Además de implicar seguramente un freno al abuso de las prisiones preventivas y la búsqueda de arrepentidos, la muerte del juez Claudio Bonadio descomprime la tensión entre el fuero federal porteño y el gobierno nacional. El futuro de la reforma anunciada por el presidente Alberto Fernández.

El jueves último se hizo en Comodoro Py el sorteo informático de la denuncia por presuntos pagos del Estado al arrepentido Alejandro Vandenbroele en el caso Ciccone. El bolillero se detuvo en el juzgado número 11, que hasta dos días antes tenía como titular al fallecido Claudio Bonadio. Nadie salía del asombro en tribunales, donde es sabido que las causas calientes de los últimos años le tocaron en su mayoría a él. “¿Se olvidaron de desactivar la bolilla de oro?”, fue la humorada del día. Tal vez lo que más sorprendió fue que cuando muchos creían que tras la muerte de Bonadio empezaba una nueva etapa en los tribunales de Retiro, una misteriosa inercia se empeñara en oponer resistencia. La realidad es que aunque quede sobrevolando un fantasma, nada será igual. Por más que a muchos funcionarios judiciales les parezca un tanto brutal decirlo en público, la ausencia del juez “pistolero” viene a descomprimir de manera categórica la tensión entre el fuero federal porteño y el Gobierno. Le quita también urgencia a la reforma anunciada ya por Alberto Fernández que, de por sí, viene demorada. Sin contar que hay cosas que probablemente no vuelvan a pasar, como el abuso de las prisiones preventivas y la caza de arrepentidos.

Política y ensañamiento

Durante estos días se puso el foco en un rasgo que hizo de Bonadio uno de los grandes protagonistas de la información: su decisión de atacar y cercar con su poder como juez a la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Llegó a citarla a indagatoria ocho veces en un mismo día, ordenó su prisión preventiva en cinco expedientes, pidió su desafuero, subdividió causas para multiplicar acusaciones en su contra, le atribuyó delitos gravísimos como el de traición a la patria. Incluso lo hizo transformando decisiones de gobierno, como el Memorándum con Irán o la política sobre el dólar futuro, en delitos, lo que deschavaba su saña. Manejaba los tiempos de los casos como para mantener una amenaza latente. De hecho, la mayor parte de esas medidas no las impulsó cuando CFK tenía fueros sino después. Toda esta ofensiva con foco en la ex presidenta, que se expandió sobre muchos otros ex funcionarios, se apoyó en que el macrismo lo respaldó sin que hiciera falta que él pidiera nada.

Del juzgado de Bonadio salieron procesos y operaciones de todo tipo, en sociedad con los servicios de inteligencia y los medios de comunicación, que tuvieron efectos buscados en la política. Se habla mucho de los casos que Bonadio logró llevar a juicio oral como el del Memorándum –que se basó en la denuncia del fallecido Alberto Nisman– o el de Los Sauces –sobre negocios inmobiliarios de la familia Kirchner–, a los que se sumó la causa de los cuadernos o sus fotocopias. Los dos primeros tuvieron en común que eran causas “mellizas” de otras que el juez se empecinaba en instruir para consolidar su ataque. La del Memorándum porque otro juez, Daniel Rafecas, había declarado la inexistencia de delito; la de Los Sauces, porque la Cámara Federal lo había apartado de Hotesur (que era calcada) porque Bonadio impedía a las defensas participar de un peritaje clave. Estos artilugios, solo un ejemplo entre decenas, constituyen lo que sus propios colegas en Comodoro Py llamaban “el código Bonadio”, lo que explicaba que su juzgado fuera conocido como “La Embajada”, donde sólo regían sus leyes. “Y qué querés, es Bonadio”, era la frase con la que otros funcionarios judiciales justificaban que para él estaba todo permitido. Inspiraba temor. Ese era su objetivo. Lo lograba. Nadie osaba imitar lo extremo de sus actos, pero para algunos marcaba un rumbo. Junto con el ex presidente de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti, importó el modelo a la brasileña de Sergio Moro, el actual ministro de Justicia de Jair Bolsonaro, quien como juez llevó a la cárcel a Lula da Silva.

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De la AMIA a un porrito

Bonadio hizo de la arbitrariedad un modo de vida. Arbitrariedad, es la palabra que repiten las descripciones tras su muerte. Es una gran paradoja, porque es la contracara del concepto de justicia. Pero él ya era así mucho antes de su ensañamiento con CFK. De hecho, fue un rasgo que aplicó de distintas formas en su carrera. Como cuando prolongaba por años causas que podían afectar a sus mentores del gobierno de Carlos Menem. Es lo que puede explicar que haya cajoneado por cinco años la causa sobre encubrimiento del atentado a la AMIA, donde estaban implicados Carlos Corach, con quien había trabajado antes de ser nombrado juez en 1994, su amigo el ex comisario Jorge «Fino» Palacios, y su colega Juan José Galeano, entre otros. Por dormir esa gravísima causa lo había denunciado el actual juez supremo Horacio Rosatti, en sus tiempos de ministro de Justicia, lo que le valió que Bonadio lo llamara a indagatoria por una denuncia de irregularidades en cárceles y luego fogoneara una investigación por su presunto enriquecimiento ilícito.

La habilidad para sostener expedientes en el tiempo y generar una amenaza constante permite entender cómo sorteó más de 70 pedidos de remoción con protección de todo el arco político y la corporación judicial. Se trataba de perpetuarse en el cargo retroalimentándose con un ejercicio despiadado de su propio poder.

La otra faceta de la tiranía del juez se descubre en expedientes impensados. Los de tenencia de drogas para consumo personal donde procesaba, ponía multas y tomaba medidas insólitas con una fuerte cuota de sadismo. En 2015 procesó a una mujer que fumaba porro dentro de su auto cuando estaba con su hija, vestidas ambas de fiesta a punto de ir a la ceremonia de graduación de la chica. Se pasaron la noche en un calabozo y la joven se perdió la entrega del título. Bonadio, totalmente desentendido del fallo “Arriola” de la Corte Suprema que declara inconstitucional esta persecución, las mandó por seis meses a “un programa especializado relativo al comportamiento responsable frente al uso y tenencia indebida de estupefacientes”. Otros casos incluyen el del periodista inglés que había revelado un segundo caso de sobornos después de los del Senado, quien se amparó ante Bonadio en la reserva de la fuente y éste mandó a analizar de sus teléfono los llamados entrantes y salientes. O la historia del “buche” que el juez infiltró junto con su amigo Fino Palacios en una organización investigada por narcotráfico pero un día decidieron blanquearlo, exponerlo y meterlo preso.

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Sin herederos

Bonadio no les anticipaba jamás a sus colegas de Comodoro Py lo que tenía en mente hacer. Participaba de reuniones “rosqueras” pero no tenía amigos, ni tampoco deja discípulos. Solo tuvo algunos compinches, aunque nadie dice que quiere ser como él. “Bonadio fue único, no habrá otro igual”, comenta un juez con despacho en Retiro. El concepto compartido en el ámbito judicial es que estará en los libros de historia, pero no deja una herencia. Probablemente esto que hoy conocemos como lawfare o guerra judicial, o la utilización del aparato judicial con fines políticos, estuviera camino a desactivarse desde un poco antes por fuerza del propio proceso histórico que lleva a tantos jueces y juezas a acomodarse al pulso del contexto, que es lo que la investigadora holandesa Gretchen Helmke llama la “lógica de la defección estratégica”.

En algunos dictámenes y fallos recientes otros integrantes de Comodoro Py comenzaban a cuestionar sus métodos, en particular el uso de los arrepentidos, que compartió con el fiscal Carlos Stornelli, quien tras su muerte lo definió como “un gran juez”. El fiscal Jorge Di Lello pidió en octubre la nulidad de indagatorias tomadas en la causa cuadernos porque señaló que las declaraciones de los arrepentidos no cumplían con la ley, que exige que sean grabadas o filmadas. Luego el juez Marcelo Martínez de Giorgi cuestionó cómo Bonadio había usado a los arrepentidos a modo de “excursión de pesca”. Fue cuando sobreseyó al ex juez Norberto Oyarbide y al auditor Javier Fernández. Mientras tanto, la Cámara Federal comenzaba a revertir la doctrina Irurzun de las prisiones preventivas implementada desde sus propias entrañas.

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Aún así Bonadio seguía siendo hasta ahora el mayor factor de tensión por excelencia con la Casa Rosada. Tenía en su juzgado vestigios del caso cuadernos, y hasta del expediente sobre la importación de Gas Natural Licuado contra Julio De Vido y Roberto Baratta, que siguió impulsando pese a que se descubrió que había utilizado los trabajos truchos del perito David Cohen, procesado por falso testimonio. Pero uno de los que más aprovechó para ejercer su habitual presión hasta sus últimos días fue el de la llamada “Operación Puf”: atesoraba como si fueran válidas las escuchas telefónicas tomadas en pabellones del penal de Ezeiza a ex funcionarios y empresarios, que según Elisa Carrió revelaban un complot contra el caso cuadernos, el fiscal procesado Stornelli y el propio Bonadío. El objetivo con esta “investigación” era atacar la causa de espionaje a cargo de Alejo Ramos Padilla que dejó al descubierto la sociedad entre jueces, fiscales, espías y políticos al servicio del armado de causas. Estos y otros expedientes explican la inquietud actual de la Cámara Federal por quién subrogará ese juzgado. Aunque la suplencia estaba a cargo de Sebastián Casanello, decidieron que harán un nuevo sorteo de juez interino.

Una luz en los sótanos

La muerte de Bonadío trajo un tácito alivio no sólo en el Poder Ejecutivo, sino en los propios tribunales, donde sus formas prepotentes colocaban la vara, algo que muchos criticaban pero toleraban para no desentonar. Ese imperativo comenzó a debilitarse desde que al asumir Alberto Fernández anunció una reforma judicial que intentará romper la sociedad entre tribunales-medios-servicios de inteligencia-política. Fernández habló de los “sótanos de la democracia”. No hay quien quiera en el Poder Judicial verse reflejado en esas palabras. El objetivo que se planteó el Gobierno es diluir el poder de los jueces federales. En función de eso, se analizan posibles modelos que fusionen esos tribunales porteños con otros y se amplíen jurisdicciones. Pero el proyecto no está terminado.

El fallecimiento de Bonadio quita presión y urgencia porque “representaba el 50 por ciento del problema”, coinciden un juez y un funcionario. Este último asegura que habrá reforma tarde o temprano, tras atender otras prioridades sociales y económicas. Se verá cuándo y cómo. Los tribunales orales que tienen a cargo los casos que dejó Bonadio tendrán una prueba de fuego en sus manos a la hora de evaluar qué hizo y si hay algo juzgable. Circula toda clase de especulaciones, tal vez algún fantasma. Pero, aún para los fieles más creyentes, parece poco probable que exista Bonadio después de su muerte.

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