Wasserman: "Al único lugar al que realmente se va es hacia la muerte. Y, de eso huimos."

Wasserman: «Al único lugar al que realmente se va es hacia la muerte. Y, de eso huimos.»

Los personajes de los nueve cuentos del libro «El lado solitario del río» de Fabio Wasserman viven -en una geografía y un tiempo difusos- historias de soledad, de padres ausentes, de mujeres que llevan la maternidad sin apego y el amor de una pareja en el momento de la separación, todos queriendo escapar: de algo, de alguien o de sí mismos.

En el primer cuento -del cual sale la frase que le da título al libro publicado por Corregidor-, a un hombre que casi nunca vio a su padre y a quien esperó mucho tiempo, le llega la notificación para que retire sus cenizas. El hijo lo estuvo buscando en el lado solitario del río e incluso, en un momento, lo espera a la salida de la fábrica donde trabajaba para ver si podía descubrir alguna seña particular. Cuando recibe las cenizas abre la caja para ver si puede distinguir entre el polvo trozos más grandes identificables de su padre. Esta escena es cifra y expansión de la potencia que tiene todo el libro. De esa búsqueda. 

El primer libro de Wasserman (Buenos Aires, 1965), quien estudió sociología y fundó la Editorial De Subsuelo, respeta con altura la tradición del cuento rioplatense: de «El matadero» de Esteban Echeverría a Horacio Quiroga, Miguel Briante y Abelardo Castillo. Una pieza valiosa para conocer la médula de la soledad. Un personaje de uno de sus cuentos dice: «Se quiere a un amigo, a un perro. Hasta un dolor se quiere» y esta colección de cuentos es eso: «un dolor que se quiere».

– Télam: ¿Cómo concebís a la figura paterna de tus cuentos?
– Fabio Waserman: En el libro hay orfandad, desasosiego y una urgencia por encontrar a un padre que destituya al otro, al que se tiene en la cabeza. Pero en este recorrido, ese padre nunca estuvo, y después de buscarlo toda una vida, en un cuento, por ejemplo, aparece una carta del cementerio y hay que hacerse cargo de ese padre que nunca existió. Por lo tanto, la orfandad se siente mas fuerte, en carne propia, porque hay restos materiales, reales y hay que hacerse cargo de ellos. Hacerse cargo de lo que no se hizo cargo de uno es la forma más dura de la orfandad que yo pueda imaginar.

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– T.: ¿Cómo podrías diferenciar los modelos de madres de los cuentos «Mudo» y «Hogar»?
– F. W.: Uno piensa que con lo maternal viene el amor, como algo dado, implícito. Intento quebrar ese paradigma, mamá Betti es una madre entregadora. Esa asimetría con la que estamos obligados a convivir, también nos deja absortos. En nombre del amor, una madre puede destruir a un hijo. 

Ese hijo elegido por mamá Betti, es el hijo ilegítimo del libro, el que recorre todos los cuentos con su mudez, «de grande y de gusano», como dice el cuento. Y, cuando ve el cartel que ya tiene grabado en su memoria (desde ante de ser concebido, probablemente) tiene una lealtad insobornable. Esa lealtad, es la causa o el origen de su sufrimiento.

Con respecto a las diferencias entre las madres de los dos cuentos, hay una madre responsable que entrega al mudo y es consciente de su maldad y hay otra madre, inimputable, perdida en su propia locura, pero mas allá de esa diferencia, ninguna de las dos puede dar ni recibir amor, por lo tanto llegamos al mismo dolor. 

En ambos cuentos, es una madre perdida. La pregunta, la mía y la del personaje, es quién perdió a quien. Nos atraviesa la culpa, y sin embargo ella se olvidó de nosotros. ¿Es obligación querer a un hijo? ¿Es obligación querer a una madre? No, nadie dirá que lo es. Pero ¿es natural que un hijo sea deseado?, ¿querido? Sencillamente estamos puestos a vivir.

– T.: ¿Qué buscás con las geografías difusas de tus relatos?
– F. W.: Con respecto a las locaciones, que dan un aire pueblerino y anacrónico, es verdad. Los cuentos tienen ríos, rutas, estaciones de trenes y hasta cementerios. Lo que pretendo es que los personajes den la sensación de estar buscando un lugar por donde escapar. Tienen la esperanza de poder partir, de poder irse. La pregunta que intentan formular los cuentos es hacia donde ir. Todos los personajes, incluso yo, queremos huir de este mundo tan insoportable, pero al único lugar al que realmente se va es hacia la muerte. Y, paradójicamente, de eso huimos.

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– T.: ¿Qué se oculta detrás de la insensibilidad de tus personajes?
– F. W.: No creo en lo que tradicionalmente se considera sensible, por eso mis personajes actúan en apariencia como seres insensibles. Sin embargo, lo que parece insensibilidad es un velo de piedad y de pudor frente al dolor. De no haberlos compuesto así, algunos cuentos podrían haber sido truculentos, y nadie quiere eso. Aunque un dolor se quiere, porque claro, en el dolor hay goce y a ese goce no solo nos acostumbramos, sino que lo deseamos. Los personajes del libro se encuentran frente al desamparo y no solo buscan amor, sino que también buscan saber quiénes son. 

– T.: ¿Cómo pensás la seguridad en el cuento «El hombre seguro»?
– F.W.: El hombre seguro está desesperado, no sabe del todo de qué se separó. Y tampoco entiende los motivos por los que estuvo con esa mujer. Coloca en la terraza de su casa un hierro que encontró en la calle y lo atornilla a la baldosa. La mujer lo ve y no entiende que sucede con ese hombre con el que estuvo toda la vida. Él trata de explicarle que solo quiere poner ese hierro oxidado, un parante que lo sostenga. Ella no entiende y él le pide que se vaya, pero igual la espera. La espera para no caerse para siempre. Y aparece ese hombre travestido, porque no sabe quién es. El hombre seguro, vestido de mujer, clavado en la silla, esperando que la inundación lo salve de la vergüenza.

– T. Hay una violencia contenida en tus relatos ¿lo ves así?
– F. W.: Sí, sobre todo la violencia de género se instala en el libro. Esa mujer que está en la sala del hospital con los ojos vendados, mira hacia adentro, al interior vacío y piensa en la sangre remojada que se mueve a empujones por el tubo de plástico. Un médico sopla, piensa ella y la sangre entra al interior del cuerpo. Ella está atrapada en el silencio, pero tan aturdida, como quién espera que la muerte no interrumpa lo que queda de vida. Nacer sin darse cuenta, morir sin darse cuenta. Todos están solos, todos estamos solos, rodeados apenas de un recuerdo que intentamos olvidar para salvarnos

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T.: ¿Cuáles son las constantes de tus relatos?
F. W.: Por un lado, lo que permanece es la soledad, eso que no tiene tiempo y no se puede medir. Está con el primer llanto y queda para siempre con nosotros, como un espasmo que jamás vamos a olvidar. La compañía es el modo que inventamos para sobrevivir. Después, nos maquillamos, como mamá Betti, para que nos salga alguna voz que no nos deje solos. Aunque el costo sea la paga y el final, un lugar donde esconderse hasta que la sombra se olvide de nosotros.

Por otro lado, lo que recorre el libro es la condición diacrónica del ser humano: nacer, reproducirse y morir. El circuito indefectible que nos construye y determina. El movimiento de la vela, que da calor por un día y al otro les da movimiento con la sombra, hasta que se apagan, como dice el cartel que tiene pegado el mudo en su cuarto.

El mudo mira los maizales y el paredón de la prisión, pero la cárcel es otra. Es la que tenemos todos, desde que «fuimos arrojados al mundo». Los personajes de los cuentos saben que al final tienen poco, muy poco para hacer, como si estuvieran condenados de antemano. Ese es el dolor que recorre el libro, el dolor de estar vivo.

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