Katchadjian (1977) es conocido por la intervención en obras de la tradición argentina.

Katchadjian (1977) es conocido por la intervención en obras de la tradición argentina.

A partir del nuevo libro de Pablo Katchadjian, “Amado Señor”, donde un escritor de cartas se ve obligado a cambiar de destinatario cuando se da cuenta de que no le está hablando a nadie, el escritor argentino reflexiona sobre su literatura y la vanguardia, un término con el que se suele identificar a su obra y del que toma distancia en una entrevista con Télam, donde sostiene «más que vanguardista parezco romántico y neoplatónico», aunque arriesga que esa asociación surge porque le gusta «exhibir la mediación y hacer aparecer cosas que no estaban y que responden a la época de manera liberadora».

El Amado Señor de la novela publicada por Blatt & Ríos le pide al narrador que le dé una explicación de lo que está haciendo. El protagonista luego de elucubrar algunas respuestas como un torpe equilibrista de la reflexión (que se cae y se levanta de sus certezas), y en una deriva permanente del pensamiento, llega a la conclusión que no cree que exista ese interlocutor y empieza a hablarle a todas las cosas. Es escuchado por ellas y están dispuestas a dialogar con él, mientras empiezan a aparecer enmarcados distintos relatos.

Katchadjian (1977) es conocido por la intervención en obras de la tradición argentina, como el «Martín Fierro» de José Hernández, que en su versión titulada “El Martín Fierro ordenado alfabéticamente” (2007) presenta los versos del poema colocados en orden alfabético. A Borges, el mayor escritor e interventor del canon argentino -quien casualmente hiciera operaciones literarias sobre la obra gauchesca en algunos relatos- le interviene su cuento más conocido, con digresiones novelísticas y así nace “El Aleph engordado”, libro que por el que afrontó una contienda penal por los derechos, lo que despertó en su momento el apoyo de la mayoría de los escritores incluido el reservado César Aira, que en 2015 hizo una defensa presencial ante una multitud en la Biblioteca Nacional.

Otras operaciones por lo que se lo suele considerar “vanguardista” son las que realiza con “Mucho trabajo” (2011) donde publica un texto en una letra tan pequeña (2,1 de New Times) que no se puede leer ni con una lupa. Y en “La Cadena del desánimo” (2012) enlaza declaraciones de figuras de la política argentina que aparecieron en periódicos argentinos en el 2012.

T.: ¿A qué pregunta responde “Amado Señor”?
P. K.: Hay gitanos, historias de antepasados, historias personales, ficción, reflexión, y todo está mezclado, porque mi idea, de alguna manera, era no responder a una pregunta moral muy de época: ¿esto es verdad o no? Que es paralela a otra: ¿esto es tuyo o no es tuyo? Son preguntas que no tienen nada que ver con la literatura. Con una escritora hablábamos hace poco de la oportunidad que aparecía con la presencia dominante de la literatura que habla de lo que les pasó a los autores: uno puede decir cualquier cosa en primera persona y esa cosa va a ser leída con esa intensidad especial que tiene lo vivido. Pero al mismo tiempo, si uno lo enmarca bien, va a generar la duda sobre si eso que se cuenta… Esa duda es liberadora, porque si es una duda que no se puede responder deja de tener importancia. A la vez, la mezcla de cosas tiene que ver con que quería escribir un libro sin género. En ese sentido es opuesto al libro anterior, “Tres cuentos espirituales”, en el que hay una elección de género y algo así como narración pura. En este no hay nada, y esa terminó siendo la propuesta: producir un vacío.

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T.: El narrador dice: «No es un tema, es una forma de conversar». ¿Es el núcleo de tu novela?
P.K.: Pero después dice: «el tema, entonces, es la forma de conversar». Y cuando se da cuenta de que tiene un tema no le gusta y se escapa del tema. Lo que se plantea ahí es que el tema debe surgir de lo que se dice, no debe estar de antes. Es como si uno se juntara a charlar con un amigo sobre un tema: un plan horrible. Eso sólo lo haría si tiene un problema con ese amigo: tenemos que hablar sobre esto. Si no, uno se junta y simplemente quiere hablar; después, quizá, uno puede decir: ¿de qué estuvimos hablando con X? Pero hablar es difícil, y por lo general uno tiene que dar muchas vueltas para empezar a hablar, y cuando empieza a hablar no hay tema. Eso está en el libro, cuando dice: «todo lo que se dicen dos amigos es: ‘Amigo, amigo, ¡hablamos!’. Y todo lo que se dice una pareja es: ‘Amor, mi compañía, ¡estamos juntos!’. Pero se lo dicen de muchas formas para que no resulte aburrido, o porque si se lo dijeran siempre del mismo modo dejarían de estar diciéndolo.

– T: ¿Por qué siempre te están ubicando en una vanguardia literaria?
-P. K.: El problema de la palabra vanguardia es que nadie sabe qué es la vanguardia aparte de lo que suele llamarse «vanguardia» cuando se habla de los movimientos de principios de siglo. Y que, además, enseguida aparece la palabra retaguardia y se arma una jerarquía. No es un término que yo use, porque no me atrae la jerarquía que propone y porque no define nada con precisión. Así que, para responder, no me ubicaría en ninguno de los dos lugares, porque si me identificara con las vanguardias debería decir, dada la situación general, que estoy no tanto en la retaguardia como en la resistencia. Pero no es el caso, no. Lo que yo podría preguntarme es por qué muchas veces aparece esa palabra referida a lo que escribo. Quizá porque me interesa, como a las vanguardias, exhibir la mediación y hacer aparecer cosas que no estaban y que responden a la época de manera liberadora. En ese sentido la vanguardia no sería formal, porque lo formal no libera.

– T: No entiendo ¿Por qué la vanguardia no sería formal?
P. K.: Yo veo lo formal, el concepto, etc. más bien en las cosas que se presentan como no formales. Una vez estaba de viaje y entré a una librería de usados enorme. Y había miles de libros de distintas décadas del siglo XX que yo no conocía. Lo que no tiene nada de raro, pero se volvía raro cuando los agarraba y en la contratapa leía: el libro del año, de la década, del siglo, el que hay que leer, etc., y todo eso dicho por autores que sí conocía. Y eran libros que estaban del lado de lo ilegible, y no por experimentales sino por lo contrario. Pensé en ese momento que esos libros eran formales: habían sido atrapados por la forma de su época y por eso, en su época, su forma no se veía, pero cuando la época se fue quedaron como formas secas, sin sentido, con un discurso dictado por la época. En cambio, uno ve una película de Buñuel, por poner un ejemplo, y la intensidad sigue ahí. Si uno piensa en los autores del pasado que se siguen leyendo uno ve que ocurre eso: en su época fueron vistos como formales porque no cumplían con la forma de la época, pero cuando la época se fue se los pudo ver con claridad como libros que… ¿Cómo decirlo? Libros que buscaban la verdad, en algún sentido.

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– T.:¿Cómo se encuentra esa verdad?
-P.K.: Para buscar eso hay que correrse de la forma de la época y exponerse a ser visto como formal, porque al no seguir la forma de la época, que es invisible, se ve que hay una forma. Está esa frase de Carl Einstein: «inventar formas es cuestionar la realidad». Lo que quiero decir es que es dialéctico: para escapar de la forma de la época y no volverse formal hay que tensar esa forma con otra forma arbitraria y de ahí pasar a otro lado. La forma arbitraria no te deja seguir la forma de la época, pero, como la forma arbitraria no es un fin en sí mismo, la tensión lo lleva a uno a otro lado.
Lo que más me interesa es el contenido, si hacemos la distinción, es decir, lo que el texto finalmente dice cuando pasa a ese otro lado. Quiero decir que me interesa el momento posterior, que es la lectura. La idea de partida que pueda haber me interesa muy poco, porque no es más que una excusa. Y lo que el texto finalmente dice, trabajando de esta manera, es algo que no se sabe qué es. Y a mí me interesa lo que no sé qué es, lo que no entiendo. O peor, me interesa lo que no se puede entender. Y a veces, peor, transformar lo que me parece que entiendo en algo que no entiendo para darme cuenta de que no lo entendía. Todo lo que parece formal es en realidad la búsqueda de un contenido no formal. Creo que más que vanguardista parezco romántico y neoplatónico.

T.: ¿Pensaste en algún texto en particular para encontrar y trabajar la voz de «Amado Señor»?
P.K.: Carta al padre de Kafka y Las confesiones de San Agustín, donde una segunda persona le habla a alguien que está por encima, son los dos libros de origen del deseo de escribir así, me parece, que lo llevo conmigo desde hace muchos años y recién encontró su expresión ahora. El éxtasis de San Juan de la Cruz, con su dialéctica entre entender y no entender, también. Pero también Daniil Jarms o Lorenzo García Vega o Leonora Carrington. Es decir, misticismo y absurdo, que coinciden en que los dos arman un centro de no conocimiento, de lo que no se puede saber, y lo rodean de miles de maneras. El cambio de destinatario, en este sentido, es claridad y confusión a la vez: claridad porque ve que no hay una sola cosa a la que hablarle, y confusión por lo mismo. Todo para armar ese hueco sin tiempo en el que no se ve ni entiende nada y, al mismo tiempo, se entiende todo, pero de una manera que no tiene utilidad práctica. 

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T. ¿En el cambio de destinatario hay un guiño y un homenaje al lector? 
P.K.: Cambia de destinatario cuando se da cuenta de que el “Amado Señor” no es un señor y quiere llamarlo “Señora”, pero no es tampoco una señora. Es decir, cuando piensa: ¿a qué le estoy hablando? Le estoy hablando a todas las cosas, se dice. Y todas las cosas escuchan y están dispuestas al diálogo. Es un descubrimiento hermoso. Para mí lo fue, al menos: podés hablarle a cualquier cosa y esa cosa, si sabés hablarle, te va a escuchar y, aunque no tenga boca o no se pueda mover, va a darte a entender sus respuestas de alguna manera. Claro que sería uno el que traduce las respuestas, pero ¿no es siempre así? Así que cambia para no cambiar, como el fuego o el agua hirviendo. El lector… Pienso en el verso de Baudelaire: lector hipócrita, mi semejante, mi hermano. No le haría un homenaje porque no sé quién es, pero sí se le puede agradecer cuando lee el libro. De todos modos, para mí no es claro que ese agradecimiento del final sea para el lector. Es más bien algo en el vacío. O un agradecimiento u homenaje a todas las cosas que escucharon; entre ellas, quizá, el lector.

T.: ¿Por qué a partir de la mitad del libro aparecen con más intensidad relatos?
P. K.: Lo que pasa ahí es que el narrador, al descubrir que tiene un tema (la forma de conversar), tiene que escapar del tema y empieza a contar historias por temor a aburrir a su interlocutor: si los amigos ya saben sobre qué están hablando tienen que empezar a hablar sobre otra cosa. Pero al llegar a las historias de esa manera llega como liberado a la narración, sin presiones, sin necesidad de, como dice, encantar o seducir, porque en verdad ya puede decir cualquier cosa. Cuando pasó eso me pareció una especie de traición al libro, pero es una traición por compromiso con el libro, por fidelidad. Pero ahí, como vos decís, es cuando se da vuelta, y entonces uno podría preguntarse si no estaba todo en función de eso, todas las preguntas y dudas para llegar a la narración de esa manera. Porque después de empezar a narrar todo se mezcla y lo que sigue es narración y preguntas intensificadas. 

T.: ¿Cómo puede ser leída la recurrente idea de libertad en tu novela?
P.K.: En un libro de 1970, Shklovski dice que las nuevas formas del arte no aparecen porque haya que renovar las formas sino porque la humanidad lucha por la expansión de su derecho a la vida, por el derecho a buscar y conquistar formas de felicidad antes vedadas. Así, dice, el reino del arte se expande con elementos antes prohibidos y algunos de los viejos elementos se vuelven formales. Quizá es eso lo que hace que ciertos libros sean vistos como “vanguardistas”: que sigan interesados en la libertad. Y la libertad no puede ser individual, así que no podría ser una idea más anacrónica. Y a mí me interesa ese anacronismo. Si vos buscás lo que no sabés qué es y el lector lee lo que no se sabe qué es, ambos están en pie de igualdad: yo no sé, es esto, fijate.  

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