Fue una temporada tumultuosa, el levantamiento de Villa Martelli, el ataque el cuartel de La Tablada, los cortes de luz, todo como antesala de la híper que terminó por llevarse puesto al gobierno de Alfonsín. Hay parecidos entre aquel verano y el actual, pero por ahora la pesadilla no acudió a la cita. Lo que es tener los mercados a favor.

Crisis económica, cortes de luz, inflación galopante, la región conmocionada por el desgaste de un régimen autoritario y la Argentina a las puertas de una elección presidencial. Podría ser el verano de 2019. Pero también es el de 1989, el del colapso del primer gobierno democrático tras la dictadura.

Raúl Alfonsín había completado ya cinco años de gobierno. Lo que parecía imposible en 1983 o, al menos, muy difícil, estaba a la vuelta de la esquina: el país entraba a 1989, el año en que se iba a votar presidente y un mandatario constitucional recibiría los atributos de mando de otro elegido por el pueblo. Había que retroceder hasta 1928 para algo semejante. Pero el camino hacia el 10 de diciembre de 1989 parecía minado.

Anticipos del futuro

La derrota electoral de 1987 había frustrado los sueños alfonsinistas del tercer movimiento histórico. Para peor, no solamente había dado nuevos bríos al peronismo, que gozaba de un triunfo electoral por primera vez desde 1973, sino que además adelantó los tiempos de la compulsa electoral. Las internas del PJ y la UCR fueron a mediados de 1988, cuando en rigor podrían haber sido a fines de ese año. Pese al desgaste de Alfonsín, las internas partidarias servían como reaseguro para una democracia taladrada por los alzamientos militares de Semana Santa y de Monte Caseros. Y que no ponía a la economía en caja. Para agosto, pleno invierno, vio la luz el Plan Primavera, un acuerdo con los empresarios que buscaba garantizar gobernabilidad hasta diciembre del 89. Un día después del anuncio de la componenda en Olivos, Alfonsín sufrió la silbatina de la Sociedad Rural. Era un mal presagio.

En septiembre, un nuevo paro de la CGT culminó con incidentes en Plaza de Mayo, que incluyeron la rotura de las vidrieras de Modart. Ya estaba instalada la candidatura de Carlos Menem, a quien Alfonsín fustigaba como “el peor gobernador de la Argentina”. Enfrente, Eduardo Angeloz proponía ajustar el Estado hasta lo indecible y se mimetizaba con el discurso de Álvaro Alsogaray. El 18 de octubre, Alfonsín hizo lo que hubiera deseado hacer quizás en el marco del quinto aniversario de su asunción o, a más tardar, marzo del 89: ponerle fecha a las elecciones. El país votaría siete meses más tarde, el 14 de mayo. Todos daban por supuesto que se vendría una larga transición hasta diciembre del 89. Era un hecho que se quería evitar perder caudal electoral al radicalismo.

Villa Martelli

Para diciembre, con los primeros calores, llegó el tercer alzamiento carapintada, el de Villa Martelli. Esta vez no con Aldo Rico como líder insurrecto, sino con un coronel fundamentalista católico, ultramontano, para quien la Revolución Francesa había disociado a Dios y al hombre y que, curiosidades del fenómeno inmigratorio que forjó la Argentina, venía de una familia de raigambre musulmana: Mohamed Alí Seineldín. No había conseguido un ascenso en la Junta de Calificaciones y antes de pedir el retiro decidió quemar las naves: pidió la cabeza del jefe del Ejército y la amnistía para los sublevados de Semana Santa y Monte Caseros.

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El alzamiento coincidió con el viaje de Alfonsín a México para la asunción de Carlos Salinas de Gortari y sería determinante para las semanas siguientes. Por un lado, el radicalismo buscaría ligar a Seineldín con un proceso de desestabilización que beneficiaría a Menem y agitaría ese fantasma. Por otro, mientras el arco político repudiaba la chirinada, que eyectó de su cargo de jefe del Ejército a Dante Caridi y colocó en su lugar a Francisco Gassino, un partido en particular iba a denunciar que el carapintadismo quería interrumpir el orden democrático y lejos estaba de ser una amenaza. Era el Movimiento Todos por la Patria, un grupo minúsculo de izquierda que se había estrenado en las elecciones del 87 con magros resultados.

A media luz

Nadie le prestó particular atención al MTP. No sólo por ser un partido pequeño e intrascendente en la vida política nacional, sino además porque ese diciembre no había mucha cobertura televisiva por la crisis energética: los canales redujeron su programación y comenzaron a transmitir en horario vespertino. Los que tenían suerte prendían el televisor a partir de las cinco de la tarde. Si no les cortaban la luz, moneda corriente en el tórrido verano. Los relatos de la época sitúan al mismísimo Alfonsín en el despacho presidencial en mangas de camisa con un ventilador de pie para paliar el calor y dar el ejemplo, que no era imitado en oficinas próximas dentro de la Casa Rosada con aire acondicionado.

En rigor, lo que sucedió fue que dejaron de funcionar dos bombas de la central hidroeléctrica de Embalse Río Tercero y además la central nuclear de Atucha quedó fuera de servicio. Por si fuera poco, la distribución desde El Chocón quedó afectada por un incendio en La Pampa. Ya en abril del 88 había habido cortes rotativos de cinco horas por turno ante la escasez. El sistema no alcanzaba a satisfacer la demanda y encima la provisión de energía iba a la baja. Bernardo Neustadt ya repetía como un mantra que los ferrocarriles le costaban un millón de dólares por día al Estado. Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (Segba) se iba a sumar a las críticas respecto de la ineficiencia de las empresas estatales.

La magnitud de la crisis quedó de manifiesto cuando los cortes programados de cinco horas pasaron a ser de seis, y se sumaron los sábados. Se declaró el estado de emergencia. Para peor: el suministro de agua también se vio afectado.

La falta de inversiones había aportado lo suyo: se calculaba que el Estado había invertido apenas un diez por ciento de lo que correspondía en el sector energético durante el lustro que llevaba la democracia para evitar la situación que se vivía. El colapso energético contribuyó en gran medida en que calara el discurso privatista, que ya esgrimía el candidato radical: música para los oídos de la UCeDé, la tercera fuerza en disputa. Solamente el peronismo mantenía un discurso de defensa del erario público.

La Tablada

En plena ola de calor sin luz llegó el 23 de enero de 1989. Ese día, un copamiento en un cuartel del Ejército puso a todos en alerta. Se habló de una nueva intentona carapintada, cuarenta días después de la crisis de Villa Martelli. El Regimiento 3 de La Tablada fue un baño de sangre. Recién en horas de la tarde se supo que los atacantes eran del MTP. Alegaron que querían frenar un nuevo alzamiento, algo incomprobable. Murieron 32 atacantes y once efectivos del Ejército y fuerzas de seguridad. Quedaron decenas de heridos y, se supo más tarde, cuatro miembros del MTP, que fueron registrados vivos en fotografías tras haberse rendido, no aparecieron más.

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Alfonsín fogoneó lo ocurrido como el mayor desafío a su gobierno desde el 83 y fue perfectamente consciente de que enfrentaba como consecuencia una crisis militar. Siempre dijo que sentía tener espaldas para pilotear una crisis militar o una crisis económica, pero por separado, no juntas. Y ambas cuestiones se juntaron en cuestión de días.

Con el correr de las horas surgirían hipótesis diversas sobre el origen del ataque. Incluso se llegó a decir que el MTP actuó instigado por los servicios para ensuciar más a los carapintadas y así endilgarle responsabilidad a Menem por su cercanía con Seineldín. De hecho, al momento del ataque, el debate político pasaba por la conferencia de prensa de Alfonsín del 20 de enero en Olivos. Un periodista le preguntó sobre las condiciones de detención de Seineldín y el presidente dijo que recibía visitas de allegados de Menem. Otro periodista consultó al mandatario sobre el apoyo declamado del general Bussi a la fórmula peronista y que Menem y Duhalde no rechazaban ese apoyo. Respondió: “Me parece que está orientado el general Bussi”. El peronismo salió a responder, pero La Tablada tapó todo.

Las teorías conspirativas sobre el ataque tuvieron su pico cuando a los pocos días murió el jefe de la Policía Federal, el comisario Juan Ángel Pirker. Hubo quienes aseguraron que Pirker habría descubierto la verdad sobre el copamiento y que eso lo llevó a la muerte. Lo cierto es que venía mal de salud, pero su deceso dio pie a las tesis que apuntaban al ministro del Interior, Enrique “Coti” Nosiglia, como monje negro de La Tablada.

El otoño del patriarca

Para el momento de la muerte del comisario, el verano del 89 ya había entrado en otra dimensión. Mientras el país aun se hallaba conmocionado por el ataque a La Tablada, América Latina pasó a ocupar las primeras planas de todo el mundo por un episodio de relevancia indisimulable. Uno de los hechos de la década se producía en un país vecino: la caída de la dictadura más longeva del continente. El 3 de febrero, el hombre fuerte del Paraguay vio terminar su dictadura de 35 años. El general Alfredo Stroessner había sido “legitimado” para un nuevo mandato en agosto del 88. Su colega Augusto Pinochet se jugaba entonces a la aventura del plebiscito en Chile, que le salió mal. El régimen trasandino comenzaba su retirada, dejando al Paraguay de Stroessner como la única autocracia en vigencia de América Latina. La dictadura paraguaya, que había convertido al contrabando en la principal actividad económica del país, ya se había agrietado y el golpe de gracia lo dio un familiar directo del tirano: su consuegro, Andrés Rodríguez, que lo desalojó del poder. Pinochet no se quiso complicar con el asilo y su amigo de apellido alemán terminó en Brasil.

Los radicales tuvieron en el golpe contra Stroessner otra arma discursiva para la campaña presidencial, ya no contra Menem en particular, sino contra el peronismo en su conjunto, que nunca se había pronunciado en forma taxativa contra la dictadura guaraní. El recuerdo del paso de Perón al comienzo de su exilio por tierras paraguayas, justo cuando ya se había iniciado la dictadura stroessnerista, jugaba muy fuerte en el justicialismo. Tanto como el hecho de que, en su primer regreso, en noviembre de 1972, Perón ingresó con un pasaporte paraguayo e hizo escala en Asunción en el vuelo de regreso. La dinámica de los acontecimientos impidió cualquier asociación, que difícilmente hubiera impactado en los votantes. Porque la economía entró en escena con una crudeza nunca antes vista.

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El Lunes Negro

El Plan Primavera daba señales de haberse agotado antes incluso de arrancar en su intento de estabilizar la economía. La escalada de precios continuaba. Tanto como la demanda de dólares. El lunes 6 de febrero, la divisa abrió a 17 australes. Al término de la jornada había saltado a 24. La devaluación fue del 25 por ciento. No se sabía aun, pero eran los prolegómenos de la hiperinflación.

Foto: Horacio Paone

El estado de situación había llegado a un punto de no retorno: los grandes jugadores querían dólares a como diese lugar. El Banco Central veía cómo se agotaban sus reservas de manera dramática. Existía la posibilidad de frenar la venta, pero eso traía aparejado otro problema, tanto o más grave que la escasez de divisas: la disparada del dólar. Había empresarios que confiaron en el austral y la devaluación fue un cimbronazo, que preludió la liquidación de divisas off-shore. Grandes grupos cerraron sus cuentas fuera del país y el Estado se privó de ingresar dólares que hubieran calmado la situación. El dólar mayorista quedó rehén de operaciones en las que los grandes grupos comenzaron a comprar y venderse a sí mismos para inflar el precio de la cotización. Era lo que luego se conoció como el golpe de mercado.

Más adelante, el peronismo operaría a través de Domingo Cavallo para que el FMI y el Banco Mundial no prestaran un dólar más a la Argentina de Alfonsín. Mientras, Guido Di Tella echaba nafta al incendio al decir que no hacía falta un dólar alto, sino “recontra alto”.

Alfonsín no las tenía todas consigo y con el fin del verano llegó el golpe de gracia: Angeloz pidió públicamente la cabeza del ministro de Economía, Juan Vital Sourrouille, sindicado por los empresarios como el responsable del descalabro. Ya no alcanzaba con que se hubieran adelantado las elecciones: faltaban poco menos de dos meses para los comicios y los tiempos se habían acortado de manera dramática.

El Presidente cedió al candidato de su partido. Llegó Juan Carlos Pugliese al ministerio de Economía. Liberó el tipo de cambio con la confianza de que no habría una estampida hacia el dólar. Se lo había pedido a los empresarios. Les habló con el corazón y le respondieron con el bolsillo, según sus palabras sobre el hecho consumado. La híper ya era un hecho inexorable.

Llegó el otoño. El calor había amainado, pero seguían los cortes; se iniciaba el juicio por el copamiento de La Tablada; Andrés Rodríguez pasaba a ser el garante del tránsito de la dictadura a la democracia en Paraguay; y los argentinos se aprestaban a elegir a Carlos Menem. Luego vendrían los saqueos y la entrega anticipada del gobierno, en julio. Para entonces, ya había comenzado el invierno.

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