El autor falleció en 2010 pero frecuentó al creador de Mafalda desde Primera Plana.

El autor falleció en 2010 pero frecuentó al creador de Mafalda desde Primera Plana.

En una nota titulada “Viaje al Planeta Quino”, el autor de «Santa Evita» habla extensamente sobre la idea de muerte tanto en la historieta como en el pensamiento del humorista gráfico. La actualidad del texto acerca tanto al escritor fallecido hace diez años como al historietista, quien acaba de morir a los 88 años.

El texto de Tomás Eloy Martínez

La genuina modestia de Quino, su inseguridad y el aire de perpetuo asombro con que se pasea por el mundo contrastan con la imagen de arrogancia que el argentino medio —o mejor dicho, el pequeño burgués recién enriquecido de la pampa húmeda— ha sembrado en el extranjero. Siempre me ha sorprendido que los personajes de «Mafalda», tan nítidamente argentinos, expresen sin embargo una visión de la realidad que nada tiene que ver con el aislamiento, la fiebre crematística y el humor autosuficiente que se atribuyen al habitante de Buenos Aires. Tal vez porque son, como Quino, argentinos «de otra parte». ¿Provincianos tal vez, nacidos y educados en Mendoza, en hogares siempre llenos de luto, perfumados por la muerte, y con una fascinación perpetua por la naturaleza? Eso explicaría que, aun viviendo en hoscos departamentos, a la vera de un paisaje de ladrillos y asfalto, la tribu de Mafalda siga interrogándose por el punto cardinal donde nace el sol y por la mudanza de las estaciones. Todos ellos parecen estar siempre de ida hacia las cosas. Y por eso mismo, posan sobre las cosas una mirada cándida, de respeto y tanteo.

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Son personajes argentinos por sus cualidades visibles: escépticos, quejosos, disconformes. Pero tienen una manera de ver que trasciende esos límites. Tal vez el mejor modo de entender tal paradoja sea la tira en la que Miguelito pregunta: «¿Antes de nosotros existía realmente el mundo? ¿Y para qué?». Un porteño clásico podría formular esa arrogante interrogación. Pero tal vez ningún porteño la pondría sobre el papel y Ia convertiría en caricatura. Está demasiado lleno de su propia importancia como para reírse de sí mismo.

Más de una vez he conversado con Quino sobre el aciago destino de un país que tuvo, seis décadas atrás, más teléfonos que Francia y más automóviles que Japón, de cuya prosperidad nadie dudaba. Una de las mayores tragedias que dejó tras sí esa grandeza interrumpida es que los argentinos no consiguen olvidarla. La memoria de esa grandeza los atormenta, los ciega. Hasta quienes se rebelan contra toda forma de nostalgia piensan que volverá, tarde o temprano. Si alguna vez fuimos «esos» —dicen—, ¿por qué no podemos ser «eso» otra vez?

Quino y su peculiar humor sobre la muerte y la eternidad.

Quino y su peculiar humor sobre la muerte y la eternidad.

Quino suele asociar esa melancolía con el miedo a la muerte. Soñamos con lo que fuimos porque ya no nos atrevemos a ser lo que quisiéramos ser. Su infancia mendocina estuvo poblada de muerte: la madre en 1944, cuando él tenía doce años; el padre en 1946. Las puertas de su casa estaban perpetuamente entornadas. No se oía música ni se encendía la radio, y a él lo vestían siempre con un brazalete negro. Le conté, recuerdo, que la atmósfera era igual en las provincias del norte. Si algo une a los argentinos —dije— no es la vida que vivimos, sino la necrofilia.

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La pasión necrofílica ha florecido como una fuerza de la naturaleza. En los aledaños de la Recoleta —el cementerio de la incipiente aristocracia de Buenos Aires—, a la vista de los crucifijos de mármol y de los catafalcos suntuosos, se alinean los restaurantes más caros de la ciudad. El aire huele a visones y a perfume francés. Del otro lado de las tumbas sobre los últimos doscientos metros de la calle Azcuénaga, las parejas furtivas hacen el amor al compás de las campanas de requiero. En las provincias argentinas la muerte es algo que se vive. En Buenos Aires, por lo contrario, es una enfermedad del pensamiento.

Las raras veces que las tiras de «Mafalda» aluden a la muerte es sólo porque los niños no la entienden: aparece como una consecuencia de la vejez, como una fatalidad que afecta sólo al reino de los adultos. En los dibujos maduros de Mundo Quino o de Humano se nace, en cambio, la muerte es narrada con tal impiedad e ironía que sólo se puede sentir ternura ante ella. El fantasma del adusto oficinista que acude a poner flores en su propia tumba, el muerto indignado con los espiritistas que lo invocan, porque lo obligan a salir cuando se está bañando, el cochero fúnebre que ahuyenta a los buitres con los látigos de su carroza, son expresiones de salud, no de necrofilia. En el umbral de los 60 años, Quino no le teme a la muerte. Le teme a la vejez y a la decadencia.

Y sin embargo, su cara retiene un candor, una necesidad de ternura, que no han de haber cambiado desde que él era niño.

¿Puede imaginarse alguien más desvalido que este dibujante tímido, a quien nadie enseñó a nadar, ni a domesticar una bicicleta, y que si bien no fue más allá de la escuela primaria, leyó antes de la adolescencia a Verne, a

Shakespeare y Tolstoi, y vio unas siete veces la Fantasía de Disney? No: no hay nadie así.

Como nunca encontrará un lugar a su medida, Quino se las ha ingeniado para tener más de una patria. Hijo de republicanos andaluces, se hizo español. Cundo vive en Milán —la mitad del año—, se siente: italiano. Y por la confluencia de las dos sangres, es irremediablemente argentino. Pero su verdadera patria no está en este planeta sino en alguna región desconocida del aire, iluminada por muchos dioses, en la que los Beatles tocan canciones de eternidad. Joaquín Lavado o Quino nunca fue un ángel, pero los ángeles se parecen más y más a él, cada día.

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