar entre los cientos de comportamientos del llamado pájaro-miel aquellos que el animalito usa para llevarles a donde están los panales de abejas. Pero para ello no han realizado ningún tipo de estudio científico, ni se han basado en el modelo hipotético-deductivo que usa la ciencia occidental. Ellos han llegado a ese resultado etológico por otro camino. Si esto ocurre en nuestro planeta, ¿cómo de extraño no será en otro?

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Esta devoción casi religiosa de físicos e ingenieros por una ciencia universal suele oler a cuerno quemado a filósofos de la ciencia como Nicholas Rescher. Cuando le preguntan sobre esto, lo desdeña añadiendo que es una forma de pensar provinciana creer que existe un único mundo natural y una única ciencia que lo explica. Rescher considera que el universo es singular pero sujeto a muchas y muy diversas interpretaciones, e identifica tres condiciones que deben cumplirse para poder afirmar que la ciencia alienígena es funcionalmente equivalente a la nuestra. Primera, que sus matemáticas sean como las nuestras; segunda, deben estar interesados en el mismo tipo de problemas que nosotros; y tercera, deben tener la misma perspectiva cognitiva de la naturaleza que nosotros. Lo que está diciendo Rescher es que la ciencia no es algo infuso, que viene como el maná, llovida del cielo y sin conexión con nuestra forma de ser, sino que está anclada en la forma en que percibimos el mundo, la herencia cultural -que es la que en último término determina lo que es interesante- y su nicho ecológico -que decide lo que es útil-.

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