En el mapa que componen los 41 textos de su libro «¿Hay alguien ahí?», el escritor estadounidense Peter Orner franquea las distintas maneras en que la literatura intercepta su vida a través de una selección de lecturas -J.D. Salinger, Virginia Woolf, John Cheever, Juan Rulfo- que expanden sus sensaciones frente a la pérdida, la soledad y los arrebatos culposos.

Orner es un lector copioso que se descorre todo lo que puede de los ranking, las teorías literarias y los lugares comunes sobre el oficio del escritor, empezando por su biblioteca, que no se compone de libros geométricamente alineados sobre una sucesión de pulcros estantes sino de volúmenes apilados en forma caótica, sobre el piso del viejo garaje donde funciona lo que denomina su «oficina».

Autor de tres volúmenes de relatos y dos novelas, el escritor montó su biblioteca en el mismo espacio donde sus ex vecinos solían filmar pornografía amateur, una afición de la que heredó los enormes reflectores que ahora iluminan sus lecturas, tan poderosos que, advierte en el comienzo de su nuevo libro, «si llegara a olvidarlos encendidos de noche la casa se prendería fuego».

«¿Hay alguien ahí?» (Chai Editora) plantea una recorrido tan fragmentario como íntimo por esa zona de intersección entre vida y literatura que le permite a Orner canalizar la incómoda relación con su padre ya muerto, recordar la antesala del divorcio de su primera mujer y hasta llorar -una acción que su familia le desconoce- protegido en la soledad de su garaje. Y para esa operación, nada mejor que un relato que empuje la angustia de la ficción y la encime con las de sus propias experiencias.

El escritor tiene sus refugios literarios bien identificados, historias a las que vuelve una y otra vez, porque es de los que creen que «los cuentos naufragan cuando se los lee por única vez». Y entonces, uno debe entablar con ellos una persistente conversación a través del tiempo, ponerlos en diálogo con distintos estados de ánimos, como «El primer día del invierno», un relato de Breece DJ Pancake, uno de esos cuentos que tiene «el poder de salvar a alguien aunque no a su autor», que se suicidó antes de cumplir los 27 años.

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En su recorrido por los autores que le interesan, Orner hace una escala por «La vida solitaria», de Frank O’Connor, uno de los pocos textos sobre teoría del cuento que merecen su atención, todo un logro para quien supone que encerrar un relato en un protocolo metodológico implica obturar «la fuerza expresiva de la experiencia humana».

El narrador se muestra contrariado por la preferencia masiva de la novela sobre el cuento y en su defensa del género celebra una cita de Jorge Luis Borges que lo impactó: «Me gustan los principios, me gustan los finales y los largos desarrollos mejor dejárselos a Henry James». Y dice también que si la novela es un formato colectivo, el cuento es «para los solitarios, los excluidos, los perdidos».

La cartografía que Orner despliega en «¿Hay alguien ahí?» abarca recuerdos de su ciudad natal de Chicago y apuntes de su ciudad adoptiva de San Francisco, así como su divorcio y su paternidad, aunque la pieza recurrente es la difícil relación con su padre, a quien recuerda haber llamado el día del padre (y «nunca haber contestado el teléfono cuando llamó»), visitarlo en un centro de rehabilitación y asistir a su funeral.

«Nunca nos conocimos bien, mi padre y yo», dice. El vínculo está atravesado por esa superposición entre el amor y el terror que le despierta la figura paterna, un hombre a quien evoca cargado de un enojo -«a menudo furia, lisa y llana»- que arranca en la infelicidad conyugal y se prolonga en una insatisfacción crónica que tiene su punto culminante en el momento de regreso al hogar luego de la jornada laboral, donde una alfombra torcida o un abrigo desordenado se transforma en el atizador de la rabia.

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La vida y los libros

Sin caer en esos extremos mesiánicos, el propio escritor tiene también sus raptos, como cuando decide tirar por la ventanilla del auto la novela «El sentido del final», del inglés Julian Barnes ¿El motivo? Mientras lee en un semáforo, descubre que uno de los personajes se suicida para librarse del narrador de la historia.

Así, el acumulador compulsivo de libros y de objetos inclasificables, de repente es capaz de deshacerse de un texto porque se le impone «deshonesto» el planteo del autor con uno de sus personajes.

Orner mide su vida en función de los libros: anticipa que estará muerto antes de que pueda leer un cuarto de los volúmenes amontonados en su garaje y confiesa que, alguna vez, debió abandonar la relectura de «Bienvenida» -un texto de John Wideman al que define como el cuento más triste que haya leído alguna vez- porque no podía tolerar que el dolor de esa ficción se superpusiera al que sentía por extrañar a su pequeña hija de dos años y medio, a quien en una ocasión estuvo cinco semanas sin ver.

«Me impacta que un cuento sobre la vida de unos personajes, gente inexistente, nos lleve de las narices hacia nuestros propios seres queridos, personas que sí existen, que están ahí afuera ahora mismo», reflexiona más adelante.

En su desdén por encajar en la mitología de autor, el escritor narra la experiencia de vivir junto a su primera esposa un año en Praga, él como profesor de Derecho Angloamericano de una universidad y ella como actriz. Ocurrió en 1999, cuando según sus palabras el comunismo sonaba divertido narrado por Milan Kundera, «al menos la parte sexual del asunto», según apunta.

La experiencia dispara una analogía con Kafka: «Su vida social era intensa y demandante. A mí con suerte me invitaban a tres fiestas al año», compara, para luego concluir que tarde o temprano, por más que insistamos en lo cómodo que estamos en soledad, «no podemos evitar la tentación de ir hacia el ruido y escuchar las voces».

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Praga tiene una segunda escala, esta vez en 2006, y se convierte en el escenario final de un matrimonio sumergido desde hace tiempo en las ruinas de lo que alguna vez fue amor. Ahí, entre escenas de arrebatos iracundos o paranoicos por parte de M., su entonces esposa, tiene lugar una de las anécdotas más desopilantes del libro, cuando la bañera del piso que compartían atravesó el piso y cayó sobre el living del departamento del vecino de abajo: «Por semanas, tuvimos un agujero enorme en el baño. Mientras nos lavábamos los dietes podíamos mirar hacia abajo y saludar al doctor Chroma», rememora el narrador.

Fuera de esas digresiones, Orner es un narrador visiblemente atormentado que busca en la lectura y la escritura una forma de dosificar su oscuridad, como cuando escoge cuentos con personajes más depresivos que él («no hay momentos en que la desgracia de los otros tiene la capacidad de darnos una leve caricia al alma?», se pregunta) o cuando relata que vuelve a Juan Rulfo porque el mexicano «se ocupa de estudiar las formas en que la gente se deshace del dolor que les producen las historias que no pueden dejar de contar».

«Destruir el vacío con palabras». Así define Orner el oficio escritor. En su caso, tal vez sea una manera de llenar los enigmas que dejan los vínculos o las personas, aún las más cercanas, aunque ese desconocimiento no es un impedimiento para el amor, porque acaso como afirma el narrador, «quizá sea ese misterio lo que sostiene el amor».

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