Para la autora resulta un error superponer el plano político con el plano erótico.

Para la autora resulta un error superponer el plano político con el plano erótico.

En una época donde se precipitan las definiciones que pretenden delimitar las identidades y patologizar las emociones, la psicoanalista Alexandra Kohan reivindica el componente inasible del deseo, una condición que en su libro «Y sin embargo, el amor» impregna el mapa de lecturas y canciones con los que dialoga para cuestionar el paradigma normalizador de la felicidad y la ilusión de que el malestar en la cultura puede ser erradicado: «habitar la fragilidad es más emancipatorio que pretenderse empoderado», sostiene.

La disrupción aparece como el gran territorio de operaciones de la autora de «Psicoanálisis: por una erótica contra natura», una lectora sagaz que analiza siempre a contrapelo de lo evidente y plantea objeciones que a veces la empujan involuntariamente a polemizar con los feminismos, no porque esté en desacuerdo con la mayoría de sus formulaciones sino porque toma distancia de la radicalidad de algunas consignas o cuestiona categorías como las de responsabilidad afectiva o empatía, desde las que estos colectivos proponen una relectura de los vínculos.

Con ese mismo fervor antojadizo que desatiende modas o imperativos, Kohan acaba de publicar ahora un nuevo libro que discute sobre una escena que propone una redefinición del amor bajo la sospecha de que hasta ahora fue encerrado en paradigmas que tiranizan el deseo y producen insatisfacción. Precisamente todo lo contrario de lo que intenta exponer la psicoanalista: «Que el deseo no pueda ser satisfecho no significa que se viva una vida de insatisfacción», replica en una entrevista con Télam.

«Y sin embargo, el amor» (Paidós) puede leerse como una reivindicación de la incerteza de ese sentimiento, como un elogio de su condición insondable – «no escribí desde lo que yo sé del amor, escribí desde lo que no sé», dice la autora- pero también como un instrumento para pensar una escena social que rechaza «cualquier manifestación de afectación de los cuerpos», y donde el sufrimiento y la angustia son vistos como una patología abominable.

El nuevo ensayo de Alexandra Kohan.

El nuevo ensayo de Alexandra Kohan.

«No somos deseables por lo que nosotros creemos que somos. Entonces, se trata de soportar la otredad. No solo la del otro sino la propia. Algo así como ¿qué ha hecho el otro de mí? Los rasgos por los que nos hacemos deseables para el otro son insondables, del mismo modo que son insondables los lugares desde los que el deseo se engancha -escribe Kohan -. Ese algo del otro introduce la extrañeza, la inquietud. Es ese algo que nos hace extraños para nosotros mismos, ese algo que hace de uno, otro».
El elogio del amor que emprende la psicoanalista en el texto es al mismo tiempo una crítica del imperativo de la felicidad «que pone bajo sospecha lo que rezuma dureza y pesimismo» y de las narrativas sociales que instan a ser productivos, a no perder el tiempo y no quedar cautivos en relaciones que generan sufrimiento. Si eso ocurre -prosigue Kohan su impugnación a esos discursos- es porque uno no ha hecho lo suficiente para neutralizar el daño.

A partir de un estudiado catálogo de referencias en las que se mezclan la poeta Anne Carson con teóricos y pensadores como Julia Kristeva, Jean Allouch, Anne Dufourmantelle, el semiólogo Roland Barthes, Slavoj Zizek, Jorge Jinkis o Florencia Angilletta y con fragmentos de canciones de Fito Páez o Charly García entre muchos otros, lo que Kohan propone luego de cuestionar el paisaje de la contemporaneidad es «aceptar la fragilidad de vivir sin garantías» porque el amor, como define  «abre hiatos y produce desgarros».

– Télam: A la luz de una mirada de época empujada en parte por los feminismos hoy se insta a reformular el amor para despojarlo de todo aquello que hipotéticamente lo convierte en instrumento de alineación o sometimiento ¿Es posible alterar algo de la dinámica cifrada del deseo o solo podemos aspirar a cambiar en todo caso la perspectiva de los discursos en torno al amor?
-Alexandra Kohan:  El problema en todo caso son los discursos. Cada época tiene su narrativa acerca del amor. Cuando se habla de reconfigurar el amor no se trata de hacer caer un paradigma y poner otro en su lugar. El asunto será justamente tratar de soportar la inasibilidad de eso que ocurre más allá de las cuestiones voluntarias. Lo que intenté transmitir en el libro es lo que a partir de la experiencia del análisis aparece como un nuevo amor, que es nuevo cada vez y se resiste y excede cualquier configuración del amor, de cualquier época. Me parece que es un problema suponer que los feminismos están pensando de una mejor manera el amor. El asunto es tratar de no agobiar al amor con definiciones, prescripciones, con narraciones. Y si en algún lugar sucede eso es en los discursos alrededor del amor. La pregunta que me hago es por qué hace falta narrar tanto al amor, por qué necesitamos todo el tiempo saber lo que es el amor, asfixiarlo en definitiva.

-T: En el libro caracterizás la escena de un sujeto descolocado y a su vez tensionado por el imperativo de la productividad ¿En qué medida la invitación a «emanciparnos del amor» no es una trampa para redoblar nuestro aporte a los modos de producción?
-AK: Aparentemente estamos intentando producir ciertas emancipaciones pero hay una trampa que nos deja más alienados en ciertos discursos productivistas,  individualistas o mercantilistas. Hay que subrayar la cuestión de la trampa porque ya no estamos solamente ante una cuestión engañosa sino tramposa. Nos hacen creer que estamos yendo para el lado de un bienestar y en realidad son cuestiones que terminan produciendo en algún sentido cierto daño. No es inocuo. No sólo no produce bienestar sino que además produce efectos más alienantes en ese intento de hacer encajar todo el tiempo, como si dijéramos «ahora sí vamos a poner encajar la cosa». No, ahora tampoco. Eso no quiere decir que haya que acostumbrarse o resignarse al sufrimiento o al malestar, sino que hay que dejar de pretender extirparlo.

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– T: Retomás a Barthes cuando plantea que el tabú no es la sexualidad sino la sentimentalidad, una idea que mantiene una vigencia pasmosa. ¿Se nos empuja a hacernos sentirnos culpables por alojar el amor en toda su dimensión dramática?
– A.K. Me parece que otra vez la trampa es suponer que el problema es el amor. El amor es un problema pero no lo es en esos términos. Lacan dice que el capitalismo -habría que ver qué es el capitalismo- rechaza las cosas del amor. Hay una incompatibilidad entre el amor y el sujeto de la acción. Además la productividad no es solo ir a trabajar 15 horas. Hay cierto discurso que dice que el amor te impide, como si se contrapusiera el amor y la realización personal… Es interesante pensar lo que el amor produce que es como una especie de agujero, o que el otro más que descompletarte te completa, o que te suma… «No salgo más con tal porque no me sumaba». Como si toda pareja fuese una sociedad productiva que tiene que aunar esfuerzos. El amor o el deseo más bien nos agujerean, nos dejan en falta, zozobrando, vacilando, trastabillando. El amor no te asegura nada. Mientras que la productividad va por el lado del tener, sea lo que sea que ponés ahí.

A pesar de que el amor fue muy asediado en los últimos años, cobra valor eso que dice Barthes de que la sentimentalidad está reprimida porque efectivamente en nombre de hacer caer el paradigma del amor romántico se metió ahí todo, entonces hay un empuje a coger. Como que se trata solo de eso: de que el amor es una alienación y se da entonces el empuje a la sexualidad, casi en términos de obligatoriedad. Una suerte de liberación que se inscribe en las antípodas del amor. «Hay que gozar de cualquier manera». Eso es algo que viene pasando de hace muchísimos años y que tiene que ver con el capitalismo, no con la emancipación. La idea de que ahora las mujeres gozamos y antes no, me parece por lo pronto, que desconoce la historia del feminismo.

Hoy en día está todo tan a la vista que parece que todo el mundo está gozando. Todo el mundo está obligado a gozar, que no es lo mismo que decir que todo el mundo está gozando.  En el orden del decir y del no poder parar de decir. Nadie narra sus fracasos en las redes sociales. Sus tragedias sí porque hay como una estetización de la tragedia, del dolor, de la depresión y de la patologización.

-T: El texto se monta sobre la formulación de que no hay deseo sin angustia mientras que hoy los feminismos hablan de desechar la idea del amor romántico, de liberar al amor de su componente de angustia ¿Cómo se puede diferenciar la angustia consustancial  al deseo de aquella que pretenden desbordar los feminismos?
-AK: No todo el feminismo piensa así. El libro está lleno de mujeres que están pensando el feminismo de otro manera. Lo que me parece tramposo es cuando se superpone el plano político con el plano erótico, algo que Juan Ritvo trabajó en un libro llamado «El silencio femenino».  Me parece que ahí nos estamos confundiendo porque no funcionan igual y porque una cosa es el plano de las reinvindicaciones públicas y otra cosa es la intimidad del erotismo y el modo en que el deseo singular se engancha no se sabe cómo. Si somos capaces de separar eso y no contaminar todo el tiempo la intimidad del erotismo con estos discursos  entonces habría también ahí un camino para tampoco contaminar las reinvindicaciones públicas, porque si no se empieza a empastar todo y entonces ya no se sabe qué estamos pidiendo, y a quiénes estamos tratando de interpelar, de reclamar, de reinvindicar.

Creo que uno de los problemas es el desborde que se produjo en los últimos años de discursos que tendrían que seguir existiendo en la esfera pública y seguir pujando y teniendo la fuerza de la reinvindicación cuando eso mismo ya desbordó a la intimidad, ya no diría a lo personal y lo privado, sino a la intimidad que es otra esfera que quedó arrasada. Hoy no hay casi intimidad, está dándose a ver todo lo que en algún momento fue parte de un pacto íntimo. Entonces, si podemos mantener esos dos planos vamos a poder seguir visibilizando las violencias que queremos visibilizar, reinvindicando la política que queremos reivindicar y por otro lado al amor, al deseo, dejarlos menos atados a tantos imperativos.

-T: Vivimos tiempos en los que se habla de deconstruirlo todo: la maternidad, el amor, el rol del varón, la monogamia, etc… ¿Debemos deconstruirlo todo? ¿Este afán de deconstrucción no entraña el riesgo de sustituir estos paradigmas que intentamos dejar atrás por otros modelos de opresión?
-AK: Habría que ver a qué se refieren cuando hablan de deconstrucción. Es una palabra que se banalizó muchísimo, se vació, y ahora cualquier cosa es «te tenés que deconstruir».  Esa palabra fue a parar al dominio de lo voluntario, al esencialismo… fue a parar a lo peor. Y creo que si justamente tiene algo la deconstrucción es que no va a parar a ningún lado.  La deconstrucción no es «cambiemos una cosa por otra, saquémonos este ropaje antiguo y pongámonos otro en relación al amor y al deseo». Deconstruir el paradigma del amor romántico no tiene nada que ver con pretender que el amor no dañe.

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La deconstrucción apunta a disolver identidades y no a conformar nuevas identidades. Apunta a disolver la trampa de la identidad -porque la identidad es una trampa- pero también es un procedimiento imposible, dice Derrida.  Hay algo de imposible en esa deconstrucción porque hay algo que desborda cualquier pretensión de ser mejor. Es un poco pueril la manera en que se trata la idea de la deconstrucción, esa cuestión de «ahora vamos a ser mejores». Hay una serie de protocolos y procedimientos a seguir -como la responsabilidad afectiva, la empatía, el amor propio- todas esas nuevas reglas que hay que cumplir para no dañar al otro y para que el otro no te dañe a vos. Todo eso no está funcionando, por otra parte. Además no solo no funciona en su formulación sino que no se evita nada de eso.

Eso es un estado de situación de la época. Hoy hay una cantidad de códigos y de protocolos que se establecen en una cantidad de relaciones. .Y no hace falta entrar en tema feminismos. Hay todo el tiempo códigos. A los códigos habituales de convivencia que uno más o menos sigue porque vive en sociedad, se agregan cada vez más. ¿Hay que llamar a alguien directamente por teléfono o antes hay que mandarle whatsapp? ¿Hay que mandarle mensaje o hay que mandarle email? ¡Es un teléfono! ¿Por qué sonaría como acoso o violento que vos levantes un teléfono para llamarme a mí? Pensar que es invasivo, intrusivo un llamado de teléfono… a eso hemos llegado. Hay todo el tiempo, cada vez más, una protocolización de las relaciones y eso va generando más distancia. Esas cosas me llaman la atención y no tienen nada que ver con el amor, el feminismo, la emancipación o la libertad. Tiene que ver con por qué es tan temible relacionarse con otros.

-T: ¿Y cómo se vincula ese discurso tan normativo y punitivo sobre las formas de relacionarse con el otro con el fenómeno del odio y el rechazo al «distinto» que está hoy centro de las sociedades? ¿Cuánto se ha radicalizado la impugnación de la otredad cuando esa otredad no nos representa?
-AK: Es interesante la relación con estos discursos del odio, incluso proveniente de sectores progresistas. Porque el discurso del odio del nazi es estridente y uno lo reconoce sin esfuerzo. ¿Pero qué pasa cuando el odio va tomando las esferas más progresistas, cuando dentro de algo familiar que es un cierto sector en el que uno se mueve surge un estado de vigilancia y de punitivismo que da miedo y parece siniestro? De la derecha y de los discursos reaccionarios espero eso, pero no lo espero de ciertos lugares y cuando aparece ahí descoloca. Es el concepto de ominosidad de Freud: cuando en lo familiar algo deviene extraño en el sentido de la otredad radical. En ese caso diría los discursos de odio, la vigilancia permanente, el escrache permanente… No el escrache de denunciar a alguien porque te acosó. Me refiero a los pequeños escraches en lo que podría estar yo incluida, porque no me siento afuera de eso. Tiene que ver, por ejemplo, con exhibir la captura de pantalla de una conversación que fue un pacto íntimo.  Son cuestiones sutiles pero que van generando como una normalización de ese estado de vigilancia permanente.

Eso se está viendo muy claramente con respecto a la pandemia: los discursos que están surgiendo desde cierto progresismo en relación a la gente amiga o conocida que rompe la cuarentena.  Es muy sencillo ser tolerante a la otredad cuando esa otredad ya está establecida. Tolerar al judío, al negro o al homosexual. La otredad que hay que poder alojar es la radical, la que alude a ese otro no que no me representa sino que hace algo que excede lo que yo querría que hiciera. Porque es otro, justamente. Entonces es ser fácil ser tolerante con el catálogo de lo políticamente correcto, lo que ya se sabe que hay que tolerar. Paradójicamente, el nazismo en las redes es muy tolerado eso… a veces noto más indignación porque alguien clavó un visto que porque alguien hizo un comentario antisemita. Y sí se establecen nuevos regímenes de dominación. Es pueril creer que ahora no va a haber dominación.

-T: Las redes organizan los intercambios por patrones de afinidad y uno se acostumbra a transitar circuitos amables y condescendientes ¿La radicalización y los intercambios agresivos en las redes son producto de esta especie de desacostumbramiento al disenso?
-AK: Falta la gimnasia política de poder conversar con el adversario y no hacerlo pelota en las redes sociales. Es muy fácil indignarse y hacer pelota a alguien que no piensa como uno. El asunto es ver qué tipo de conversación podés mantener con alguien que no piensa como vos. Porque si no, solo hablo con la gente que piensa como yo, solo escucho la radio que dice lo que yo pienso, etc… y al otro lo lincho como se hace habitualmente. Todo bajo el discurso de la pluralidad, porque si alguien se declara intolerante y lo hace desde ese lugar ¡Listo! Pero en realidad todo el mundo se autopercibe tolerante y plural.

Pero hay una cuestión más: si estamos todo el tiempo señalando que el otro se equivocó, todo ese dispositivo de vigilancia y de denuncia impide que uno se revise a sí mismo y eso para mí es una divisoria de aguas. ¿Vos estás incluido en esa revisión que estamos produciendo?  ¿Te estás revisando a vos mismo o simplemente estás denunciando lo que otros hacen y te vas a dormir tranquila pensando que sos buena y denunciaste al machirulo?

Revisar ese dispositivo que se pone en marcha de denunciar todo el tiempo conduce a la autoanestesia, a la autoindulgencia. «Yo soy buena y estoy señalando todo el tiempo lo que es malo». Pero uno está concernido en la época. No solo eso: uno tiene una historia, una formación sentimental, una historia familiar, social, de clase.  Es decir, está metido en una escena que también tiene que poner a revisar. Yo me analizo hace muchos años y analizarse es ponerse a revisar todo el tiempo.  Eso que a uno le pasa más allá de lo que uno desea, eso que uno hace más allá de lo que quiere. Ese es el descubrimiento freudiano: uno no tiende a su propio bien. Si no, sería todo muy sencillo. Por eso digo que esta modalidad punitivista excede a algunos feminismos.

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-T: ¿Por ejemplo?
-A.K.: Durante la pandemia, ciertos noticieros se posan en las cervecerías de Palermo mientras que el tren Roca está lleno de trabajadores a los que no les queda otra que ir a trabajar y viajan encimados… pero de eso no se ocupan. Se ocupan en cambio de señalar al cheto de Palermo, pero además ponen la cámara de manera tal que parece que el cheto es el responsable del coronavirus.

Eso implica distribuir narrativas y producir subjetividades y estigmatizar. Lo único que puedo leer en alguien que dice «runner» es estigmatización. Así empezó la pandemia: estigmatizando. Desde que era un virus chino hasta que era el virus de los chetos que viajaron a Europa y ahora la que está más expuesta al virus es la clase trabajadora a la que no le queda más remedio que tomarse el tren todos los días. Pero de eso no se habla. Sí en cambio de los chetos de Palermo y de los «asesinos» que tomamos café en la vereda. No hay honestidad intelectual en este análisis. Por eso me gustan mucho los análisis de gente que sin estar denunciando al otro todo el tiempo puede tomar una posición autocrítica.

-T: En el libro hablás de cómo los dispositivos tecnológicos traman hoy el vínculo amoroso. El sujeto se ha convertido en un experto en hermenéutica que lee todo el tiempo los signos del otro: si clavó el visto, qué emojis usó para responder, cuánto demoró en hacerlo ¿Cómo se reactualiza hoy esa figura de la espera de la que hablaba Barthes?
-AK: Esa figura que planteaba Barthes, la del enamorado se queda esperando el llamado literalmente al lado del teléfono, ahora se exacerbó. Mi adolescencia y mi salida a la exogamia fue efectivamente atravesada por la espera del llamado telefónico de línea. Hoy en día, a pesar de que el teléfono es móvil y justamente uno ya no estaría inmovilizado al lado del aparato, la espera sin embargo se exacerbó. La idea de estar todo el tiempo mirando si el otro está en línea, si me contestó o no me contestó, es de una vigilancia agobiante. Ese asedio lo que hace es exacerbar que el otro hace de mí lo que quiere. No solo me fija a mí en esa espera sino que también lo fija al otro en un lugar de inmovilidad. El otro tampoco se puede mover. La figura de la espera en Barthes marca que no hay enamorado que no espere. Y lo que espera no es solo el llamado de teléfono sino los signos del otro. Cuando esos signos no están, los conjetura.

– T: ¿Y cuál es el peso de estos dispositivos en las separaciones o en los vínculos que uno quiere dejar atrás? Pareciera que hoy hacer un duelo es casi una experiencia anticultural: la figura del otro vuelve todo el tiempo a través de las redes…
-AK. Hay como una imposibilidad de olvidar. Me pasa que cuando alguien me daña por equis razón lo primero que hago es silenciarlo. Porque quiero hacer mi duelo en mis tiempos, en mi intimidad, y la idea de que me aparezca alguien que me dañó me hace mal. Y hay otro tema: cada uno se va de la vida del otro como puede. Si no también hay que tener protocolos para retirarse. Y no me parece. Son relaciones donde la transferencia se terminan como se puede. Esos modos de salirse de una relación amorosa/transferencial hablan de la posición del que se está saliendo. El ghosteo habla más de la forma en que el otro se debe sustraer de una relación que de uno.

– T: ¿Qué nuevas lecturas surgen en torno al amor en el contexto de estos meses de pandemia en los que el aislamiento rompió acaso esa dinámica de reactualización del deseo que supone una contiguidad  interminente en la relación con el otro? ¿Cómo se sostiene el deseo bajo el imperativo de compartir un espacio físico sin pausas?
– A.K.: Me resulta muy difícil la pregunta porque no puedo generalizar. Lo que diría es que ni la pandemia ni la cuarentena pueden ubicarse como causa directa de todo aquello que fue pasando en las relaciones amorosas. En todo caso, diría que lo que sucedió es que se puso en evidencia de manera estridente todo aquello que ya pasaba antes de la pandemia. Si bien la alternancia entre la presencia y la ausencia del otro, o de uno mismo en la escena, participa del erotismo, esa alternancia no tiene por qué ser solamente física. Hay modos de irse del otro o de uno mismo sin tener que pasar la puerta. Por otra parte, hay muchísimas personas que empezaron a disfrutar de estar con el otro más cerca, de modos mucho más íntimos que habitualmente. Otras que no se soportaron, pero ahí la pregunta que tengo es ¿se soportaban antes o sólo les era posible vivir juntos porque cada quien tenía su vida? Son cuestiones, en algún sentido, algo insondables.

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