Una vez hubo un partido enfrentado a los sectores de poder y al más rancio conservadurismo. El levantamiento agroexportador de 2008 fue una nueva acta de fundación de la UCR como furgón de cola del macrismo en medio de las vociferaciones de Carrió y los intereses de los grandes sojeros.

Una de las consecuencias de la 125 (tal vez, su mayor herencia) fue la formación de un bloque duro de derecha. La solidaridad transversal de amplias capas por la causa de los terratenientes ancló fuerte. Si los meses del conflicto agropecuario dieron nacimiento al kirchnerismo militante, no menos cierto es que hubo un movimiento similar del otro lado. Tal vez inorgánico en ese momento, es cierto, pero sentó las bases de lo que sería Cambiemos. La UCR, cuya figura política más importante del último medio siglo (que con su sesgo socialdemócrata puso al partido a la izquierda del espectro al que lo había arrojado la aventura de la Unión Democrática) agonizaba en 2008, se rederechizó a niveles anteriores a 1973.
Con la muerte física de Raúl Alfonsín se terminó una era y la consecuencia no fue otra que entregarse de pies y manos a la Sociedad Rural que lo chifló en 1988. Mucho tuvo que ver el hecho de que la UCR mutó en un partido de intendentes de zonas rurales, más pendientes de los estancieros de su zona que del ideario de Alem. Más tarde, el aparato radical, el único en condiciones de competirle al peronismo, se ofreció al mejor postor: Mauricio Macri. La retórica de Elisa Carrió hizo el resto para que el experimento fuese presentado como un bastión en defensa de los valores de la República que, como todos saben, pasan por defender la renta de los landlords de la Pampa Húmeda. En el medio, el oportunismo de esos políticos, que descubrieron un filón electoral en hacendados que lamentan la Ley Saénz Peña, ubicó una veintena de legisladores nacionales surgidos del lock-out de 2008, como el hoy honorable senador Alfredo De Angeli, que nunca fue un piquetero faccioso cortando una ruta nacional, sino un abnegado productor de soja que se defendía del expolio populista.
(Cierto que las expresiones “populista” y “populismo”, en sentido peyorativo, son hijas de los 120 días de conflicto con el bloque campestre. Menudo legado.)
Si aquella pugna, uno de los hitos de lo que va de este siglo en la Argentina, reconstituyó a la derecha con basamento social, llegó al gobierno con Macri, hizo los desquicios que perpetró, y encima dio cabida a artefactos a su derecha con vida propia como Espert y Gómez Centurión, va a ser mejor que nos vayamos preparando para lo que pueda surgir en la pos-pandemia. No es moco de pavo esa masa de gente que sale a romper la cuarentena bajo cualquier excusa para cacerolerar. Está mucho más cebada que la clase media de 2008, al punto tal de exponerse al contagio, en un momento en que la cantidad de infectados se acerca al 0,5 por ciento de la población argentina.

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En algún lado, agazapado, hay un politico inescrupuloso midiendo los tiempos para salir a escena y captar a esa inorganicidad que de momento solo puede convocarse a través de las redes, sin liderazgo. Puede ser alguno de los políticos de la oposición, o un nuevo actor, y la masa lo espera con los brazos abiertos para que pregone no otra cosa que lo que ese gorilismo anacrónico espera: mano dura, baja del gasto público, alianzas internacionales “como la gente”. O sea que el discurso se amoldará a una supuesta demanda, en vez de generar oferta, como solía hacer “la vieja política”.
Un gran demagogo está a la espera de lucrar electoralmente con los algo más que descontentos que provocó la crisis del coronavirus, porque hablamos, en gran medida, de gente que no tolera la derrota de Macri. Y que vota.

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