Marta Sanz cierra una trilogía que desdibuja los límites de la novela negra.

Marta Sanz cierra una trilogía que desdibuja los límites de la novela negra.

Con un lenguaje poético y lacerante que traspone lo testimonial para cuestionar los usos perversos de la palabra cuando está al servicio de una memoria distorsionada, la escritora española Marta Sanz narra en «pequeñas mujeres rojas» -culminación de una trilogía que desdibuja los límites de la novela negra- las historias detrás de los cuerpos de mujeres y niños que yacen en fosas comunes en un pequeño pueblo español, uno de los tantos que fueron arrasados por las secuelas de la Guerra Civil.

La autora de «Clavícula» y «Farándula», una de las voces más interesantes de la escena literaria española, eligió una geografía microscópica y replegada en el tiempo para avanzar más allá de la evidencia unánime de que toda guerra implica la capitulación de la humanidad ante la barbarie y plantear que hay personas o facciones que sufren pérdidas mayores, cuantificables en despojos materiales y simbólicos, y en muertos que un bando exhibe como trofeo. Un arrebato más doloroso todavía si esos cuerpos inertes son desaparecidos o camuflados en sepulturas anónimas.»pequeñas mujeres rojas» -escrito todo con minúscula para enfatizar el componente vulnerable del género femenino ante las relaciones de poder que ha trazado la mirada patriarcal – arranca con la llegada de la detective Paula Quiñoñes a la minúscula Azafrán, una localidad ignota que ha blindado su pasado y ha escogido un relato oficial de héroes y patriarcas tan vidrioso que enciende las alarmas apenas la protagonista se hace presente con la misión de desenterrar los huesos no identificados que aún ocultan las fosas de la Guerra Civil.

Pero los referentes se diluyen a medida que se desanda esta novela recién editada por Anagrama: Sanz utliliza el trasfondo aportado por uno de los períodos más cruentos de la historia española para hablar sobre memorias malversadas que son cristalizadas por un lenguaje perverso a esos fines y sobre los relatos despiadados de violencias ejercidas especialmente sobre las mujeres, que irrumpen como cuerpos en vigilia para ser leídos, a la luz de los feminismos, bajo la consigna fundante «lo personal es político».

«La violencia contra la mujer no se recrea en la descripción sensual de la anatomía femenina, sino en el instrumento que la daña. En todo lo externo que la destruye. Con esa opción se evita la rentabilidad morbosa del cuerpo femenino golpeado, y se habla metafóricamente de todos los artefactos ideológicos que aprisionan, violentan y matan a las mujeres», sostiene la escritora a Télam a propósito de esta obra que cierra la la trilogía iniciada con «Black, Black, Black» y «Un buen detective no se casa jamás».
Sanz, que además de escritora es filóloga, ha publicado novelas como «El frío», «Lenguas muertas», «Los mejores tiempos», «Animales domésticos», Susana y los viejos», «La lección de anatomía» y «Farándula», que le valió en 2015 el Premio Herralde. También ha escrito cuatro poemarios («Perra mentirosa», «Hardcore», «Vintage» y «Cíngulo y estrella)» y los ensayos «No tan incendiario», «Éramos mujeres jóvenes» y «Monstruas y centauras».

– Télam: Los cuerpos de los muertos tienen un rol central en la novela y para los lectores argentinos remiten a los cuerpos de los desaparecidos durante la última dictadura militar ¿Los cuerpos errantes o que no han recibido digna sepultura son más lacerantes para la memoria colectiva?  ¿El duelo están siempre en perpetuo suspenso en tanto necesitamos de cierta «materialidad» para tramitar la pérdida?
– Marta Sanz: Ustedes tienen una experiencia tan terrible como la nuestra. Y más cercana en el tiempo. Creo que los familiares de los desaparecidos y desaparecidas necesitan ver los cuerpos, encontrarlos, tener algo tangible, huir de un mundo de fantasmagorías donde puedan llegar a confundirse realidad y ficción, vigilia y sueño. Hay cosas que no se deben olvidar porque sin ese recuerdo no hay aprendizaje ni modo de que las heridas cicatricen. No se trata de venganza, sino de justicia y reparación. De conservar nuestro rango de humanidad y no habitar en el país de los lotófagos.

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Las madres de plaza de mayo son un ejemplo, igual que lo son en España hijas, hijos, sobrinas y sobrinos, nietas y nietos, que buscan a sus familiares en cunetas y en fosas comunes de los cementerios incansablemente, pese a todas las trabas institucionales que puedan existir. No hablamos solo de los horrores de la guerra, sino de cuarenta años de represión ejercidos sistemática y cruelmente que ahora parecen borrarse, desdibujarse, cuando escuchamos impasibles el discurso del líder de la ultraderecha española afirmando que el gobierno de Pedro Sánchez es el peor que ha tenido España en los últimos ochenta años, de modo que, para él, la dictadura fue mucho mejor que el actual gobierno de coalición. Estas operaciones de remitificación del fascio solo son posibles desde la desmemoria, el desconocimiento y la insistencia en un discurso de conciliación que no se puede practicar ni desde la equidistancia ni desde la solemnidad ni desde la retórica nostálgica.

Por otra parte, la metáfora del fantasma nos sirve para vincular realidad y ficciones: por eso, en «pequeñas mujeres rojas» se apela permanentemente a los recursos del terror -la hiperestesia, los fantasmas, la loca del desván, las cancioncillas infantiles…- y una de las voces principales es el orfeón de los niños perdidos y las mujeres muertas que hablan jocosamente desde la fosa, gritan y hacen chistes para ser vistos, desenterrados, y con su sentido del humor vitriólico no quieren caer ni en un sentimentalismo ni en una solemnidad que ya no se oye, que se ha convertido en la música de ascensor de la literatura… Ellos, ellas, exageran, se retuercen, se ríen. No son correctos ni correctas -salvo en su uso del lenguaje-, no son económicos ni exactos, pero representan la dignidad.

– T: Da la impresión de que las palabras habilitan una dimensión política de la novela en tanto el lenguaje no es utilizado solamente para testimoniar sino que pareciera desempeñar una función más compleja que incluye cuestionar, reaccionar y hasta ir a contrapelo de lo que se narra…
– M.S.: Mi honestidad como escritora pasa por pensar la literatura como modo de representación de la realidad. Me parece que la literatura refleja realidad en la misma medida en que construye realidad y, en este sentido, el uso de un lenguaje adocenado o colonizado por la ideología invisible entraña ciertos peligros, mientras que la indagación sobre un lenguaje intrépido que plantee preguntas al espacio de recepción puede constituir una forma de intervenir en el ámbito social. Por eso, en «pequeñas mujeres rojas» hay dos aproximaciones hacia el lenguaje en las que cristaliza esta visión sobre la literatura: por una parte, el estilo como modo de representación de lo real implica una mirada ideológica sobre eso que se representa y me parece importante, por ejemplo, cómo se ha representado -para normalizarla- la violencia ejercida contra el cuerpo de las mujeres a lo largo de la historia de la literatura y del arte.

Por otra parte, vivimos en un mundo veloz y epidérmico, en el que la profundidad connotativa del lenguaje literario, sus vericuetos, sus juegos, sus bellezas y complejidades pueden entenderse como alternativa a la prisa y el ruido. Por eso, para mí, esta novela es política no solo por las peripecias narradas, sino muy especialmente por ser poética: por plantear un pacto de lectura lleno de preguntas y miradas alternativas, fuera del estereotipo, de lo común, de lo «normal»… He intentado que el estilo de esta novela ponga en cuestión ciertos cánones estéticos relacionados con una ética individualista, comercial, gentrificada y uniformada, que no comparto.

«Hay cosas que no se deben olvidar porque sin ese recuerdo no hay aprendizaje ni modo de que las heridas cicatricen. No se trata de venganza, sino de justicia y reparación»

– T:¿De qué manera el signo de los tiempos interviene para que la perspectiva de género pueda iluminar otra faceta de la historia española en esta novela? ¿Cómo se releen estos cuerpos en vigilia que peregrinan por la novela a la luz de la consigna «lo personal es político»?
– M.S.: El feminismo nos está ayudando a reinterpretar nuestro cuerpo, nuestras historias y nuestra Historia. Nuestras genealogías. Entendemos de otra manera la opacidad o el silencio, incluso la ira, de mujeres de nuestro pasado. Ahora podemos leerlas en una clave de insatisfacción, cultural y política, a la que ellas posiblemente no pondrían ese nombre. Me parece fundamental compartir relatos que nos permitan tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad y de nuestra fortaleza común. Yo sufrí mucho escribiendo «pequeñas mujeres rojas» -también disfruté- porque, a través de personajes de ficción, resitué a algunas mujeres de mi vida a las que no había sabido comprender porque los códigos culturales de nuestro tiempo no nos permitían hacerlo. Como si todos los modelos de lo admirable fueran masculinos.

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Ahora hemos entendido que esto no es así y somos capaces de relacionar la violencia contra el cuerpo de las mujeres en el espacio público con las violencias privadas: los maltratos, las violaciones y los femicidios, las agresiones directas a nuestro cuerpo que se producen todos los días, se vinculan con el abaratamiento de la fuerza de trabajo femenina, con nuestra mayor tasa de desempleo, nuestros salarios y techos de cristal, nuestro riesgo de exclusión y pobreza, con nuestra p minúscula… Todas esas condiciones económicas y sociales se reflejan en nuestras vidas íntimas: ahora también. Por eso en «pequeñas mujeres rojas» se retoma el leitmotif de que el pasado habita el presente a través de esa violencia que todavía se ejerce sobre el cuerpo de quienes somos política y socialmente más vulnerables. Y ser vulnerable no significa caer en la pasividad. Ni mucho menos.

– T: Por un lado el libro instala la cuestión de la violencia sobre las mujeres y por el otro sus modos de representación  ¿Cómo se debe posicionar el lenguaje frente al riesgo de revictimizar a las depositarias de la violencia patriarcal?
-M.S.: Llevo trabajando hace tiempo sobre el tema de las representaciones de la violencia contra el cuerpo de la mujer. Lo hice en una novela que se llamaba “Susana y los viejos” y en otra titulada “Daniela Astor y la caja negra”: en la primera me di cuenta de que las representaciones pictóricas del asunto bíblico eran un pretexto para mostrar mujeres desnudas con el aval del catolicismo y que, en esa máscara, se perpetuaba un modelo de violencia sexual consentida… Las formas blandas, los colores suaves, la iluminación favorecedora convierten el intento de violación y el chantaje contra Susana en una escena pícara, agradable de ver, deseable, “colgable” en un museo o en un salón burgués… La forma es ideológica y legitima, naturaliza, normaliza lo horrible. Para todo el mundo. Incluso para algunas mujeres que dan por bueno un concepto del erotismo que pasa por el vapuleo y la magulladura. Escribiendo este libro aprendí que las mujeres deberíamos reflexionar sobre el origen de nuestros deseos porque a menudo esos deseos responden a una expectativa masculina, patriarcal.

En «Daniela Astor…» conté la historia de una niña que construye su feminidad, en la Transición española, a partir del imaginario del destape y del fantaterror español, sin darse cuenta de que, en su propia casa, viven otras mujeres que luchan por su libertad sexual y reproductiva sin necesidad de fetichizarse. Los aprendizajes de escritura de esos dos libros se proyectan en «pequeñas mujeres rojas», muy especialmente en una escena en la que se repite, como un mantra o una oración, una frase «con la descripción del artefacto es suficiente»: la violencia contra la mujer no se recrea en la descripción sensual de la anatomía femenina, sino en el instrumento que la daña. En todo lo externo que la destruye.

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Con esa opción se evita la rentabilidad morbosa del cuerpo femenino golpeado, y se habla metafóricamente de todos los artefactos ideológicos que aprisionan, violentan y matan a las mujeres. Sin embargo, soy consciente de que no me puedo sustraer a la imaginería heteropatriarcal y a los patrones de belleza en que hemos sido educadas. Trato de buscar otro lenguaje y otras imágenes, pero estoy segura de que no siempre lo consigo: mi escritura refleja esa posición incómoda…No soy el hombre que puso nombre a los animales, sino la mujer rota, consciente de sus contradicciones y rebelde frente a la mentalidad de ahorro, la ética protestante y el espíritu del capitalismo. Incluso cuando se habla de lenguaje.

– T: La relación ya concluida entre Paula y Arturo Zarco -el protagonista del libro anterior de esta trilogía- está atravesada por la violencia y pone el foco sobre conceptos bajo los que antes se naturalizaban los vínculos afectivos como el del amor romántico, que parecía justificar la dependencia y el sufrimiento extremo dentro de un vínculo El feminismo cuestiona la idea del amor que nos hace sufrir pero al mismo tiempo, el amor en sí tiene algo inherente al sufrimiento ¿Cómo se distingue el «sufrimiento» consustancial al amor de aquel que no lo es o que, mejor dicho, está asociado a la idea del amor romántico que el feminismo busca desbordar?
-M.S.: Supongo que es muy difícil localizar el límite exacto en que el afecto, los cuidados, la educación o el sexo se convierten en violencia… Como es tan difícil y hemos estado tanto tiempo viviendo bajo el prejuicio de que esa violencia no es solo cultural -asociada al concepto del amor romántico, a lo galante, a los sonetos de Petrarca…- sino también consustancial a una hipotética naturaleza humana, he optado por llevarme el asunto hacia el otro lado. Para compensar, para buscar un punto intermedio, no doloroso, entre un instinto violento y una civilización que a veces también lo es. Así que  manejo un concepto del amor como compañerismo y conversación, obviando un lado oscuro que proviene de demasiado lugares e intentando limar del concepto todo lo que huela a “relación de poder”.

Intento practicar la máxima de que no aprendemos nada del sufrimiento, de que el sufrimiento solo pesa y achica y encorva. La letra no entra con sangre y no me gusta suavizar las malas experiencias con el pretexto de que son fuente de conocimiento. Me niego a hacer de la necesidad virtud y a vivir bajo los postulados simplistas de una ideología de refranero que pervierte la idea de lo popular y debilita aún más a quienes somos débiles. Yo no quiero que me hagan daño y preferiría ahorrarme ciertas experiencias. Luego, si las cosas suceden, hay que seguir viviendo, pero sin convertir el horror en un eufemismo o en un supuesto aprendizaje. Me da miedo esa superioridad que, a veces, emana de la experiencia del dolor. Puede que esté equivocada, pero yo necesito colocarme ahí para mirar nuestra realidad y seguir escribiendo con el optimismo de que la palabra, la literatura y la cultura sirven. Y de que a la fuerza tiene que haber poesía después de Auschwitz. De hecho tiene que haber memoria y poesía para que Auschwitz no se repita nunca más.

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