Newton entra en escena

Newton no encajaba en la muy antigua y muy ilustre comunidad universitaria de Cambridge. La población de profesores se repartía entre los que, en palabras de un satírico escritor, “pasaban su vida en una supina y regular carrera de comer, beber, dormir y engañar a los jóvenes” y los excéntricos. Entre estos estaba el director del Trinity College, un hombre introvertido y afeminado que tenía enormes arañas por animales de compañía. Newton solía trabajar hasta altas horas de la mañana, se olvidaba de comer y cuando aparecía por el comedor de la universidad sus compañeros criticaban su ropa sucia, sus zapatos sin limpiar, sus medias arrugadas y su peluca desaliñada. Fue en su pequeña y austera habitación, llena de libros y hojas manuscritas, donde Halley le preguntó: “¿Tienes idea de qué tipo de curva describiría un planeta si la fuerza de la gravedad fuera con el inverso del cuadrado de la distancia?” Newton contestó de inmediato: una elipse. Halley le pidió ver los cálculos pero no los encontró, así que le prometió reescribir su demostración.

Cuando Halley, tres meses más tarde de su visita, recibió el escrito de Newton, comprendió de inmediato su importancia y le urgió a que escribiera un libro sobre la gravedad. Newton hizo de este proyecto el objetivo de su vida: apenas dormía, se olvidaba de comer y ni siquiera se sentaba ante el escritorio; todo por no perder tiempo. De este modo nació el libro más importante de la historia de la física: Principios matemáticos de la filosofía natural.

En él expuso cómo funcionaba la gravedad, una fuerza de acción a distancia e instantánea. Pero no proporcionó una causa. De hecho, Newton nunca trató de explicar lo que era la gravedad, sino de dar una descripción matemática de cómo actuaba. Esta sonora ausencia provocó terribles críticas: el gran matemático Gottfried Wilhem Leibniz la calificó de «ocultista» y el astrónomo holandés Christiaan Huygens la tachó de «absurda». Tendríamos que esperar 500 años para entenderla de la mano de Albert Einstein.

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Einstein toma el relevo

Berna, 1907. Sentado ante la mesa de la oficina de patentes en la que trabaja Einstein tiene, de repente, un pensamiento: Si una persona cae libremente no siente su propio peso. “Quedé sobresaltado. Él me impulsó hacia una teoría de la gravitación. Fue el pensamiento más feliz de mi vida”. Y no era para menos. Acaba de abrir la puerta a lo que sería su obra maestra, producto exclusivo de una mente prodigiosa: la teoría general de la relatividad. Lo que Einstein acababa de descubrir era el llamado principio de equivalencia: encerrados en un armario, no hay forma de distinguir si nos encontramos en presencia de un campo gravitatorio o nos llevan por el espacio a aceleración constante. O lo que es lo mismo: gravedad y aceleración son intercambiables.

Con este principio en la mano y con la inapreciable ayuda de su amigo matemático Marcell Grossmann, el entonces físico suizo trabajó duramente durante diez años tratando de entender la gravedad. Y en noviembre de 1915 Albert Einstein lanzó al mundo su nueva teoría. Con ella pudimos comprender no sólo cómo actuaba la gravedad, sino qué era.

Presentó su trabajo en la Academia de Ciencias Prusiana, hecho que en adelante recordaría como el momento más dichoso de su vida. En el curso de sus tres famosas lecciones dio a conocer una teoría que conectaba la geometría del espacio con la materia presente en él. Quizá la frase que mejor la resuma es la que aparece en el clásico libro Gravitation de los físicos Wheeler, Thorne y Misner: “El espacio dice a la materia cómo debe moverse; la materia dice al espacio cómo debe curvarse”. Ésta es la idea básica de la relatividad general: el valor de la curvatura en un punto del espacio es una medida de la gravedad existente en dicho punto.

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