El temible grisú y los aires inflamables de minas y pantanos empezaron a llamar la atención de los científicos del siglo XVIII, que los almacenaban en vejigas para luego quemarlos. William Brownrigg, un médico inglés preocupado por la salud de los mineros que los respiraban, era uno de ellos. Para estudiarlos in situ hizo construir un laboratorio que alimentó con los gases de una mina de carbón de Whitehaven a través de tuberías de plomo. Para recogerlos del agua utilizaba un método inventado en 1727 por Stephen Hales, que había demostrado que los gases podían ser fijados a líquidos o sólidos. Por entonces se pensaba que lo que hoy llamamos dióxido de carbono no era más que el aire vulgar infectado por humos y vapores extraños. Al fijar estos aires mineros,

Brownrigg, un médico inglés preocupado por la Brownrigg hizo agua carbonatada hacia 1740. El problema es que nadie sabía lo que era.

El primer paso para identificar estos vapores como sustancias diferentes al aire lo dio el médico escocés Joseph Black en 1756. Su trabajo Experimentos con magnesia alba, cal viva y otras sustancias alcalinas es uno de los pocos ensayos de la historia de la química que introduce numerosos conceptos y resultados novedosos.

Agua carbonatada.Andreas Rentz

Lo curioso es que su investigación partió con un objetivo bien diferente: buscar una explicación a un conocido remedio para eliminar los cálculos renales, enfermedad habitual entre los grandes bebedores del siglo XVIII. La Cámara de los Comunes había dado 5000 libras a una mujer llamada Joanna Stephens por haber encontrado un tratamiento válido que consistía en ingerir conchas de caracol calcinadas y mezcladas con miel. Black estudió y pesó el gas liberado por las conchas, la caliza y la magnesia al ser calentadas, y lo llamó aire fijo, porque era absorbido por agua con cal. Había descubierto el dióxido de carbono. Aunque no llegó a aislarlo ni pudo describir todas sus características, demostró que se podía encontrar libre en la naturaleza y ser transferido de un cuerpo a otro.

También descubrió dos cosas que cambiaron todo lo que se creía hasta entonces: que era diferente al aire producido al disolver un metal con ácidos; y que se parecía al aire que había sido ensuciado por la combustión. Lo que Black había probado es que podía existir un aire distinto al vulgar y que este tomaba parte activa en ciertos procesos químicos.

Sus investigaciones fueron continuadas por Henry Cavendish, un científico excéntrico y despistado pero meticuloso en su trabajo. Cavendish vivió siempre como un recluso, detestaba la compañía de otros hombres y le aterrorizaba la de las mujeres hasta el punto de que tenía prohibido a sus sirvientas cruzarse con él por los pasillos de casa. En 1766, a los 35 años, envió el primero de una serie de artículos a la Royal Society con el título de Sobre el aire facticio.

Entre otras coas, Cavendish descubrió que si disolvía mármol en ácido clorhídrico obtenía el aire fijo de Black y si disolvía cinc, hierro y estaño en ese mismo ácido y aceite de vitriolo se producía un gas concreto, peculiar y altamente combustible que llamó aire inflamable; un gas que se obtenía siempre al hacer reaccionar un metal con cualquier ácido. Había descubierto el hidrógeno. Cavendish acabó con esa vaga sensación de que los gases no eran más que aire más o menos enrarecido. Si podía obtener el mismo tipo de gas por procedimientos diferentes y siempre con las mismas características es que no era producto de mezclas arbitrarias de aire con distintos tipos de impurezas.

Aquí entró en juego el clérigo disidente (se llamaban así a los que se oponían al anglicanismo) Joseph Priestley, ejemplo del tipo de científico radical y liberal que floreció en Francia e Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII. En 1771 el famoso capitán Cook le ofreció el puesto de astrónomo en su segunda expedición, pues le habían impresionado los primeros trabajos de Priestley en óptica y astronomía. Por desgracia, sus ideas religiosas y políticas le costaron el empleo. Pero Priestley no se desanimó y decidió contribuir al éxito de la expedición. Su interés por investigar las características de todos los gases que caían en sus manos le había llevado a una fábrica de cerveza cerca de su casa en Leeds. Allí descubrió una interesante propiedad del aire fijo de Black, que era libera- do durante la fermentación de la rubia bebida. Si dejaba un plato con agua encima de la tinaja, esta adquiría un sabor agradable y acídulo que recordaba al agua de seltz. Después descubrió que podía obtener el mismo resultado pasando el agua de un vaso a otro encima de la tinaja durante tres minutos. Los experimentos le convencieron de que sus cualidades medicinales se debían al gas disuelto en ella y en 1772 patentó un mecanismo que impregnaba el agua con aire fijo. El capitán Cook lo instaló en el Resolution y en el Adventure a tiempo para el viaje. El aparato triunfó y Priestley obtuvo la medalla Copley, el mayor honor de la Royal Society. El agua de soda se convirtió en el primer éxito comercial de la nueva química.

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