La base, no una destreza asegurada sobre cómo se ejerce el Poder, es medir las intenciones de quienes gobiernan y de quienes se les oponen.

¿En quién cabe confiar para que el nudo argentino pueda desatarse siquiera relativamente?

Esa pregunta, como suele ocurrir con los interrogantes políticos elementales, tiene respuestas que fluctúan entre resolver lo local y lo universal con unos gestos y unas frases rápidas para despachar e incendiar en las redes; o con largos ejercicios intelectuales que en demasiados casos no llegan a alternativas concretas; o con la comodidad de la melancolía por los tiempos de lógicas binarias; o mediante el posibilismo extremo de que basta conformarse con las opciones existentes.

Carlos Skliar, uno de nuestros mayores investigadores pedagógicos, señala en su libro recién publicado -–Mientras respiramos (en la incertidumbre)— que frente a la voracidad de la existencia, siempre insatisfecha de sí misma, el mundo actual tiende a ofrecer dos únicas respuestas con sus probables salidas: la adaptación dócil o la crítica permanente.

En ambos casos, provoca Skliar, habrá un cúmulo de impaciencia, de agonía y también de enfermedad. Si vivimos para ser lo que se nos exige o si vivimos exclusivamente para protestar contra dicha exigencia, la pregunta del sentido o sinsentido de la vida se abre delante de nosotros como una incógnita mayúscula.

Si es por incertidumbres, estos días argentos –como si fueran sólo de aquí…– profundizaron un mar de ellas.

El número de infectados asusta. La interpretación oficial de esas cifras no es transmitida de modo unívoco. Parece estar claro que volver a fases duras de aislamiento, siendo que la última fracasó o algo así, no tendría obediencia social mayoritaria. Tampoco está claro si habrá de ser efectivo apelar a las responsabilidades individuales de no trampear con la distancia física, con las reuniones de cuarentena blue, con dejar abierto lo que sanitariamente requiere estar cerrado, con circular por la calle como si nada.

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Si esas dudas y unas cuantas más pudieran atribuirse en parte a errores del Gobierno, sobre todo comunicacionales, ¿qué decir de la carencia absoluta de alternativas desde una oposición, sólo mediática porque el resto está momentánea y representativamente descabezado, que gracias si reside en el capusottiano “hasta cuándo”?

¿Han visto lo que son las caras, la editorialización y los pases entre el columnismo de los desencajados voceros del odio anti Albertítere, anti Cristina, anti lo que fuera que el Gobierno hace o deja de hacer? (Por cierto: desde el palo oficialista también hay de sobra un show de explicitud desaforada, que no le hace muy bien que digamos al estímulo de pensamiento crítico).

¿Alguien tiene noticias de que haya planteos más o menos serios del conglomerado anti-todo?

Ahora, sin sorpresa, por el episodio del “jubilado” que mató a un delincuente, aparecieron más “jubilados” de justicia por mano propia. Y se reinstaló “la inseguridad” como problemática decisiva.

¿En serio alguien cree que esa reaparecida fijación mediática es producto de la cigüeña parisina?

Sí, lo creen muchos más que “alguien”. De lo contrario, no estaría mentándoselo.

Jubilado va entre comillas porque denota adjetivación. La ciudadanía indefensa, junto con “sus pobres viejos que trabajaron toda la vida”, habilitan justificar la ley de la selva.

Volvamos, entonces, a aquello de las intenciones.

Puede (y debe) dudarse de la muñeca oficial para conducir lo terrible de la situación.

Enfrentar simultáneamente una herencia agravada e ir paso a paso contra una perplejidad global, como si poco fuere con un gobierno de unión dificultosa entre objetivos ideológicos e imperativos electorales, nunca iba a ser ni será una ruta sencilla.

Pero lo que más complicaría es dudar de los propósitos.

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O, peor, que se confiara nuevamente en los de quienes condujeron al país a esta actualidad de empeoramiento.

Nunca se trató de otra cosa que conseguir tiempo para acomodar el sistema sanitario a una circunstancia pandémica, capaz de haber zaherido las estructuras de países que se cuentan entre los más desarrollados y “modélicos” del mundo.

Ganar lo mejor y más rápido posible ese tiempo que permitió, a hoy, no enumerar contagios y muertos multiplicados.

Esa cifra nunca es noticiable, porque jamás lo es aquello que se evita.

Y, al fin y vigente, es conquistar tiempo hasta la vacuna que pareciera estar al caer, aunque con advertidas dudas científicas respecto del cuándo de su alcance masivo.

¿Quién aguanta que la noticia sea que no hay mucho más que hacer, excepto acertarle a eficacia y eficiencia (a veces una, a veces otra); ensayo y error; avances y retrocesos, durante el período que rija hasta la solución eventualmente definitiva?

¿Quién tolera que la noticia sea una no noticia?

Es probable que muchos de esos quiénes sean más que los que parecen, porque están restringidos en su posibilidad de expresarse en público.

Es más segura la cantidad de los quiénes que, aun asistidos por el Estado, viven del día a día y carecen de todo recurso para evitar exponerse al contagio.

Y es definitivamente seguro que una acción mediática despiadada muestra a lo que semejaría ser todo el mundo opinando que el Gobierno ya no da para más, que sólo cuentan sus vacilaciones, que cada frase de cada referente real o inventado revela marchas y contramarchas, que cada contradicción es un desastre ejecutivo.

Eso no es por la cuarentena.

No es crítica legítima. No es solamente desesperación de la derecha porque también se ausenta de cómo encarar vertiginosa y adecuadamente una etapa de sufrimiento local y universal.

Si no fuera la cuarentena, sería cualquier otra serie de excusas.

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El tema no es Cristina contra Alberto, ni Frederic versus Berni, ni Ginés diciendo que se equivocó en algunos cálculos, ni los errores en la comunicación, ni que hay ministros poco intensos, ni que se emite moneda desmesuradamente como si no estuvieran haciendo lo mismo los bancos centrales de la cínica construcción discursiva ortodoxa, ni las declaraciones discordantes sobre Venezuela.

El tema es desestabilizar porque, con todo lo de veraz que total o parcialmente puedan tener unos asertos de la patria periodística opositora, algo molesta –muchísimo– de la orientación y proyección oficialista.

A simple vista es Cristina.

Viendo en vez de mirar, arriesguemos tranquilamente que es otra cuestión.

Es la falta de enfrentamientos centrales entre el liderazgo de ella, en el núcleo duro que no alcanza pero sin el cual no se puede, y el puente entre ambos que significa la moderación de Alberto Fernández hacia los fluctuantes requeridos para haber ganado.

Y hacia continuar gobernando el eterno tembladeral argentino, por más que disponga de un límite tratar de no enojarse con nadie.

El colega Hugo Presman, en torno de que –como remata en su artículo para el portal [email protected]ñe– el futuro es una página en blanco y podemos escribir en ella una historia distinta a la de quienes produjeron resultados conocidos y todavía padecidos, emplea entre otras dos citas.

Una, generalista pero siempre atendible, es la de Benjamín Franklin acerca de marchar juntos so pena de que nos ahorquen separados.

La otra, coyunturalmente más específica, es la del político francés Guy Mollet a propósito de que una coalición política es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo, sin que le salgan callos.

Y si salen, que no impidan caminar.

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