Otros antropólogos y expertos en comportamiento animal han propuesto que besar puede haber evolucionado del husmeo habitual entre los animales y, por qué no decirlo, no tan raro entre nosotros.

Esto es lo que defiende Kazushige Touhara y sus colegas de la Universidad de Tokio. Los besos son un eco de una forma de comunicación más primitiva, más química, según revelan sus estudios con ratones. Mientras que las feromonas, las famosas moléculas señaladoras capaces de provocar una respuesta en otro individuo de la misma especie, pueden olerse a grandes distancias y atraer a posibles parejas, este equipo japonés ha encontrado ciertas feromonas no volátiles secretadas desde los ojos y transmitidas por contacto. Aunque ratones y humanos son genéticamente muy similares, el gen que codifica esta feromona no existe en el ser humano. “Perdimos este gen en algún punto de la evolución”, añade Touhara. Ambas especies comparten un antepasado común situado entre 75 y 125 millones de años atrás, una criatura ratuna llamada Eomaia scansoria (Eomaia, del griego “madre del amanecer” y scansoria, del latín “trepadora”) que es el primer mamífero placentario que se conoce, Touhara especula que los humanos debemos retener un vestigio de comportamiento roedor porque todavía nos gusta besar o frotar las narices, un comportamiento automático destinado a realizar un muestreo osmógeno del aroma del otro. Para detectar los olores el aire inspirado debe llegar hasta la parte más profunda de la nariz y para ello debemos inspirar muy fuerte. Así, la respiración natural lleva el aire al interior de la nariz a una velocidad a 6 km/h. En el caso de una correcta inspiración odorífera el aire debe entrar a 32 km/h; de ahí el característico sonido del olisqueo.

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