Como saben los locales, ese Ingenio productor de azúcar embolsada y hojas de papel es una fuente de males e irregularidades.

En el funeral de Juan Pablo había unas cincuenta personas, lo cual equivalía a una multitud para la modesta sala de sepelios. Por eso muchos no tenían otra opción que quedarse en la vereda, ya sea amontonados debajo de un toldo, acurrucados contra una pared o en cualquier resquicio a la sombra. La humedad convertía todo en insoportable: entre el sopor y el dolor circulaban cabezas gachas, murmullos tímidos y bebidas con hielo. El silencio se imponía en toda su tristeza y espesura como un código compartido por quienes se resignan a algo que en ese lugar parece inevitable.

Ledesma es el tercer distrito más populoso detrás del que contiene a San Salvador y el de El Carmen, donde está el aeropuerto. Pero aunque se encuentre cerca de ambos, Ledesma poco y nada tiene que ver con la Jujuy que muestran las postales de quebradas y carnavales. Hacia el oeste de la provincia, alejándose de los Andes, el clima seco de altura deviene bruscamente en una selva subtropical húmeda y pringosa. En el corazón de la yunga jujeña mandan el calor, los mosquitos y el ingenio Ledesma.

Juan Pablo Cari tenía 29 años cuando murió electrocutado el 26 de noviembre pasado mientras maniobraba un puente grúa en el ingenio. No fue que metió los dedos en un enchufe: recibió una descarga haciendo el trabajo para el cuál lo habían contratado a través de una empresa tercerizadora. Los medios locales se interesaron por el caso sólo en lo inmediato y luego lo olvidaron. Sin embargo, varios detallaron que a la familia no le dejaron ver el cuerpo durante un buen rato. En Ledesma todo pareciera ser del mismo dueño, incluso la muerte ajena y el derecho al duelo.

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El ingenio Ledesma, con su centenaria y pesada historia a cuestas, amarra a toda la ciudad de distintas formas. Una es la económica, empleando a una gran porción de sus habitantes bajo condiciones que, a la vista de lo sucedido con Juan Pablo, no suelen ser las ideales. Otra es la política, imponiéndose como un factor de poder por encima de “las autoridades de la Democracia”. Hasta hay una turística: el visitado Parque Calilegüa (parte del departamento de Ledesma) está desplegado sobre tierras que el ingenio le cedió al Estado por un tiempo. Y, por si todo aquello fallara, está la represiva, con el recuerdo de la Noche del Apagón de 1976 y los 400 ledesmenses secuestrados a oscuras (55 de ellos aún desaparecidos), un hecho que 42 años después permanece impune.

Pero, además de aquellas, hay una que sólo es posible advertir en el territorio. Se huele, en verdad. El lugareño está acostumbrado, aunque el visitante invariablemente se descompone al sentir el olor que largan las toneladas de bagazo, el desecho que queda de las cañas una vez que les extraen el jugo, insumo para uno de los productos emblema de la empresa: azúcar en bolsa. Y el residuo, en vez de tirarse, se conserva pues sirve para el otro artículo insigne: el papel que se comercializa en resmas y cuadernos. Todos llevan el inconfundible logo de Ledesma, un poliedro que simula el dibujo de la fórmula química del azúcar entreverado en los colores de la bandera nacional, enfatizados con el slogan “Excelencia argentina”. Es el mismo logo que se repite en numerosos carteles del aeropuerto con la leyenda “Creemos en Jujuy y estamos comprometidos con su desarrollo”. Como si fuera el ingenio y no otro quien te da la bienvenida a sus dominios.

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El asunto es que entre el descarte y su reutilización pasa un tiempo donde el bagazo queda amontonado en colinas de olor a vómito (esos “sahumerios de basura” que cantaba La Renga), y encima al aire libre. Es el escenario ideal para la bagazosis, enfermedad respiratoria por la que el ingenio recibió varias denuncias. Entre ellas la de Olga Márquez, viuda del intendente ledesmense desaparecido durante la dictadura Luis Arédez y víctima fatal de una afección que le atribuyen a la exposición del bagazo a la intemperie.

Delimitadas apenas por unos alambrados, las montañas de bagazo están a la vista de quien decida circular entre las calles del ingenio Ledesma. Porque el ingenio es tan grande que hacen falta calles para recortar sus distancias. Entre ellas conviven varios edificios de la empresa con casas de distinto piné, escuelas, un hospital, plazas y la canchita donde cuentan que jugó sus primeros fulbos el Burrito Ortega. También están las residencias señoriales de los patrones (entre ellas la famosa “Casa rosada”), proclamadas oficialmente “lugares históricos” por el gobierno jujeño. En tanto, cámaras, torres panópticas y uniformados privados aseguran el orden del progreso. Hasta Gendarmería Nacional, fuerza pública creada para controlar fronteras, tiene su propio destacamento dentro de la empresa privada. Algo normal en la provincia: otro puesto sobre la Ruta 9, a la altura de la localidad puneña de Tres Cruces, custodia el acceso a la Mina El Aguilar.

El recorrido por las calles internas pero públicas de esa especie de comarca erigida alrededor del ingenio es un viaje a la sordidez del interior profundo. Y no sólo del argentino, sino también del humano: murallas recortando el verde selvático, chimeneas fumándole en la cara al cielo, veredas semivacías entre el olor nauseabundo del bagazo, casas sin alma y algún tipo caminando por ese universo cyberpunk se entreveran en un telar que parece surrealista pero es real.

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Parece mucho pero es en verdad muy poco: apenas lo que podrá llegar a ver cualquier visitante o curioso. Para conocer lo demás habrá que atravesar los muros del ingenio, algo que solo podrían lograr los directivos de la empresa, sus empleados y aquellos tercerizados que no murieron cumpliendo órdenes como le pasó a Juan Pablo, el último de una larga lista.

Tomado de Pag12 Por Juan Ignacio Provéndola

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