El gobierno lanza mensajes de conciliación y de unidad que no encuentran demasiado eco. La idea de que se puede convencer a todos encuentra sus límites en el frente empresario, político y mediático. La pandemia hoy lo invade todo, pero es hora de menos buena onda y más realismo.

En relación a la foto con grandes empresarios que generó cuestionamientos frontales como el de Hebe de Bonafini y otros más indirectos como el de CFK retuiteando una nota de Alfredo Zaiat, Alberto Fernández declaró: “Si nosotros queremos construir otro modelo de país no podemos hacerlo sólo con los que disfrutan del modelo de país que tenemos, porque ellos no quieren cambiar el país. Pero no podemos hacerlo sin ellos. Son dos cosas distintas.”

La explicación sostiene una forma de realismo político que viene atravesando, con mayor o menor intensidad, los años de democracia en la Argentina y que lleva a una contradicción no solo insalvable sino que se ha profundizado en los últimos años. Algo que se podría formular de esta manera: Sin ellos no se puede gobernar pero ellos no dejan gobernar.  Ese sector empresario convocado por el presidente juega siempre su propio partido. Lo sufrió hasta el más dócil de sus cultores. Macri debió enfrentar más de un embate del llamado círculo rojo –en especial después de que no lograra que se aprobase en el Congreso la reforma laboral-, se quejó varias veces de su falta de apoyo y fue víctima de los procesos inflacionarios desatados por aquellos que, supuestamente, eran del mismo palo. Además de la miniconspiración para que le cediera la candidatura a Vidal.

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Si la foto forma parte del discurso peace and love del presidente, no sería muy grave, todos dicen que han llegado al poder para terminar con las divisiones estériles entre argentinos, o cosas por el estilo. Pero se adivina que funciona como fundamento del proyecto pendiente de un consejo económico y social a la usanza de aquel de 1973. El problema es que las cosas han cambiado mucho desde entonces cuando había equivalencias de poder entre empresarios y sindicatos que, además tenían una fuerte presencia en el escenario político. Con el brutal incremento del desempleo y la informalidad, los cambios que trajo la tecnología y la propia incapacidad y a veces venalidad de sus dirigentes, los gremios han perdido capacidad de presión y su lugar en la política es secundario. AF reconoció que debió haber invitado a Hugo Yasky a la reunión. A Alfonsín no se le hubiera ocurrido organizar un encuentro parecido sin la presencia de Ubaldini, aunque se detestaran.

El único que pelea un lugar en el escenario político-mediático es Hugo Moyano, titular de un gremio crecido al calor de la destrucción del sistema ferroviario emprendida por el menemismo. Y ha tenido acercamientos y distancias con todos los gobiernos: después de buenas convivencias iniciales, terminó en conflicto con Cristina, primero, y con Macri después. Tal vez por eso más que por sus supuestas corruptelas es que el mundo mediático lo ha puesto en el podio de los villanos favoritos de la política nacional.

Y también han cambiado las empresas. El ministro de Economía nombrado por Perón en 1973 –José Ber Gelbard- era el dueño de una gran empresa, un modelo ya dejado atrás, el de “la empresa familiar”, invocado por los defensores de Vicentin y que solo existe en las publicidades de lácteos. Se mantiene en el mundo de las PYMES, pero las grandes empresas no tienen dueños visibles con los que se pueda dialogar. Sus propietarios son accionistas que imponen una lógica, la de las cuentas de resultado. Hoy un CEO debe mostrar ganancias si no perderá su cargo, sus bonos anuales y el uso del baño de ejecutivos.

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Es un modo de funcionamiento que se contradice con la lógica de la negociación. Lo demostraron los despidos en Techint. El presunto ahorro en salarios no justificaba la medida. Se trataba de plantar bandera y, pese a la intervención del Ministerio de Trabajo, la decisión siguió en pie.

Hay una idea en Fernández (o por lo menos en su discurso) de que se puede convencer a todos. Algo así como que existe una buena fe universal a la que hay que sacar del error. De allí tanta presencia en los medios (inusual en un presidente), en especial en aquellos que le son explícitamente hostiles. Medios que se han aliado, incluso antes de que asumiera, con la oposición –que no es tan residual como en la cosmovisión de Sylvestre- con el objetivo de esmerilar a AF, ganar las legislativas del año que viene y acceder así a alguna forma de impeachment. La Nación se ha puesto a la cabeza de esta movida y le viene matando el punto a Clarín en cuanto a periodismo de guerra se refiere. Este ataque incansable en medio de una pandemia es profundamente antidemocrático, porque pone entre paréntesis una situación que afecta a todos, en función de intereses sectoriales.

No son estos tiempos adecuados para romper lanzas, y tal vez el ecumenismo presidencial sea su modo de pasar la tormenta. De vez en cuando, la cara más intransigente del poder se le planta y pierde la compostura, como le ocurrió cuando tildó de miserable a Paolo Rocca o calificó de canallesco el documento opositor ante al asesinato de Fabián Gutiérrez. Ir de la buena onda a la respuesta iracunda cuando lo único que le llega del otro lado son formas más o menos elaboradas del agravio. En ese equilibrio transcurren hoy las cosas, aunque se vayan perdiendo algunas batallas como la de Vicentin.

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Habría que saber si el gobierno se prepara y recolecta fuerzas para cuando llegue el momento de que las contradicciones salgan del letargo y empiecen a reverdecer. Cuando ya no haya fotos. El kirchnerismo ha mostrado poca vocación por construir alternativas y una excesiva tendencia a considerar que los conflictos son asuntos personales. Volver mejores sería empezar a pensar el futuro con más realismo que buenas intenciones.

 

 

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