La casa en la que se crio Juan José Florián quedaba en un espacio despejado en la selva de Colombia. La familia se ganaba la vida cultivando papayas, naranjas y aguacates. Pero, de noche, la región quedaba en manos de los grupos armados ilegales.
Aquellos que desafiaran el toque de queda obligatorio eran retenidos, atados fuertemente y dejados a la intemperie durante el resto de la noche o, si era reincidentes, ejecutados. Los cuerpos aparecían a diario en las trochas del bosque.
No había lo que se pudieran llamar carreteras, no había televisión. Mientras otros niños seguían a equipos de fútbol, Florián y su hermano mayor, Miller, se escabullían para ver el rastro iluminado de las balas en la noche, vitoreando al ejército colombiano en su lucha contra las FARC -las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- y otros grupos rebeldes.
«Cuando el ejército estaba allí, jugábamos afuera hasta tarde, y los niños de edad escolar se sentían a salvo de que los reclutaran forzosamente», cuenta Florián.
Los guerrilleros de las FARC -grupo fundado en 1966 y disuelto en 2015, tras un acuerdo de paz- llegaban frecuentemente a la casa de su familia para exigir comida, dinero y otras cosas más.
Tanto Florián como su hermano Miller habían resuelto volverse soldados cuando crecieran. Cuando Miller tenía 23 años, viajó al pueblo más cercano, presentó sus documentos en un retén y le dijeron que hacía tiempo debía haberse inscrito para prestar el servicio militar obligatorio. No se quejó.
Unas semanas después, un grupo de combatientes de las FARC visitaron la casa de los Florián en su apartado claro en la selva con un mensaje. La familia había dado un hijo a las «fuerzas reaccionarias», afirmaron, así que le debían otro a la revolución.
«Mi madre intentó oponerse. Les rogó. A medida que me llevaron, me bendijo con lágrimas en sus ojos», dice Florián.
Fue así como Juan José Florián -a la edad de 16 en 1998- fue arrastrado en un conflicto que mató a 260.000 personas y dejó a más de seis millones desplazados internamente entre 1954 y 2016, quedando en el bando opuesto de su propio hermano.
Él fue uno de más de 18.000 menores de edad, 70% de menos de 15 años, reclutados por las FARC durante las cinco décadas de lucha armada como el mayor grupo rebelde del país.
«Fuimos sometidos a horas de presión psicológica», revela Florián. «Los valores que nos enseñaban eran contrarios a los de mi madre. Siempre estaba pensando en cómo escapar. Me pasaba días mirando, escuchando, planeando. Vi como ejecutaban a los desertores por traicionar la causa».
Pero Florián resistió el adoctrinamiento y, al cumplir un año como niño guerrillero, vio su oportunidad de escapar.
Su unidad, el Frente 27, fue desplegado para atacar una estación de policía. El ejército respondió con helicópteros.
«Nos detectaron y dispararon», dice. «Me escondí bajo la copa de un árbol. Mientras el helicóptero circunvolaba arriba de mí, me moví en torno al tronco».
Cuando sus compañeros huyeron, Florián entró en una casa de campo, tomando por sorpresa a sus ocupantes, un hombre y su esposa.
«Había muchos simpatizantes de las FARC por esos lares, y podían recibir una recompensa si entregaban a los desertores, así que les dije, ‘Una movida en falso y disparo'».
«Le dije que necesitaba ropa. El hombre me dio unos jeans y una camisa blanca. Los obligué a él y su esposa a tenderse en el piso y, con mi mano libre, me cambié de ropa. Les advertí que no se levantaran y salí corriendo de la casa».
«Encontré un retén del ejército, boté mi rifle y me acerqué. Le informé al oficial que era un guerrillero y quería entregarme. Le dije que no había comido en dos días. Me dieron alimento y les conté mi historia. Me preguntaron en qué batallón estaba mi hermano. Afortunadamente, mi hermano había reportado mi reclutamiento forzado, y pudieron confirmar que yo era quien decía».
Florián fue colocado bajo protección del ejército en la capital, Bogotá.
«Tenía miedo de salir a la calle en caso de que me encontraran», dice. «Era horroroso. Yo era muy joven y tenía un enemigo muy poderoso».
En su casa, su madre tuvo que abandonar la finca con sus otros hijos, a quienes envió a internados por su protección.
Cuando Florián cumplió 18 años en 2000, se integró al ejército colombiano. Después de su adiestramiento, estuvo 12 años en campañas combatiendo pandillas de narcotraficantes y contrabandistas de combustibles.
Su hermano Miller continuó con su propia carrera militar, sólo para sufrir una tragedia durante un tiroteo con las FARC en la población de El Dorado, Meta, unos 350 km al sureste de Bogotá.
«Fue un operativo muy confuso en el que disparó y mató un hombre», explica Florián. «Cuando identificaron el cadáver, resultó que había matado a su mejor amigo. Le dio muy duro. Entró en shock».
Miller empezó a mostrar señales de esquizofrenia paranoide crónica. Florián viajó a casa para verlo. Su madre había vendido la granja , y rehusó pagar el llamado impuesto (extorsión) de las FARC. La habían rastreado hasta su nueva casa. El 12 de julio de 2012, apareció un paquete en el jardín.
Esto cuenta Florián: «Recuerdo ver algo cerca a la puerta. Me acerqué, me agaché y extendí las manos. Lo siguiente que recuerdo es estar tendido en el suelo gritando, sin brazos.
«La pierna derecha estaba cercenada arriba de la rodilla. Sufrí quemaduras de segundo y tercer grado por todas partes. Perdí mi ojo derecho y la audición en el oído derecho. Mi hermano sostenía mi cabeza y yo le gritaba, ‘Mátame. Dame un tiro. No puedo vivir así’«.
«Acarició mi cabeza y me dijo, ‘No me pidas eso. Vas a estar bien’. Le grité insultos para tratar de encolerizarlo. Luego me desmayé».
Florián se despertó después de estar 12 días en coma. Siguieron meses de operaciones e injertos de piel. Sus emociones se vieron sumidas en la depresión, alucinaciones y pensamientos suicidas.
«Contemplé arrojarme por la ventana o por unas escaleras», dice. «Pero pensé, ‘¿Qué pasa si fracaso y termino peor?’ Decidí aprender a caminar para poder tirarme enfrente de un vehículo. Pero al final llegaba a la misma conclusión: ¿Y si sobrevivo?».
Después de meses de cuidados intensivos y de interminables muestras de compasión, tuvo la buena suerte de ser transferido al batallón de sanidad Soldado José María Hernández, un cuerpo especial del ejército de Colombia para tratar a los que han sufrido traumas en el conflicto.
«Estaba cansado de que me mostraran compasión, pero me encontré en un lugar de risas y hermandad», señala Florián. «Los otros soldados me miraban y me llamaban «Cuarto de pollo». Me tocaban los muñones, se reían de mí. Nos amenazábamos con cogernos a puños, pero ¡nadie tenía puños! En esa compañía regresé a la vida».
Como parte de su tratamiento, Florián empezó con hidroterapia. Las sesiones de grupo pronto se volvieron competitivas.
Descubrió que podía aguantar la respiración bajo agua más tiempo que sus colegas, y les ganaba nadando una piscina. Empezó a cronometrarse y mejorar sus tiempos. En la piscina conoció civiles que habían sufrido lesiones en accidentes de tránsito o afectados por enfermedades degenerativas, compitiendo en la Liga de Natación Paralímpica de Bogotá. Florián empezó a nadar para el equipo militar.
«Algunos de mis amigos se pasaron la vida bebiendo para aliviar el dolor. Yo quería una vida diferente«, cuenta.
«Empecé a nadar distancias más largas. Con lo poco que me quedaba de extremidades, mi ambición creció. En la natación paralímpica, no había obstáculos, ni barreras, ni discriminación. Venía de un tratamiento psiquiátrico donde dependía de medicamentos para dormir mantener la tranquilidad. Con la natación me deshice de los medicamentos. O mejor dicho, la natación se volvió mi medicamento«.
Florián ganó su primera medalla en Estados Unidos en un evento organizado por la Universidad de Minnesota en 2013. Compitió durante tres años en la categoría mariposa S5, rompiendo récords en Colombia, Venezuela, Brasil, EE.UU. y Canadá.
Ganó su última medalla en los juegos nacionales de 2015. El año siguiente, cuatro después de la explosión, se jubiló del ejército y empezó a estudiar psicología en la universidad. Ya sin poder competir en el equipo de natación paralímpica del ejército, decidió seguir otra ambición deportiva.
«Mi padrastro, el hombre que me crio, estaba obsesionado con el ciclismo, como la mayoría de los colombianos», explica. «Durante el Tour de France, el Giro d’Italia, la Vuelta a España, siempre llevaba el radio transistor en el oído, escuchando la carrera».
Aun así, Juan José nunca se había montado en una bicicleta, ni siquiera de niño.
«Y pensé que nunca lo haría. Suponía que necesitabas brazos, piernas, buenos ojos, buenos reflejos», añade.
Pero se dejó llevar por la curiosidad.
«Alguien le había regalado una bicicleta a mi hermana para ir al trabajo. La llevé a un callejón con un amigo, amarré los muñones de mis brazos al manubrio con una cuerda y arranqué«.
«Pensé que perdería el equilibrio y me caería de lado. De hecho, pensé en mil cosas, todas negativas. Pero en el momento en que me subí a la bicicleta y empujé el pedal con mi pierna buena, me di cuenta de que estaba equivocado. Le dije a mi amigo, ‘¡vamos!’, subimos por la calle, dimos la vuelta y regresamos, y grité ‘¡Puedo ser un ciclista! ¡Puedo ser un ciclista paralímpico!’«.
Angie, la esposa de Florián, lo ayudó a adaptar mejor la bicicleta. Usó herramientas eléctricas para formar láminas de metal en forma de embudos para los muñones de los brazos, pero esos le producían dolores de espalda y tendinitis. Solicitó asistencia a las autoridades deportivas nacionales. En vano.
«En Colombia, el sistema paralímpico está más abierto a los atletas profesionales que han sufrido discapacidades mucho menores que las de un triple amputado. Nos ven más como un problema potencialmente costoso, o como pacientes en rehabilitación», opina Florián.
Pero él mismo encontró la solución en diciembre de 2017.
«Me invitaron a dar una charla motivacional en una base aérea en la región cafetera de Colombia, donde está el Cuerpo de Mantenimiento del a Fuerza Aérea de Colombia. Ellos quería escuchar un poco de mi historia y de lo que hacía todos los días».
«En conversación con los ingenieros, descubrí que ellos eran expertos en aerodinámica y trabajaban con fibra de carbón. Les pregunté si podían ayudarme a modificar mi bicicleta y me respondieron, ‘Nunca hemos trabajado con bicicletas, pero ¡intentémoslo!'».
«Tomaron unas ideas de su labor habitual, algunas de mis ideas, y empezamos a trabajar sobre pesas, aerodinámica, todo».
Florián sostiene que él tiene más amputaciones que cualquier otro ciclista C1 del mundo. Sus lesiones presentan una gran dificultad para diseñadores de bicicletas. No obstante, los ingenieros aéreos tomaron una bicicleta de 18 kilos y la adaptaron con fibra de carbón de tecnología de punta para reducir su peso a 8,5 kilos.
Por medio de rifas y añadiendo contribuciones voluntarias y pequeños patrocinadores a su pensión del ejército, pudo financiar viajes a eventos de Copa Mundial en Bélgica, Italia y Países Bajos, y a campeonatos mundiales en Países Bajos y Portugal.
En 2019, la empresa de telecomunicaciones Movistar Colombia empezó a patrocinarlo. Ya nacionalmente famoso, se dio un apodo de superhéroe.
«En Colombia, a la gente con amputaciones las llaman mochos. Cuando empecé a montar en bicicleta, me dije a mí mismo que si tenemos héroes como Superman o Batman, ¿por qué no puedo ser Mochoman?»
Con sólo tres cupos para el ciclismo paralímpico y una larga lista de ocho corredores, Florián no tuvo éxito en su intento para ira a los Juegos Paralímpicos de Tokio. Pero lo tomó filosóficamente. «Sigo vivo y vendrán otros Juegos», dice.
A sus 39 años, en noviembre de este año fue coronado campeón nacional de ciclismo paralímpico de Colombia, en ruta y contrarreloj.
Y tiene una nueva meta. Como ya es un consumado nadador y ciclista, el objetivo de Florián es competir en un triatlón Ironman. Llama la bomba que casi lo mata, «un regalo de la vida y mi segundo nacimiento».
«Estoy en proceso de correr, trotar, y estoy muy entusiasmado. No tengo una prótesis especial ni un equipo médico de apoyo, pero con la gente que tengo, vamos a iniciar el trabajo», afirma.
«Quiero demostrarles al mundo que puedes hacer tus sueños realidad. No se trata sólo de rehabilitación; va más allá de eso. En los soldados y policías que perdemos en el conflicto armado, estamos desperdiciando una riqueza de talento humano, muchas veces perdida por la bebida y las drogas».
«Quiero ser la voz que le exija al país que le dé a sus soldados heridos más oportunidades».
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