Quizás sea tiempo oportuno para una reflexión que importa a toda la nación, pero sobre la cual se suelen manejar más sobrentendidos que diálogos sinceros. Esta columna quisiera ayudar a poner las cosas en claro. Un sinceramiento, digamos, que no va contra nada sino en favor de reconocer algo que sucede, y sobre todo en el interior del país, en la totalidad del territorio, y que debiera importar particularmente en la capital federal.

El federalismo es una especie de vocablo sobreentendido y aceptado pero sin profundidad. Se lo tiene como algo congelado, inmutable, y que –piensa esta columna– bien haría nuestra sociedad en rediscutir, pero entendido el verbo en el sentido de volver a analizar, evaluar y considerar el concepto y las acciones políticas que de él se derivan. Y que por lo menos para las generaciones que hoy habitan nuestro suelo parecen bastante confusas.

No es espacio éste para reponer añejas discusiones, claro está, pero sí es ineludible decir que la vieja cuestión federales versus unitarios no está zanjada, de hecho jamás lo estuvo y acaso por eso devino herida que nunca termina de cerrarse.

De ahí que quizás vaya siendo hora de empezar por lo menos a discutir la cuestión, en busca de nuevas formulaciones y prácticas que ayuden a cerrar heridas de una vez, y sobre todo que preparen a la sociedad para los grandes debates que en consecuencia más tarde o más temprano habrá que dar en esta república.

Se dirá que no es tiempo todavía –como siempre se dice de las grandes reformas urgentes– pero la vida cotidiana de este país que amamos y sufrimos viene imponiendo la necesidad de una intensa discusión nacional al respecto, y particularmente en estos días y meses en que dos pestes nos afectan y sobre todo a los más necesitados, o sea las grandes mayorías reiteradamente condenadas a la miseria: la pandemia cuya vacuna se demora y duele tanto; y la cretina necedad psiquiátrica de minoritarios sectores manipulados por quienes cuando fueron gobierno arruinaron la vida de casi 50 millones de compatriotas. Y que ahora, encima, parecerían empeñados en enfermarlos.

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En este contexto, el federalismo puede parecer un concepto exótico, pero no lo es. Y no hay mejor modo de abordaje para precisarlo que razonando y acordando mínimas pautas conceptuales. Eso intenta esta reflexión.

Hoy el federalismo, como doctrina política que propugna la organización federativa de estados asociados, que cabe recordar que son preexistentes, pareciera existir apenas en las palabras y en la buena intención de nuestro Presidente. Alberto suele reiterar, no sin orgullo, que él es el más federal de los presidentes argentinos. Con lo que expresa que al menos quiere serlo. Y está bueno: loable propósito. Pero más allá de palabras e intención, el hecho real y reiterado década tras década desde hace un siglo y medio es que la supremacía de Buenos Aires determina un federalismo siempre cortito y a lo sumo consistente en acuerdos del poder central con los gobernadores provinciales, quienes casi nunca, o nunca; dejan de practicar en pequeño la misma vieja tara de concentración absoluta del poder y la economía. De donde los habitantes del interior profundo de cada provincia resultan siempre postergados y condenados a ser meros votantes de ilusiones que nunca se concretan para ellos. Por lo que muy rara vez los gobernantes provinciales son verdaderos garantes y satisfactores de los derechos de las ciudadanías de tierra adentro que los votaron.

En la realidad política argentina, los hechos, reiterados siempre en nuestra historia y también ahora, son tozudos: todos los gobiernos nacionales, sin importar el lugar de nacimiento de los primeros mandatarios -–e incluso del gobierno actual al que votamos, apoyamos y sostenemos a pesar de errores y contramarchas–- han mantenido las mismas, férreas, mirada y actitud –entre distraída y condescendiente– sobre el 60 por ciento de [email protected] [email protected] que vivimos extramuros. Y esto se repite en el gobierno del FdT, que, dicho sea con el mayor respeto hacia el compañero Alberto, en materia de federalismo hasta ahora no ha ido más allá del buen propósito.

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Pero la realidad es la única verdad, como decía aquél que todos y todas sabemos, y lo cierto es que si ese ideal federal no pasa de acuerdos bienintencionados con los gobernadores provinciales, no hay ninguna seguridad de que las virtudes del sistema federativo de gobierno lleguen y satisfagan a [email protected] habitantes de cada provincia. Ni mucho menos tal concepción de federalismo será garante de los derechos de los pueblos. Esta es la sombra viva de la historia argentina desde por lo menos 1853.

Es así cómo en el Norte, que es donde más se nota, cada partida de recursos que llega «de Nación» ­­–como se les dice cual si fueran dádivas– raramente va más allá de la capital provincial. Y así los interiores provincianos, que es donde más se necesitan recursos, reciben migajas de los repartos y de manera siempre inequitativa, caprichosa. Ahí están Salta y Jujuy como emblemáticas de estas prácticas, encima tan perversas como para mantener en irregular prisión desde hace años a una dirigente popular como Milagro Sala.

En general las provincias repiten, casi calcado, el fenómeno de la Capital Federal (esta columna se resiste al esquivo nombre de CABA) consistente en concentrar, generar y disponer de excesivos recursos comparativamente. Y peor aún si encima los gobiernan intendentes como Macri en su momento o Rodríguez Larreta ahora, porque entonces la repartija es hiperconcentrada, caprichosa, clasista y más corrupta. Lo que de paso explica la miseria de barrios sin agua, luz ni servicios sanitarios, donde prosperan virus y pestes confirmatorios del deseo implícito de «que se mueran todos», para así ampliar los negocios inmobiliarios que el partido amarillo practica desde hace años.

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La negación, distorsiones y taras del federalismo argentino complican no sólo la vida de millones de compatriotas, sino y sobre todo la superación de la crisis social recurrente que sufre el pueblo argentino desde por lo menos los infames, cobardes bombardeos de 1955. 

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