Nacimos antes que Fito y después de Charly. Pertenecemos a esa generación que pretendía demoler hoteles y confiaba en que los dinosaurios irían a desaparecer. La del amor después del amor. Ninguno de ellos (ni nosotros) es quién era entonces. El tiempo pasa y nos vamos volviendo viejos, aunque intentemos reflejar el amor igual que ayer. La Negra y Pablo también nos marcaron en la piel aquellas existencias de crecimiento. De vez en cuando, aun entre mucha nostalgia y alguna angustia por el tiempo que no fue, nos recuerdan ideales, modelos, voluntades, ganas, sentimientos que nos marcaron a flor de piel.

Trascurrió una vida desde aquel setentismo power que devino en las peleas de fin de siglo, las teorías que nos quisieron devorar ideologías. Y hasta las estériles ilusiones por un mundo cibernético que mejorara la realidad, que apretara desigualdades, que dejara de aventar peligros destructivos de guerras frías o planetas calientes. Todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia, nos recuerda León, que vino al mundo sólo 28 días después que García.

Estas rápidas reflexiones, expulsadas al correr del teclado, como urgente devenir de recuerdo y jamás como balance, se sustentan, son extraídas del pensamiento por las noticias más nuevas que larga la radio esta mañana. Aunque parezca un contrasentido esas noticias no son nuevas. Sólo se trata de vivir, esa es la historia, nos contaba el más viejo de los vivos, Litto.

Somos esta camada que la pandemia ubicó en el borde de la gente común, como gente de riesgo. No somos esenciales, aunque estemos convencidos que cada uno de los seres humanos lo son. Pero este Covid, que iba a llegar para mejorar a la humanidad -ingenuidad brutal y pérfida-, nos otorgó otra subdivisión: la que, según aquellos que pueden imponer las reglas, unos son imprescindibles (inmediato sinónimo de esencial) y otros no. Macana. Por decirlo suave.

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Bien setentista fue aquella novela que pergeñó en 1969 un Adolfo Bioy Casares que transitaba los 55. Diario de la Guerra del Cerdo, narración que trasunta una pugna denodada y desigual entre los jóvenes y los viejos. El mundo ya alimentaba esa cruel idea que de lo novedoso es mejor, que lo joven necesariamente redobla cualidades, que lo antiguo es desechable y provisional, soslayando la idea infiel de que lo menos experimentado es utilizado por la economía de mercado para abaratar costos, aun generando enormes entredichos con la calidad, con la aptitud.

Hace unas líneas desordenadas hablábamos de las noticias que nos cuenta la radio. Por caso, las infinitas versiones sobre cómo haremos para arrancarnos de encima los peligros de este maldito virus, más temprano que tarde, antes de que esa gente que juega con cosas que no tienen remedio cumpla su cometido. Incluso a sabiendas que para nosotros (para todos) sí es esencial, imprescindible, urgente, desesperante (y todos los sinónimos que arroje el diccionario) enfrentar, detener, vencer esta imposición despiadada de limitarnos la vida que llegó con la pandemia. Que se entienda en su justa medida: no se trata de la libertad estúpida de los libertarios: para nosotros (al menos para quién firma esas elucubraciones) la libertad significa sangrar, luchar, pervivir, como nos explicaba el Nano. Que es un árbol carnal que implica ir por la vida enfrentando la injusticia de los poderosos, partiendo estadios de desigualdad, pensando en el otro como en uno. ¿Utopías setentistas? Por qué no. Mientras no se diga que son fútiles ilusiones de viejos.

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Vayamos, al fin, al meollo: tenemos más de sesenta y esperamos la vacuna con fruición. Como dice Víctor Hugo, vamos por el mundo con el brazo extendido al acecho del pinchazo salvador. Mientras, tratamos de eludir el tenebroso juego del poder real encaramado en esa manga de truhanes, emperifollados para la TV o detrás de portadas de grandes medios que se defecan en la credibilidad, el rigor periodístico y la ética, cuando no en otras cosas «esenciales». ¿Hace falta recordar que se empeñaron en denostar a la Sputnik del Instituto Gamaleya, a la que no sólo llamaban rusa sino que más de una pobre ensañada la calificaba de “soviética”; que hicieron campaña nada sutil para que la gente creyera que venía sin controles; que “no es europea ni de EE UU: no me la doy ni loca”; que se trata de un negociado entre CFK y Putin; que sólo Venezuela la aceptó como la Argentina y tantas otros disparates, que como estamos en un diario preferimos no calificar de hijoputeses…?

¿Hace falta recordar que son los mismos granujas que ahora intentan provocar mucho más que inquietud y desasosiego cuando expulsan titulares que buscan revelar la escasa provisión real de vacunas que llegan a la Argentina, o esconden en el fondo de sus basuras, las benditas calificaciones sobre la vacuna “comunista” que emiten los medios más creíbles y con la decencia que no tienen ellos? Aunque acabemos que la culpa no la tiene sólo el chancho sino quien le da de comer, decían nuestra nona mucho antes de los electrizantes ’70. Nos inclinan la cancha, nos cobran penales lejos de las áreas, nos muestran tarjetas por infracciones que cometieron ellos. Y nosotros seguimos con la teoría de la concertación amable, cuando no esgrimimos el argumento del posibilismo, de que son el poder real y que la tienen lo suficientemente pesada para imponer su realidad.

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Alguna vez, (hace mucho; hace poco también) entre canciones de protesta y alegorías por un mundo mejor, nos hablaron de que la política debe servir, «esencialmente», para correr los límites de lo posible y que los liderazgos políticos se construyen traccionando relaciones de fuerzas. Los que hoy transitamos los sesenta y pico habiendo visto distintos peronismos, tipos politizados intrínsecamente a pesar de dictaduras, frustraciones, muchas torturas y bastantes palos, ya éramos gente grande y curtida cuando un Flaco de mirada estrábica, nariz prominente y fuego en el alma y en las manos, nos demostró que aquellas utopías podrían refrescarse y aggiornarse, que no todo estaba perdido, que podían regresar los días felices y que -lejos de convertir a este suelo en el paraíso tan anhelado y sin que haya surgido de las alamedas el hombre nuevo que imaginábamos- podía enfrentarse el poder real, intentar cambiar el rumbo, crear agenda propia, ser mucho más solidarios.

Hace un año y pico, cuando la pandemia siquiera estaba en nuestras más locas imaginaciones, nos instaban a salir a la calle a reclamar toda vez que los cambios que nos prometían intentar, no se avizoraran. Cuando no se percibiera con claridad la pelea por modificar la relación entre el que manda y el mandado. Pues, acá estamos. Porque también somos los hijos de esos padres a los que Serrat les gritaba en modo de desesperada advertencia que “deje usted de llorar que nos han declarado la guerra”.

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