Este diálogo desopilante se desarrolla en un mundo que –diría Fontanarrosa- vive equivocado. Un capitalista, buen hombre y sufrido, es explotado por los trabajadores. Y todos los otros capitalistas también, haciendo colas de cuadras para conseguirle empleo a sus capitales.

Hace seis meses, los trabajadores me despidieron. Yo venía invirtiendo mi capital desde hacía más de diez años pero, de un día para otro, contrataron a otro capitalista. Siempre consiguen alguno que acepte una rentabilidad inferior, y por eso los trabajadores nos pagan cada vez menos. Desde que me echaron no consigo empleo para mi capital y, si no encuentro trabajadores que me contraten, ¿cómo voy a vivir? ¿Qué va a ser de mi familia?

-¿Pero usted realmente se esfuerza por buscar empleo para su capital?

-Créame que sí, Lipcovich. Mire, la semana pasada me llamaron para una entrevista en una empresa. Cuando llegué, había una cola de capitalistas que doblaba la esquina. Ya era casi mediodía cuando me hicieron pasar. El trabajador me dijo que me sentara mientras miraba el currículum de mi capital. Yo le aclaré que la rentabilidad pretendida era sólo estimativa y que podía bajarla de ser necesario. Asintió mientras chequeaba en Internet los datos del currículum. De pronto me miró: “Acá me salta que en 1992 usted se demoró cuatro días en el pago del Impuesto a las Ganancias”. Yo traté de explicarle que fue solo esa vez, hace más de treinta años, que después pagué los intereses y la multa… Pero el trabajador ya me estaba diciendo que bueno, ya tenían mis datos, cualquier cosa me iban a llamar.

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-¿Y usted dice que esto les está pasando a todos los capitalistas?

-Cada vez es peor. Mi hermano mayor también es capitalista, como lo fueron mi padre y mi abuelo. Durante 20 años mi hermano invirtió su capital en una fábrica de bombones, hasta que los trabajadores decidieron mudar el establecimiento a Suiza, donde la rentabilidad de los capitales es todavía más baja. Le ofrecieron pagarle la mitad de la indemnización, en cuotas, y él aceptó, para no ir a un juicio que iba a durar años. Hoy los trabajadores suben a Instagram videos que los muestran esquiando en los Alpes, mientras mi hermano sigue buscando empleo para su capital. La globalización, que tantos beneficios prometía, nos perjudica porque los trabajadores van de un continente a otro para conseguir los capitales más baratos. Por supuesto, a nadie se le ocurriría prohibir el libre tránsito de las personas, pero ¿por qué los capitales no pueden hacer lo mismo? Miles de capitalistas norteamericanos están presos en Tijuana por tratar de ingresar con sus capitales a México. Decenas de embarcaciones precarias naufragan en el Mediterráneo, sobrecargadas de capitalistas que intentan llevar sus euros a África.

-¿Usted no comparte la idea de que los avances tecnológicos mejorarán la situación de los capitalistas?

-Desgraciadamente, no. Teníamos la esperanza de que el progreso de la tecnología permitiría recuperar la rentabilidad de nuestros capitales pero fue al revés: sólo ha servido para que los asalariados trabajen cada vez menos. Los economistas nos explican que, a causa de la robotización, hace falta menos trabajo humano y es imposible evitar que la jornada laboral se reduzca cada vez más. Hoy ningún asalariado aceptaría trabajar más de unas pocas horas por semana.

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-Tal vez si el gobierno interviniera…

-Tampoco tengo esperanzas, Lipcovich. El gobierno actual culpa al anterior por haber permitido que los sueldos subieran tanto que muchos asalariados empezaron a tomarse largos años sabáticos: la escasez de trabajadores hizo subir los sueldos todavía más y así se agudizó la espiral que desembocó en una grave crisis. El gobierno anterior recurrió entonces a la Organización Internacional del Trabajo, que otorgó un crédito migratorio de emergencia: millones de trabajadores llegaron al país, pero solo para cobrar salarios fabulosos y emigrar a los pocos meses. Y el país quedó sujeto a la OIT: todos los meses sus técnicos exigen nuevas medidas, que siempre favorecen a los trabajadores. Nos dicen que lo primero es generar un clima de estabilidad y confianza, para que los trabajadores se interesen en venir a nuestro país. Y bueno, será así. Los capitalistas no estamos contra los trabajadores: los necesitamos, ellos son los que dan empleo a nuestros capitales.

-O sea que usted no pretende cambiar el sistema económico.

-Todos sabemos que eso sería imposible. Cuando yo era chico, pensaba que todos eran capitalistas como mi padre. Después me di cuenta de que no: había otros chicos mejor vestidos y sus padres, trabajadores, no sufrían la angustia de llegar a fin de mes. Pero a veces me pregunto por qué las leyes económicas siempre resultan en perjuicio de los capitalistas. ¿No será porque los economistas también son trabajadores? Ellos cobran por su trabajo, como cualquier asalariado y, entonces, ¿de qué lado se van a poner? Entretanto, los políticos que nos gobiernan no hacen más que pelearse entre ellos mientras toman medidas que siempre terminan favoreciendo a los trabajadores. Pero si los diputados y los ministros y los jueces y hasta el Presidente de la Nación cobran sueldos: ¿qué podemos esperar de ellos?

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-¿Y si los capitalistas trataran de hacer algo por sí mismos?

-A veces pienso que si los capitalistas fuéramos capaces de unirnos podríamos cambiar nuestro destino. Pero es un sueño imposible: ¿cómo nos vamos a unir si cada uno de nosotros compite con los demás para conseguir que los trabajadores empleen su capital?

-Entiendo. ¿Quiere agregar algo más?

-No, creo que eso es lo principal. ¿Le parece que va a poder hacer algo?

-Sí, sí. Mientras usted hablaba fui pensando. Lo voy a escribir como si fuera al revés.

-¿Cómo que al revés?

-No se preocupe, va a quedar bien. Ya me pongo a escribir.

-Pero, lo que usted escriba, ¿va a servir para algo? ¿Va a ayudar, aunque sea un poquito, para que esta situación cambie? –preguntó el capitalista.

-Creo que no.

Imagen de apertura: «Las lágrimas de San Pedro». Detalle. El Greco.

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