los feminicidios son mensajes emanados de un sujeto autor que solo puede ser identificado, localizado, perfilado mediante una “escucha” rigurosa de estos crímenes como actos comunicativos.”

El pasado 14 de febrero en las inmediaciones de Palacio Nacional en la Ciudad de México un nutrido grupo de manifestantes se apostaron frente a la entrada principal del edificio en el que usualmente el presidente de la República realiza sus conferencias matutinas. ¿La razón de la manifestación? Exigir justicia por el feminicidio de Ingrid Escamilla y la escandalosa filtración de fotografías y videos del hecho. Hubo diversos pronunciamientos en torno al tema y por supuesto los compromisos institucionales de combatir e investigar cada delito con absoluto respeto de derechos y garantías, castigo a los responsables y la observación de la seguridad, paz y tranquilidad. Un día y medio después, el sábado 15 de febrero, fue encontrado el cuerpo de Fátima, -una niña de siete años reportada como desaparecida al salir de su escuela desde el martes 11 de febrero- envuelto en una bolsa negra de plástico y con aparentes -después confirmados- signos de tortura y abusos que demostraron por un lado la inoperancia de los protocolos de seguridad tanto de autoridades escolares como ministeriales, que actuaron con negligencia, dilación e indiferencia; y por el otro, los niveles de crueldad, sadismo, resentimiento y limitada empatía en quien -o quienes- sin contrición alguna vejaron hasta la muerte a la pequeña.

Según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) durante el período de enero-diciembre del 2019, la Ciudad de México presentó números preocupantes de violencia contra la mujer: tercer lugar nacional con 68 presuntos feminicidios y una tasa de 1.44% x cada 100 mil mujeres; 11 de sus alcaldías se ubicaron entre los 100 municipios de mayor incidencia de violencia, primeros lugares en el delito de trata de personas, hostigamiento sexual, violación y en violencia familiar, y un tercer lugar en llamadas de emergencia con 3, 813 registros; esto representa -tan sólo por estadística- un ecosistema de poder y sometimiento sin control, como mecanismo resolutivo de conflictos y necesidades. Pero un esquema de poder y sometimiento que perjudica principalmente a las mujeres. Aún con los andamiajes jurídicos nacionales e internacionales que les anteceden, éstos no se procuran, no se ejecutan en su totalidad y no hacen partícipes a ningún actor social, pero tampoco responsables a los actores políticos correspondientes.

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Por ello, un (a) agresor (a) al lastimar o quitar la vida a una mujer, niña, adolescente o anciana, lo hace porque nada se lo impide, y a ellas nadie las protege. Los agresores actúan con total impunidad porque no sólo creen, sino que lamentablemente pueden hacerlo sin consecuencias y remordimientos.

Impunidad que Fátima experimentó en carne propia, al ser abordada por una persona relacionada con la familia, cercana al espacio y conocida por ella quien, con engaños y relativa facilidad, se la llevó de la escuela y dispuso a merced de personas sin escrúpulos, de mínima empatía y sin sentido moral. Se observa una realidad en la que la crueldad e indolencia, la ineficiente aplicación de protocolos, la percepción de impotencia, la falta de programas contextuados de prevención social de las violencias, un capital social negativo y el desprecio rampante por la vida subyace entre discusiones, actos y pensamientos. La activista Frida Guerrera señalaba qué en lo que va del año se lleva un registro de 265 feminicidios. Y con el de la pequeña Fátima no solo un dígito, sino una vida y la estabilidad de una comunidad.

*Especialista en ciencias forenses del Observatorio de Violencia dela Policía Federal

Lo aquí publicado es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio

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