La pregunta de este texto magnífico ante la crisis, la bronca, el infinito cansancio no es “¿se viene el estallido?”. Lo que hay aquí es una precariedad inmensa y totalitaria e implosión de mil formas a cada segundo. “No me jodan más” en lugar de “que se vayan todos”. “Hay poca Política que escuche lo que pasa en el mundo real”, dicen los autores.

Ignacio Gago y Leandro Barttolotta*

Despacito y casi sin gastar saliva las vidas populares fueron empujadas, día a día, unos pasitos más a una bocota abierta y hambrienta de una derecha para nada exquisita. Un camionero que manda a sus hijas al colegio privado para sacarlas de la juntada del barrio y al mismo tiempo abrió un comedor barrio adentro para dar una mano (o pagar un peaje moral por “privilegiado”). Un remisero (que también es chofer de Uber y Didi y está tan regalado en la noche como un colectivero y como la pasajera y los pasajeros que esperan en la parada bien temprano a la mañana o cuando casi se termina el día). Una enfermera, madre luchona que tiene la tarjeta naranja reventada. Un pibe al que le robaron la bici con la que laburaba para Pedidos Ya y se puso a vender pan con la madre. Un pibe re maldito que le robó la bici a uno que laburaba en Pedidos Ya y que además de robar hace changas en la obra con los tíos. Podríamos continuar la fenomenología barrial hasta mañana y no alteraría una verdad social: vidas laburantes empobrecidas; formales y pobres, informales y pobres. Ambas, incluso, con ingresos similares, pero con cabezas y sensibilidades muy diferentes.

Una figura tan dramática como novedosa: el pobre-trabajador, que repercute de manera profunda en el alma popular. Una categoría a la que se apeló, con suerte, solo en el plano discursivo. Nunca se le habló al laburante tocándole el corazón y también el órgano salarial. Muchas guerras intrapopulares que recrudecen violentas y tienen una cobertura mediática abrumadora responden también a esta orfandad. En un contexto de inflación creciente ya no explica ni distingue nada el eslogan de “enfrentamientos de pobres contra pobres”, más bien habría que pensar en los cientos de disputas, luchas y nuevas jerarquías que proliferan de manera constante e incontrolable al interior de mayorías populares cuyas formas de vidas se desconocen. Vidas laburantes empobrecidas arriba de una cinta transportadora que las desliza hacia la derecha. Hace al menos diez años la cinta empezó a deslizarse lenta y de manera casi imperceptible. En los últimos años, en los últimos meses, en las últimas semanas, parece correr a una velocidad inusitada.

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La tonalidad afectiva de la sociedad ajustada es el cansancio. Vidas cansadas, aplacadas, al mismo tiempo que híper movilizadas por todos los vectores sociales que se intensificaron hasta el enloquecimiento con la crisis. Hay que gestionar una vida con cada vez menos margen de tiempo y de guita; una cotidianidad cada vez más áspera en la que hay que sostener material y anímicamente la vida: las deudas que crecen y no se pueden pagar, las familias ampliadas y malregresadas (a la vivienda del pariente que no recibe sonriente) o hacinadas en las piezas que se copan y alojan, los laburos que devoran cada vez más tiempo y la inflación que devora lo que en el laburo se gana para sostener esa vida.

De los dramas constantes de la precariedad (inseguridad, violencias difusas, tragedias económicas familiares, trastornos de salud mental y enfermedades crónicas en cuerpos cada vez más ajustados y endeudados, consumos problemáticos de nuevas y malas drogas, etc.) quedan solo representaciones fantasmales atrapadas en el régimen de obviedad, imágenes espeluznantes para el hashtag o el móvil impactante del día. Lo que cae ahí, en esa superficie fría, es bastante difícil de recuperar. Sobre todo por la velocidad que adquiere una sociedad permanentemente implosionando. Una sociedad hipermovilizada y precarizada; para nada aquietada o resignada o “derechizada” en términos ideológicos. Más bien cansada e intranquila; acaso maneras contemporáneas y argentinas de estar en movimiento.

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La movilización de las mayorías cansadas no da lugar tampoco a profecías o diagnósticos apurados. No se sabe qué va a pasar, pero sí se sabe, si se lo quiere investigar, qué está pasando con lo social en medio de una reconfiguración profunda de las condiciones concretas en que viven, se relacionan con el dinero, con las expectativas vitales y con sus pares las mayorías populares. Hay afectos oscuros derramados por el ajuste que se aprieta cada día más y hay una investigación de lo social implosionado que deviene urgente, por afectos que ni siquiera pueden ser fácilmente nominados.

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La palabra tranquilidad debe ser una de las que más resuenan, no solo en una escucha rápida de sondeo y encuesta de opinión o del discurso televisivo, sino en términos del día a día, del cotidiano de las mayorías populares. La tranquilidad no remite a algo sostenido en el tiempo, sino que parece hablar de un equilibrio momentáneo, de una percepción del cotidiano que se aquieta en la pura contingencia. Y en esto se distingue de la noción de orden. Pedir tranquilidad y no orden puede ser asumir que no hay operación necesaria ni lugar legítimo desde donde ‘ordenar’. Si orden se le pedía al Estado moderno (orden frente al caos económico, político, público), tranquilidad es lo que se pide de manera más o menos silenciosa, algunas veces desde el ruido o desde un insistente murmullo, en la precariedad totalitaria. Desear tranquilidad social no es lo mismo que pedir orden público: un pedido de tranquilidad incluye lo público, pero no se reduce a esa dimensión: se pide tranquilidad en las calles, en el barrio, pero también en el interior de la casa, en los vínculos familiares y sociales, en la propia vida.

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Intranquilidad –y no sólo caos– es lo que predomina en lo social implosionado. No se trata tanto del caos del estallido, de la debacle, de la anomia ruidosa y enloquecedora –a la vez que intensa, adrenalínica–, sino de una intranquilidad como sonido de fondo, ruido blanco constante y que aturde, como característica de la vida anímica en la precariedad. Y como demanda infinita e impracticable también. Intranquilidad como efecto de la exposición permanente al infinito, a ese afuera abierto que se introyecta en cada vida, en cada hogar, en cada mundito, que es la precariedad totalitaria. De pedir orden y ‘defender la sociedad’ a proteger el estado de ánimo. O en todo caso, defender esos rejuntes que son conjuras, esos armados medio milagrosos que duran quién sabe cuánto.

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El estallido es efecto de cuerpos cansados. La implosión también implica cuerpos cansados, pero de otro signo: un cansancio mal privatizado, un cansancio que, no tendría que aguantar más, pero continúa aguantando (no podés soltar a una precariedad que no te soltó).

Todo implosionado, tengo que cargarlo igual. No hay solución ni final feliz a la vista. No hay horizonte de superación, hay que ver qué carajo se hace con la negatividad y hay que investigar qué pasa más acá de esa situación sin redención (naturalizada). Se incuban ahí, entre otras larvas, los discursos que invocan fuerzas redentoras y todo un amplio sistema de lamentos. También la necesidad vital de hacer amarres para conjurar los efectos de la precariedad.

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Si no estalla, implosiona. Si implosiona, no estalla. Silogismos falsos. Implosiona y puede estallar. Si estalla, en una sociedad precaria, seguro es sobre lo social implosionado. Un estallido puede cargar con su doble fantasma, con su gemelo siniestro; la dimensión de la implosión (como aquella versión de un 2001 oscuro que implosionó barrios, familias, cuerpos adentro y que aún aguarda ser pensado en profundidad). Un pasaje de aquel “los que vienen del fondo” como violencia externa difusa, a lo que hoy sucede en ese fondo insondable de los interiores implosionados. Un “no me jodan más” (¿reverso implosionado del “que se vayan todos”?) que puede llegar a ser, quizás, la expresión más cercana a cierto código Político que anda enloquecido buscando algoritmos. Un enunciado que no es una frase más (de aquellas extraíbles de un focus group de asistentes desganados) que alimenta la antipolítica (que por más que se suponga cercana a los difusos malestares sociales, no deja de ser también código Político).

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No es eslogan el “no me jodan más” porque encarna, porque se pierde en lo profundo de la vida cotidiana con trasfondo precario: que no me jodan más es grito furioso entre cuatro paredes o arriba de un bondi o en una esquina o dentro de una familia o una institución o cuando cae algún vector desconocido, pero irritante, que hace más denso lo que ya pesa demasiado. “No me jodan más”; que se vayan todos… los vectores que molestan, pinchan y no traen alivio ni un poco de calma a las mayorías populares ajustadas. “No me jodan más” es enunciado difuso, ambiguo, amoral, belicoso y transversal. Es quizás un resoplo de la sociedad cansada.

Hay poca Política que escuche lo que pasa en el mundo real (cuando salen de la burbuja en la que se quedaron manteniendo la distancia social obligatoria desde el 2020 o en el plenario a cielo abierto que ya cumplió más de dos años). Hay un poco más de antipolítica intentando traducir en términos electorales esos gritos y susurros. Pero no hay que confundirse. En la vida cotidiana (el calendario de la precariedad es así: cada día tiene la extensión y la intensidad de quince o veinte de los días ordenados, los días dorados de estabilidad económica y progreso social) no hay Política ni Anti-Política (si la Anti-Política se impone es por anti algo nomás…), no hay militancia ni palacio, no hay horas y horas de programas de debate político, no hay entrevistas a jetones y jetonas en YouTube, no hay lecturas finas y sesudas de lo que puede pasar o de lo que va a pasar. Lo social implosionando se devora la política porque previamente la política se miniaturizó al tamaño de una jeringa. Un pinchacito que ya ni se siente.

El que se vayan todos hacía temer a políticos reconocidos que no podían caminar por la calle. Un “no me jodan más” ni siquiera sabe quiénes son. Las elecciones loreadas desde hace casi tres años son para esas mayorías populares un día más en ese calendario cansando, ajustado, inflacionado. Al día siguiente leeremos y veremos miles de editoriales llamando derechizados, ignorantes, desideologizados: una taxonomía que ya está lista; etiquetas, categorías y análisis tranquilizadores realizados por quienes no se preocuparon por investigar las formas de vida de millones y millones de laburantes que se la rebuscan como pueden para llegar a cumplir otras 24 horas.

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Si el estallido puede pasar como “excepción” (“estaba todo más o menos igual que siempre, y de repente: pum”) la implosión es en la normalidad precaria. Las implosiones sociales son la regla y no lo ocasional de la precariedad. Las implosiones cargan con la ambigüedad de ser regularidades en la precariedad, y su vez, imposibles de normalizar. Un estallido/excepción puede alterar el plano de jerarquías a nivel territorial, social, vital. Una implosión no necesariamente. Puede transcurrir por otro umbral. Puede no alterar ni un tantito así las jerarquías feroces. No hay quietismo, pasan infinitas cosas, pero no llegan a alterar nada. No alteran, no trastocan su signo y su modo de funcionamiento. No transforman de raíz. Las implosiones sociales no alteran, pero sí intensifican hasta umbrales de quemazón los roles, las fronteras, las jerarquías. La profundización de la crisis económica, el sobreendeudamiento, el ajuste de guerra puede o no ocasionar un estallido social; seguro va a intensificar lo social implosionado (“cuanto peor, peor”).

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La guerra. Otto Dix.

Se viene o no un estallido que, no obstante, siempre tiene algo (o así suele pensarse de manera retroactiva) de predecible (“no sé aguantaba más, por eso…”); las implosiones no se vienen: se viven, sin alerta roja, son siempre, están siendo, en un proceso inmanente y, por ende, difícil de percibir, de leer, de inscribir en un fin Político. De los estallidos (más o menos resonantes) sobrarán las imágenes: protestas, manifestaciones, represión en la calle, eslóganes que van expresando demandas, etc. La implosión, en cambio, obliga a ver en clave de fuerzas más que en sujetos, a su vez, más en clave de química social (combinaciones, combustiones, etc.) que de física social (cuerpos, choques, bloques, masas). Quedarnos pensando en lo social implosionando es adentrarse a investigar la cocina de lo que segundos después será, en una de esas, escena politizable (y/o registrable por las cámaras y la crónica).

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(…) La tarea de una sociología política de la implosión es la de legitimar, testificar, darle existencia y dignidad a los “silenciosos” dramas populares. Prestar atención a los diferentes niveles de sufrimiento social, algunos más visibles que otros. Y a todo lo que pueden engendrar. Una teoría de la implosión es también una superficie conceptual posible para revelar e inscribir dramas sociales, como si de un proceso químico se tratase; darles entidad, tiempo, ver las formas y colores que van adquiriendo, las tonalidades que se imponen.

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Las implosiones sociales no son fácilmente traducibles como violencia social. Son implosiones sociales y por ende hacen falta indicadores nuevos para investigarlas y hacerlas observables. Que se intensifique lo social implosionado no implica que “aumente” la violencia social (a veces sucede más bien lo contrario). La violencia social es ya una visibilización, un diagnóstico, un lenguaje y una gramática (delitos violentos, robos violentos, crímenes violentos, lazos sociales violentos, etc.). Lo social implosionado es lo social recargado, saturado. Las implosiones sociales no son violentas, pero en lo social implosionado, en sus pliegues, se incuban violencias difusas, extrañas, letales, inquietantes (violencias sin código reconocible y sin protocolo al que convocar).

Hay una teoría de la implosión permanente por hacer. La implosión ocurre, está ocurriendo (siempre en gerundio, ese es su tiempo verbal) en los mismos espacios que mira la Política y los discursos militantes, pero en otra dimensión; en la que no se adentran porque no la perciben (“acá parece que está todo tranquilo eh, la gente se la banca, ¿no?”). Las implosiones sociales no son insurrecciones ni acontecimientos ingobernables. Son siempre, y sin intención, ingobernables para cualquier forma de gobernabilidad reconocida. Y, sin embargo, no son el puro caos ni la temida anomia social. Las implosiones sociales no son relieves amenazantes de lo social, no son pequeños atentados contra el orden social. Pero dentro de lo social implosionado se incuban violencias difusas, amenazas a cualquier estabilidad existencial privada, etc.

Si la amenaza de un estallido social es siempre un posible de cualquier gobernabilidad contemporánea, la de la implosión social ya está ocurriendo y se efectúa carcomiendo en el presente vidas, ‘entramados sociales e institucionales’ e incluso localidades enteras. Para enfrentar y lidiar con las implosiones sociales no alcanzan ni van a alcanzar movimientos sociales y organizaciones o dispositivos que ‘contienen’ los desbordes. Las implosiones silenciosas, con temporalidades y espacialidades propias, reconfiguran (o se le suman a) los repertorios más tradicionales de la conflictividad social.

* Este ensayo forma parte de una publicación de los autores de pronta aparición: “Apuntes sobre implosión. La cuestión social en la precariedad”.

*Ignacio Gago es sociólogo, docente en escuelas secundarias y tutor de la Especialización en Gestión Educativa en FLACSO), además de editor en la editorial Tinta Limón. Coautor de A quién le importa. Biografía política de Patricio Rey (2013). Leandro Barttolotta es sociólogo. Trabaja como docente en nivel medio y superior en diferentes Institutos del conurbano bonaerense. Se desempeña como tutor en el equipo de Gestión Educativa que coordina Silvia Duschatzky en FLACSO. Integrante del Colectivo Juguetes Perdidos. Publicó en 2022 Okupas. Historia de una generación (Sudestada).

FUENTE: Tinta limón.

Imágenes: Bruno Schultz ((1892-1942) y Otto Dix (1891-1969).

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