La afición moderna por los estudios anatómicos y las anomalías biológicas abrió todo un imaginario acerca de los monstruos. El filósofo e historiador de la ciencia, el francés George Canguilhem, se ocuparía de caracterizar este fenómeno es su texto Lo monstruoso y la monstruosidad (1962).

Allí, Canguilhem reconstruye la historia de esa temática desde los primeros dioses/monstruos que habitaban los pueblos antiguos, como el egipcio, que adoraban seres híbridos entre humanos y animales, o entre especies de animales.

En el Medioevo europeo, sin embargo, un componente ético envolvió la hibridez, que, desde este ese particular sistema de creencias, se concebía como resultado de la licencia sexual de los vivientes. Así, la monstruosidad zoomorfa ha sido leída muchas veces como “una tentativa deliberada de infracción al orden de las cosas […], un abandono a la vertiginosa fascinación de lo indefinido, del caos, del anticosmos”.

Este entrecruzamiento entre moral y anomalías biológicas se tradujo en la cercanía histórica de dos campos disciplinares. Al mismo tiempo que se consolidó la demonología, rama de la teología que confecciona taxonomías y jerarquía de los espíritus maléficos, se fundaba la teratología, rama de la zoología que estudia los individuos de una especie que no responden al patrón común: una suerte de “ciencia de los monstruos”.

Posteriormente, la Modernidad, en su faceta más científica, separará con fuerza ambos campos. La monstruosidad se naturalizó, la teratología se volvió una ciencia positiva basada en estudios empíricos: “el monstruo se vuelve un concepto biológico” e “instrumento de la ciencia” para extraer leyes de lo viviente.

Lo monstruoso asociado a lo demoníaco, en cambio, quedó circunscripto al mundo de la fantasía y la ficción, al mundo de las supersticiones populares, incluso al mundo infantil. Esta ruptura se profundizó en el siglo XIX, cuando se dio forma acabada a las explicaciones científicas sobre las malformaciones genéticas.

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La teratología dio, entonces, origen a la teratogenia, que “alardeaba con poder provocar monstruos experimentalmente”. Esa posibilidad real tal vez explique, en parte, el éxito del Frankenstein, de Mary Shelley (1818). Desde mediados del siglo XIX, la teoría evolutiva relativizó para siempre la creencia de que lo propio de la vida es la repetición exacta de los individuos de una especie. Al contrario, lo propio del universo biológico es la capacidad de generar variaciones.

La anomalía se asociará desde entonces con la variedad y la mutación, pero la desconfianza a los principios trascendentales ya se venía macerando antes de Darwin, y había quedado sintetizada en una frase del naturalista francés Étienne Saint-Hilaire (1772-1844): “No hay excepciones a las leyes de la naturaleza, sino a las leyes de los naturalistas”.

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