Aquello que consideramos básico o evidente no siempre lo fue. Para que lo fuera tuvimos antes que aprenderlo. Ahora nos parece evidente que una pelota cae tras ser lanzada debido a la gravedad, que un imán se pega a la nevera por el electromagnetismo o que un trozo de corcho flota por el empuje del agua. Pero estos fenómenos tuvieron que ser algún día descubiertos y entendidos. De la misma forma nos parece evidente que la Tierra describe una órbita alrededor del Sol y no al revés, que nuestro planeta es, en esencia, igual al resto de planetas y que el universo es un lugar inconcebiblemente grande lleno de estrellas y galaxias separadas por distancias enormes. Pero aunque esto “siempre” ha sido así, no siempre nos ha parecido evidente, hemos tenido que aprenderlo.

Si echamos un vistazo a las mitologías de las culturas antiguas veremos cómo la imaginación humana trató de responder a las preguntas sobre el origen del mundo y del universo de tantas formas diferentes como culturas hubo. Algunas hacen referencia a seres divinos que a través de su palabra, sus sueños o incluso de sus vómitos, crearon todo lo que existe. En otras una criatura enviada por este ser divino hace surgir la tierra del océano infinito original. También las hay en la que la Tierra no es más que el cuerpo, o una parte del cuerpo, de dicho ser divino. Gracias a los descubrimientos acumulados durante los últimos milenios, estas historias han pasado a ser relatos mitológicos, que nos dicen más sobre el ser humano y sus miedos y preocupaciones que sobre el universo que habitamos.

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Por ejemplo, muchos de estos mitos consideran que vivimos sobre una Tierra plana, pero ya hace más de 2000 años que empezamos a desechar esa posibilidad. En la antigua Grecia, concretamente, y gracias en parte al filósofo Eratóstenes, que desde Alejandría trató de medir el radio de la Tierra. Eratóstenes sabía que al sur de Alejandría estaba Siena, una ciudad donde en el solsticio de verano, al mediodía, los objetos no proyectaban sombras. Esto solo ocurría en esa ciudad y ese día del año. Sabiendo la distancia entre ambas ciudades, y el ángulo que formaban las sombras de Alejandría aquel día concreto, pudo determinar el tamaño de la Tierra. Sin embargo esta Tierra seguía teniendo un lugar privilegiado como centro del universo.

También por esa época Anaxágoras propuso que el Sol debía ser una roca ardiente y brillante y que los miles de estrellas del cielo nocturno debían ser rocas parecidas pero tan distantes, que apenas resultaban visibles como puntos. Aristarco de Samos trató incluso de medir la distancia al Sol y el tamaño de la estrella. Se equivocó por un buen margen, pero lo importante es que dedujo que el Sol estaba muy lejos y que era mucho más grande que la Tierra.

Estas ideas no llegaron a calar y la posición central de la Tierra resistió unos 16 siglos más hasta el heliocentrismo de Copérnico, que sacaba al planeta de su posición central, las observaciones de las lunas de Júpiter y los detalles de la superficie lunar de Galileo, que indicaban que la Tierra no era el único objeto con detalle e interés, y la deducción de Kepler de que debía ser el Sol el causante del movimiento celestial de los planetas. Con esto nuestro universo creció, pasó de ser una Tierra esférica rodeada de esferas cristalinas que contenían los objetos del firmamento a ocupar el tamaño del sistema solar.

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Con el paso de la décadas, esos puntitos de luz llamados estrellas fueron despertando cada vez más interés e incluso se intentó medir nuestra distancia a ellos. En el siglo XIX, científicos como Bessel consiguieron precisamente esto. Usando el cambio de posición aparente de las estrellas más cercanas, causado por el movimiento de la Tierra alrededor del Sol (piensa en cómo cambia de posición tu dedo si cierras y abres tus ojos de manera alterna e imagina separar tus ojos hasta que estén en puntos opuestos de la órbita terrestre), descubrimos que alguna estrellas, las más cercanas, estaban millones de veces más lejos de la Tierra que el Sol, que ya estaba increíblemente lejos.

Con los avances técnicos y teóricos fuimos capaces de medir la distancia a estrella cada vez más distantes, hasta que empezamos a configurar un mapa de la galaxia, de miles de años luz de tamaño. Otra vez nuestro concepto del universo se había expandido miles de veces. Poco tiempo después, a principios del siglo XX, gracia al trabajo de Leavitt, Hubble y otros, empezamos a detectar astros que estaban a diez, cien y mil veces mil años luz. Fue así como nos dimos cuenta de que nuestra galaxia no era más que una entre decenas (que con el tiempo se convirtieron en miles de millones) de otras galaxias que poblaban el cosmos.

En apenas 3 siglos habíamos pasado de ocupar el centro de un universo diminuto, apenas más grande que el planeta Tierra, a ser una mota de polvo imperceptible de entre incontables motas de polvo que formaban una de entre incontables galaxias. Pasamos a habitar un universo en el que nuestra historia colectiva no era más que un fugaz instante de entre una eternidad. Y tal vez en el futuro nos bajemos al fin del podio natural e imaginario que creemos ocupar. Como muy tarde el día que descubramos vida extraterrestre (lo cual no está garantizado aunque sí parece factible) pero, con suerte, antes.

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