La escritora, nacida en el Bronx, tiene ahora 85 años

La escritora, nacida en el Bronx, tiene ahora 85 años

La soledad como punto de llegada, la ciudad como espacio de contención y la amistad como un vínculo de complicidad son los ejes sobre los que vuelve la periodista y escritora estadounidense Vivian Gornick en sus memorias, una trilogía de ensayos atravesados por su perspectiva feminista, que se reeditaron en la Argentina antes de su participación en el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba).

La entrevista de la ensayista y periodista Tamara Tenembaun a Gornick (Nueva York, 1935) se estrenará este sábado a las 20 en lo que será el cierre de un festival de nueve días por el que pasaron Joyce Carol Oates, Jamaica Kincaid, Alejandro Zambra, Isol, Camila Sosa Villada y Sharon Olds entre muchísimos otros referentes de la literatura, la poesía y la ilustración.

«Apegos feroces» es el primer libro de esta trilogía editada por Sexto Piso y es con el que irrumpió en las librerías argentinas. Con traducción de Daniel Ramos Sánchez, este ensayo deja vislumbrar los temas que se irán convirtiendo en eje de los dos trabajos posteriores: la soledad, las pautas establecidas para la vida de las mujeres en distintos momentos históricos y el encuentro con la vida universitaria.

En las primeras páginas, Gornick camina con su madre por la ciudad de Nueva York y ese vínculo será complejizado por la escritora recuperando su infancia en el Bronx, la muerte de su padre y la cotidianidad con las vecinas del edificio en el que vivían y le abrieron nuevas formas de proyectar su vida.

A esas dos mujeres que caminan, toman café y asisten a conciertos parece ser la narración, la reconstrucción del pasado compartido lo que logra unirlas, aunque no coincidan en la lectura de los hechos o tengan en sus presentes ecos muy diversos de lo compartido: son los personajes del pasado, los desenlaces o desencuentros con ellos, los que les permiten seguir caminando juntas.

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Esa madre, con la que piensa el mundo de manera muy diferente y que convirtió la viudez en identidad, su imagen ante el mundo, es quien defiende la educación universitaria de su hija ante un tío que la interpela con la pregunta: «¿Dónde está escrito que la hija de una viuda de clase obrera tenga que ir a la facultad?».

Con un golpe sobre la mesa, la madre replica «aquí está escrito, la chica va a la universidad», permitiendo el ingreso de su hija a la vida universitaria, que en «Apegos feroces» Gornick describe como el descubrimiento de la vida intelectual: «El mundo cobraba sentido, teníamos en qué apoyarnos».

Las memorias de una de las representantes de la segunda ola feminista de los años 70 en Estados Unidos continúan con «La mujer singular y la ciudad», un trabajo que da cuenta de la forma en la que Gornick se fue apropiando del centro de Nueva York.

«Siempre he vivido en Nueva York pero durante buena parte de mi vida suspiré por ella igual que alguien que de ciudad de provincias anhela vivir en la capital. Crecer en el Bronx fue como crecer en el pueblo», señala en la primeras páginas del libro traducido por Raquel Vicedo.

Así Gornick establece el comienzo de una relación con la ciudad que incluye extrañeza, apropiación y reconocimiento porque en las distintas etapas de su vida será clave la caminata por esas calles para seguir y reinventarse después de una separación o de una crisis laboral.

Si en «Apegos feroces» el vínculo con su madre atraviesa la escritura, en «La mujer singular y la ciudad» es su amistad con Leonard la que organiza la forma en la que Gornick cuenta los encuentros con sus parejas, sus trabajos como docente o como periodista o sus lazos con distintas amigas.

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El libro tiene a Leonard como cómplice desde la primera hasta la última página, al que presenta como alguien con quien comparte «la política del daño» y el tema de «la vida no vivida».

Los paseos con su madre continúan pero los que arma con Leonard se van imponiendo como una nueva conversación que también la constituye: «Seguimos caminando juntos, uno al lado del otro; en silencio; testigos especulares de la experiencia formativa del otro. La conversación siempre se volverá más profunda, incluso si la amistad no lo hace».

La autora de ensayos, textos críticos y periodísticos recupera en esta segunda entrega de sus memorias a Mary Miller, una escritora nacida en Connecticut que, entre 1946 y 1952 y con el seudónimo de Isabel Bolton, publicó novelas en las que «la mujer es capaz de salir adelante porque ama la ciudad» y al igual que ella se apropió de Nueva York, donde vivió sola y escribió sobre esa experiencia.

Después del 11S

Para Gornick, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 la ciudad comenzó a parecer «vacía, confusa, descuajada» y ella encontró un camino para procesar ese momento histórico en los novelistas franceses e italianos de los años cincuenta y sesenta.

Porque advierte que lo que estaban perdiendo los habitantes de Nueva York era la nostalgia, que es «eso que había en el corazón de la narrativa de posguerra».

«Lo que le faltaba a aquellas novelas no era sentimiento, era nostalgia. Ese silencio frío y puro que hay en el núcleo de la prosa europea moderna es la ausencia de nostalgia: una ausencia que sólo está al alcance de quienes al final de la historia siguen de pie, observando, sin anhelo ni arrepentimiento, el ser de lo que es», señala.

En esa recurrencia a ir a la literatura para buscar nuevas lecturas e intentar comprender también está la posibilidad de encuentro con Leonard, con quien establece conversaciones a partir de lecturas sobre cenas compartidas o descripciones sobre ellos mismos que logran ayudarla a desarmar lo que llama la gran ilusión de nuestra cultura de hacernos creer que «somos lo que confesamos ser».

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La trilogía se completa con «Mirarse de frente», un libro que se compone de siete ensayos en los que la autora vuelve a desarrollar su capacidad para desplegar observaciones sobre su universo cotidiano y personal, y en el que el feminismo, las desigualdades y la escritura se entrecruzan para profundizar lo que se nos presenta como evidente.

Los textos se difundieron este año por primera vez en castellano en una edición, también a cargo de la editorial Sexto piso, con traducción de Julia Osana Aguilar y consolidan lo autobiográfico como un sello que prevalece en Gornick y le permite situar a la escritura como experiencia.

La autora asevera en el primer ensayo que «la belleza» del feminismo está en haberla «hecho valorar la cruda verdad por encima del romance» porque la rescató de la autocompasión y le brindó «el regalo incomparable de querer ver las cosas como son».

En otro de los textos vuelve a sus jornadas como camarera a fines de los 50 en los hoteles ubicados en los montes Catskills, con su paisaje «salvaje, peligroso y emocionante», en los que trabajaba durante las vacaciones de su vida como estudiante universitaria.

En textos como «Vivir sola», «Escribir cartas» y «En la calle: nadie es espectador, todo el mundo actúa» la soledad puede ser un agobio pero también un alivio y un lugar de llegada que marca la posibilidad de haber atravesado otros estados.

Las memorias de Gornick pueden leerse como el recorrido trazado por una mujer desde el Bronx hasta las calles de Manhattan en el que fue encontrando diferentes maneras de desentrañar mandatos y construir nuevas conversaciones para resignificar su forma de habitar el mundo.

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