Una vez más se apela a redoblar la presencia de policías que no entienden al delito que combaten y van desde el gatillo fácil a la connivencia con el narcotráfico. Y se ubica a las tomas dentro del universo de la inseguridad. Mientras tanto, hay gente que se deja caer en donde pueda.

Puede que haya sido mera casualidad, pero el lanzamiento del plan de seguridad coincidió con el auge mediático de la toma de tierras, con lo cual quedaron confundidas dos cuestiones. Una son los okupas, otra la así llamada inseguridad. Confusión favorecida por una cierta sensibilidad artificialmente construida, basada en un temor a la pérdida de la propiedad privada, incentivada por las declaraciones de Pichetto durante la campaña y luego por los discursos en torno a la frustrada expropiación de Vicentin.

De hecho, la instalación de asentamientos sobre todo en terrenos fiscales es un fenómeno constante que cada tanto tiene su explosión y adquiere una forma de visibilidad con el único modo que tienen los pobres y marginados para que se les preste atención: cruzando los límites de la ley. Es como si de pronto, una población nómade, que viene vaya a saberse de dónde, se dejara caer en donde encuentra un trozo de tierra firme para detener la marcha. Si se miran esas chozas hechas de cartón o de bolsas de arpilleras es evidente que no van a resistir una lluvia un poco más fuerte de lo común. En eso esos ocupantes provisorios se parecen a los homeless urbanos. Han perdido toda esperanza, se han dado cuenta de que viven en el infierno, se las arreglan como pueden y buscan un refugio provisorio hasta que los eche la policía o las condiciones de vida –en la calle o en los terrenos- se hagan insoportables. Si se los expulsa de allí aparecerán en otro lado, no se puede andar todo el tiempo con la casa a cuestas.

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Sin dudas, en muchos de los casos hay movidas de las organizaciones sociales e incluso algunos emprendimientos dudosos, pero tal vez sea hora de hablar de lo que le pasa a la gente que está allí. Por momentos todo se vuelve demasiado estructural y poco se dice de la vida real, de lo que se sufre y lo que se espera.

 ¿Seguridad para todos?

El Gordo Valor y la Garza Sosa no han vuelto a las andadas. Eso tiene que ver menos con el arrepentimiento personal que con la percepción de que ya no podrán ejercer el oficio tal como lo han entendido siempre. Hoy es casi imposible robar bancos, empresas, camiones blindados o ejercer la piratería del asfalto. La logística que se precisaría para entrar a robar a un barrio privado es tan cara que no vale la pena correr riesgos. Es que la distribución desigual del ingreso incluye la seguridad. Los ricos están bien protegidos por sistemas de alarma, seguridad privada, cámaras. Viven en fortalezas.

A partir de eso, en un siniestro juego de equilibrios, la inseguridad acecha a quienes no acceden a pagarse una protección. Asaltos a almacenes de barrio, a maxikioscos, arrebatos de carteras y celulares, robos con modalidad piraña. O si no entraderas, acechar al propietario de una casa para poder entrar con él, pues de otro modo sería casi inexpugnable.

Ya no hay delincuentes reconocibles sino una ola de delitos que amenaza con no cesar nunca. Y que adquirieron una nueva modalidad. Los criminales de la vieja guardia (por decirlo así) hacían gimnasia y no se drogaban porque había de estar lúcido para manejar situaciones que eventualmente pudieran complicarse. Hoy la droga es un insumo prácticamente indispensable a la hora de salir a chorear lo que hace que muchas veces se llegue a la violencia. Por otra parte, los botines son menos cuantiosos lo que lleva a un accionar más intensivo.

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La idea de que esto se detiene con más policías y gendarmes en la calle tiene mucho de golpe de efecto. De hecho, en CABA, los porteños perciben un auge el delito, a pesar de que las calles están llenas de policías- federales y de la Ciudad. Además de que María Eugenia Vidal se cansó de atiborrar cárceles, sin que eso afectara la cifra de hechos de inseguridad.  Es como si existiera una fábrica de chorros que continuamente produjera reemplazos de los soldados presos o caídos en combate contra la policía y a veces a manos de civiles (eso que se da en mal llamar “justicia por mano propia”).

De otros tiempos, la única organización delictiva que funciona es el narcotráfico, construida como una empresa capitalista a la que le conviene que su negocio siga siendo ilegal: producción, distribución, venta, lobbies.

Frente a este nuevo panorama, la policía ha ido cambiando su modo de funcionar sin que eso redundara en una mayor eficacia, más bien lo contrario. Ya no tiene interlocutores en las grandes bandas como antaño –como modo de negociar, intercambiar información y favores mutuos- y el narcotráfico la ha ido corrompiendo. Y frente a estos cuentapropistas del delito, el catálogo de respuestas va de la impotencia al gatillo fácil, cuando no copiarles la metodología y ponerla en práctica. Lo importante es sacarse el tema de encima, al menos hasta el día siguiente.

Sergio Berni –quien va a estar a la cabeza del plan- no se detiene en estas cuestiones porque no hay que perder el tiempo, convirtiendo así la supuesta urgencia en amenaza concreta. Si no se hace algo ya, ya no se podrá vivir sin riesgos en el Conurbano. Entonces, a militarizar lo más pronto que se pueda, incorporar gendarmes y policías, que se note en las calles, como para atrapar a cuanto delincuente ande suelto, o al menos para asustarlo.

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Mientras tanto, va a seguir habiendo personas sin esperanza dispuestas a dejarse caer, en un terreno o en el delito.

 

 

 

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