La autora cuenta una historia en un escenario de pandemia.

La autora cuenta una historia en un escenario de pandemia.

 

Con el trasfondo de una pandemia que resuena como la actual pero en realidad remite a la gripe A de 2009, la escritora y periodista Raquel Garzón narra en su novela «Fue la gripe, amor», la desintegración de un matrimonio a partir de una serie de duelos encadenados que son narrados por un hombre cuya deriva emocional se entrecruza con las tribulaciones de los personajes de «Moby Dick», la célebre novela de Herman Melville.

Las parejas son a veces como esos estantes que resisten inertes todos los objetos que se van amontonando con los años, hasta que un día basta apoyar un pequeño elemento -ni siquiera muy pesado- para que toda la estructura se desmorone. Algo así se desencadena en la vida de Germán y Beatriz, un matrimonio sin hijos que lleva diez años juntos, los últimos bajo una rutina narcótica que fue carcomiendo silenciosamente los cimientos del deseo: no hay grandes conflictos entre ellos, simplemente una apatía que ninguno se anima a desandar.

Pero lo inesperado empuja con fuerza nueva aquello que se naturaliza por el peso de la costumbre y entonces un virus -parecido al actual pero con menor radio de contagio- desacomoda la armonía conyugal y dispara en la mujer la decisión de terminar con esa relación casi en simultáneo con el inicio de otra, mientras el hombre -protagonista y narrador de «Fue la gripe, amor»-  comienza, con una mezcla de enojo y desgano, un raid de pérdidas que al mismo tiempo le significará recuperar otros vínculos.
Con formato de novela breve, el texto recién publicado por Indie Libros bucea en el mapa desconcertante del amor, donde una pareja que se disuelve es muchas veces leída en términos de fracaso, pero donde al mismo tiempo nada es concluyente y lo que a veces se instala como un rotundo final es apenas un desvío en la trayectoria del deseo, inasible por naturaleza..
En «Fue la gripe, amor», Garzón escribe con una sutileza que delata su oficio poético -es autora de cinco libros de poemas entre los que se destacan  «Riesgos de la noche» y «Monstruos privados»-, y se sitúa en la anécdota inicial del matrimonio que se derrumba para montar otras indagaciones que van desde los caminos insondables del duelo -la pérdida del amor pero también la de los padres- hasta el desacople que provoca el fin de la juventud.

– Télam: ¿Por qué elegiste situar la historia en otro contexto ligado a la amenaza por el avance de un virus que no es el actual?
– Raquel Garzón: No fue premeditado. Aunque se publica ahora, la historia de Beatriz y Germán nació como un cuento en 2009, cuando aquella gripe llegó como algo amenazante e inentendible a la Argentina. Empecé a escribir siguiendo mi propia sorpresa frente a imágenes que comenzaban a verse en Buenos Aires y que hasta entonces sólo asociaba con lugares remotos y fotos asiáticas: gente que usaba barbijos en la calle, cierta obsesión por llevar encima una botellita en alcohol en gel… Por supuesto, el coronavirus hace que hoy sintamos tibia o desleída esa epidemia de gripe que dejó más de 600 víctimas fatales en la Argentina, pero entonces ese contexto enrarecido, contemporáneo al momento de la escritura, me disparó la idea de imaginar una crisis matrimonial como otra forma del extrañamiento: a pesar de haber vivido diez años juntos, Germán siente que esa mujer que le confiesa que se enamoró de otro hombre sin que él percibiera cuándo ni cómo sucedió, no puede ser la misma que dormía junto a él.
Por supuesto, la distancia -ese tercero erosivo que se ha metido en medio- forma parte de lo que él no quiere ver. Creo que el título funciona también en esa clave, a medias irónica: la enfermedad se sindica como responsable del desencuentro entre ellos.  La enfermedad como marco es un plus dramático que subraya el tembladeral.

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-T: Una de las preguntas que instala el texto es si un matrimonio que termina es un matrimonio que fracasa. ¿Por qué muchas veces se lee el fin de una pareja como un proyecto trunco?
-RG: Nos gustan los comienzos y aborrecemos los finales, ¿no? Del amor a las vacaciones, asociamos lo que se termina con un decaimiento, una derrota interior o un traspié. No conozco a nadie que cuando se embarca en una relación importante la piense como algo transitorio. Si se termina, asumimos que algo falló. O que no salió como estaba planeado. Es muy difícil reconocer que lo que te unía a alguien ya no está allí.
Tanto Beatriz como Germán saben que  algo ya no fluye entre ellos y lo viven -al menos al principio- como el fin de una ilusión. Creo que el recorrido de la novela consiste también en registrar su cambio de mirada, el proceso por el cual descubren y aprenden de la experiencia de no estar juntos, algunas cosas importantes que no sabían de ellos mismos. El deseo de ser padre en el caso de él, por ejemplo.

T: «El aburrimiento es el germen de muchas revoluciones», dice el narrador del libro ¿Quien se aburre está generando silenciosamente las condiciones para un movimiento que lo pondrá frente a la trabajosa de tarea de reinventarse?
– RG: Es un síntoma que no conviene desoír. No lo propongo como una estación permanente (instalarse en el aburrimiento te oxida) ni como una terapia («vamos a aburrirnos que seguro se nos ocurre algo»), pero creo que admitirlo puede ser liberador y el comienzo de algo quizá mejor. Cuando uno reconoce que lo que vive lo hastía (se trate de una relación, de un trabajo o de un estado mental) está más cerca de modificarlo en favor de la buena adrenalina.

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– T: El libro narra el ritual que experimenta un hombre frente a su separación: primero la resistencia y el enojo, luego la aceptación ¿Por qué te interesó particularmente situarte en el punto de vista masculino?
– RG: Me interesaba escuchar su versión acerca de cómo se reconstruye un varón que de un plumazo pierde mucho de lo que lo alimenta y lo sostiene (madre, mujer, trabajo, certezas). ¿Cómo vuelve a hacer pie? ¿Qué elementos le permiten recrearse, reinventarse, explorar otros estados? Fue un desafío construir una voz narrativa masculina y creíble y las ganas de seguir escuchando esa voz me llevaron a desarrollar la historia y a convertir el cuento inicial en una novela. Las etapas por las que pasa Germán son las de un duelo y creo que las vivimos mujeres y varones sin distinción. Pero sí siento que nosotras, más allá de nuestra edad, nos permitimos ser más vulnerables y más francas en la expresión de las emociones que nos perturban. La generación de Germán (un contador que ya pasó los 50 y que lleva 23 años en la misma oficina) tiene más dificultades, me parece, para franquear ante otros su fragilidad.

– T: Las alusiones a «Moby Dick» funcionan como una analogía que hace dialogar la historia del Pequoud y sus tripulantes en la obsesión por conquistar a la esquiva ballena blanca con la insatisfacción de Germán que no logra conectarse con su inalcanzable deseo?
– RG: Moby Dick no es sólo un libro es todo un cosmos y durante mucho tiempo representó para mí (que soy más afín a Bartleby, el escribiente de Melville, que a la indómita persecución oceánica de Ahab y su tripulación), la imagen de la vida como aventura febril. La obsesión juega un papel, claro, y creo que todos tenemos nuestra ballena blanca, algo que perseguimos más allá de lo razonable. En la deriva que Germán elige para sanar, su obsesión es lograr entender qué acciones u omisiones lo llevaron a perder a Be y poder recrear un proyecto vital que lo entusiasme más allá de ella. Pero también, recomponer su vínculo con su hermano, disfrutar de su amistad con Joaco, salir del desconcierto que le plantea el final de la juventud.
Mientras surca su propio mar de dudas, lee las 700 y pico de páginas de Moby Dick y terminarlo, en un tiempo en el cual abandona casi todo, tiene para él un valor en sí mismo, es un buen augurio. La señal de un nuevo comienzo. Confieso que esta historia tuvo siempre para mí su propia banda sonora: Here Comes the Sun, de los Beatles, que es una de las canciones de mi vida. Nunca dejé de desearles a los personajes algo que en este tiempo de cuarentena nos deseo a todos: la llegada del sol y el final de este «largo, frío y solitario invierno», que a veces sentimos que lo tapa todo.

-T: En un diálogo entre hermanos, uno le dice de ellos le dice al otro: «No tuvimos hijos porque no tuvimos padres». ¿La decisión de no tener hijos está movida por el miedo de repetir el modelo paterno o acaso por esa ausencia de referentes en los que todo adulto se recuesta -desde lo positivo pero también desde lo negativo- para encarar la crianza de sus hijos?
-RG: A Marcos y a Germán, los hermanos de esta novela, sus padres les duelen y les siguen haciendo falta. Cuando la acción comienza, su mamá acaba de morir y sabemos que su papá murió cuando eran muy chicos. «Nosotros somos como los dedos de una mano», solían decir mis padres al aludir a mi familia, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños. A mí me quedó muy grabada esa imagen que prometía, ante la despedida natural de los miembros del clan, algo así como una amputación emocional.
Puede que estos personajes carguen algo de ese desgarro y que haya miedo en ellos de repetir como padres alguna experiencia vivida como hijos. Pero no me atrevo a decir que el temor sea a cometer errores -nadie es infalible y los que tenemos hijos sabemos cuántas veces nos encontramos repitiendo eso que nos prometimos no replicar. Cuando Germán le pregunta a su hermano, ¿por qué no tuvimos hijos vos y yo? Marcos no cierra esa puerta. Esboza una hipótesis porque Germán necesita una respuesta, pero subraya, «no tuvimos hijos, por ahora».

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-T: El libro tiene algunos puntos de contacto con el film «El amor menos pensado», sobre todo en el recorrido de un matrimonio que se separa -no por una convivencia irrespirable sino porque solo la inercia parece mantenerlo vigente- y que al cabo de un tiempo vuelven a conectarse ¿Estamos frente a la posibilidad de que el deseo tal vez no se extinga y que pueda retornar aún cuando parecía que estaba clausurado para siempre?
-RG: Me gustó esa película. Y creo que tanto en esa historia como en la de Germán y Be los personajes sufren por cierta desconexión con el propio deseo. Olvidaron qué los sedujo y por qué siguen allí. La pareja y la intimidad son cuestiones inagotables y universales que la literatura, el teatro, el cine y las series exploran sin desmayo porque como temas lo tienen todo: conflictos, pasión, tensión e intención, expresados de la tragedia a la comedia. Cuando las ganas de seguir juntos se diluyen, no hay mucho más que hablar, ¿no? La buena noticia es que, como el deseo es muy misterioso, puede que lo que leemos como un desfallecimiento sea solo una fase más, una de las mutaciones posibles. En el amor también se puede dar de nuevo. Recuerdo siempre el brindis final de aquel grupo de amigos en «Maridos y esposas», la película de Woody Allen, algo así como «Por un buen matrimonio, lo mejor que alguien puede desear».

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