La inesperada renuncia de Benedicto XVI, la sexta de un pontífice en más de dos mil años de historia de la Iglesia Católica, sorprendió al mundo entero y abrió el proceso que derivó en la elección del argentino Jorge Mario Bergoglio como nuevo Papa, lo cual inició una transformación puertas adentro -y afuera- de la poderosa institución religiosa.

Clemente I en el año 101, Ponciano II en el 235, Celestino V en 1294, Gregorio XII en 1415 y Benedicto IX en el siglo XI eran los únicos antecedentes de pontífices renunciantes: el alemán Joseph Ratzinger se convirtió en el primero de la era moderna en apartarse del cargo.

El 11 de febrero de 2013 el entonces papa Benedicto XVI anunció que tenía decidido apartarse del puesto y conmocionó al mundo.

La salida del germano, que había asumido el cargo en abril de 2005, se hizo efectiva a partir del 28 de ese mes y el martes 12 de marzo se realizó en la Capilla Sixtina el primer cónclave para definir quién sería el nuevo Sumo Pontífice: en aquella primera jornada la chimenea emanó humo negro para comunicar que no se había llegado a un resultado definitivo.

Al día siguiente, el miércoles 13, mientras la lluvia empapaba a los fieles y curiosos que se habían reunido en la Plaza San Pedro, más de un centenar de cardenales de 48 países volvieron a darse cita para intentar acordar al hombre que se haría cargo de la Iglesia Católica.

En tanto, los televisores del mundo sintonizaban noticieros para ver cuándo saldría la fumata blanca que indicara que «Habemus Papam».

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En la noche de la Santa Sede, cuando el blanquecino humo salió de la chimenea de la Capilla Sixtina y se escuchó el inmediato tañido de las campanas de la Basílica de San Pedro la atención quedó todavía más centrada en lo que sería el anuncio del nuevo pontífice.

«Annuntio vobis gaudium magnum; Habemus Papam: Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Giorgium Marium, Sanctae Romanae Eccleasiae Cardinalem Bergoglio, Qui sibi nomen imposuit Franciscum», informó el entonces cardenal protodiácono, el francés Jean-Louis-Pierre Tauran, una hora después de la fumata blanca.

Miles de creyentes y turistas estallaron de júbilo y ondearon con mayor energía las banderas de sus respectivos países: las de la Argentina no faltaron y esos ciudadanos pudieron ser testigos de un momento histórico.

Luego de que el cardenal francés informara que Bergoglio había sido elegido como nuevo Papa, la espera por verlo salir al balcón de la Basílica Vaticana exaltó a la multitud, que comenzó a corear «Francisco, Francisco» para invitarlo a pronunciar sus primeras palabras.

Diez minutos después del anuncio, el gran ventanal vaticano volvió a abrirse y desde allí emergió el ex arzobispo porteño: vestido con la sencilla e inmaculada alba blanca, el argentino saludó a las miles de personas que soportaban las inclemencias del tiempo.

En medio de la ovación, el flamante pontífice tomó el micrófono y brindó un breve discurso en italiano: «Hermanos y hermanas, buenas tardes. Como saben, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo… pero aquí estamos. Les agradezco la bienvenida».

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Y continuó: «Antes de todo, quisiera rezar por nuestro obispo emérito, Benedicto XVI. Recemos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen lo custodie».

Tras encabezar el rezo del Padrenuestro, el Ave María y el Gloria al Padre, Francisco planteó lo que sería una de las claves de su papado: volver a acercar a la Iglesia a la comunidad.

«Ahora, comenzamos este camino: obispo y pueblo. Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad todas las iglesias. Un camino de hermandad, de amor, de confianza entre nosotros. Pidamos siempre por nosotros: los unos por los otros. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran hermandad. Deseo que este camino de Iglesia, que hoy comenzamos y en el que me ayudará mi cardenal vicario, aquí presente, sea fructífero para la evangelización de esta ciudad, tan bella», manifestó el ex cardenal primado de la Argentina.

Antes de despedirse, el Santo Padre pidió a la multitud presente que rezara por él y luego bendijo a las miles de personas que estaban en la Plaza San Pedro con el tradicional «urbi et orbi».

Tras retirarse del balcón de la Basílica Vaticana, varios cardenales permanecieron observando con sorpresa al gentío en la Plaza San Pedro, que no se marchaba y resistía la lluvia romana.

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