A diez años de la muerte del escritor Fogwill (1941-2010), el mundo literario recuerda y rinde homenaje al autor de «Los pichiciegos» y «Muchacha Punk», hombre de gran influencia en el campo cultural argentino, referente a partir de los primeros años de la década del 80 y dueño de una escritura original.

Todavía retumban las palabras de su hija Vera escritas entre el amoroso reproche y la despedida al cuerpo de ese padre que se velaba en la biblioteca y se separaba del puro «ego» y de una autoconstrucción ficcional que hoy recordamos junto a las palabras de Luis Chitarroni y Federico Bianchini.

Su nombre completo era Rodolfo Enrique Fogwill. Nació en Quilmes en 1941 y murió en Buenos Aires, el 21 de agosto de 2010, a los 69 años. Era descendiente de los Fogwill de Berry Pomeroy en Devon (Inglaterra) y según él -con su característico esnobismo- declaraba que todos los primogénitos debían llamarse Samuel Enrique, pero que sus padres rompieron esa larga tradición de diez generaciones, por eso él se quitó ambos nombres.

La genealogía del escritor desmiente esa explicación, ubica a un solo Samuel Fogwill (1844-1916) en el pueblo de Devon (cuyo apellido hasta el siglo XVII había sido Fogwell), pero sin ningún Samuel Henry en el resto del árbol. La excusa forma parte de la estrategia de una construcción prolija de su marca. Vera Fogwill subraya que su padre acaparó todo el apellido cuando ella empezó a escribir. Un egocentrismo que le jugaba en contra, incluso, de su amor paterno.

El escritor Luis Chitarroni, autor de «Mil tazas de té» y «La noche politeísta», confiesa a Télam que «sin Fogwill, el mundo perdió animación y malignidad, ingredientes esenciales para mantener vivo el fuego sagrado del ocio. No nos olvidemos que él se llamaba a sí mismo ‘ociólogo’. Perdió una de una de sus voces más afinadas».

Cuando se alejaba del ocio y se acercaba al negocio, el propio autor de «Los pichiciegos» se convertía en un exitoso profesional de la publicidad y el marketing. Fogwill crea su sello de escritor, quitándose ambos nombres y dejando solo el apellido, el cual como otras marcas emblemáticas que han desaparecido (Bidú, Kaiser, La Martona) sigue (y seguirá) presente en la memoria de los lectores y del mundo de las Letras, a pesar de su desaparición física.

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La marca Fogwill (que él prefería que sonara «fuck will») no solo sigue vigente en la memoria con su nombre, sino que sigue «produciendo» en cada renovada lectura, en cada nueva edición de su obra, en la influencia de la poética de su narrativa, por la parodia de sus relatos, por la experimentación del lenguaje y las formas, la impostura y las depravaciones sexuales características de su obra.

Entre sus libros de poemas se destacan: «Partes del todo» (Sudamericana, 1990) y «Lo Dado» (Paradiso, 2001) y de sus novelas: «Los pichiciegos» (De la Flor, 1983), «Vivir afuera» (Sudamericana, 1998) y «En otro orden de cosas» (Interzona, 1998).

Fogwill era uno de los tres escritores que junto con Ricardo Piglia y César Aira ocupaban el centro de la literatura luego de la muerte de Borges y Cortázar, destacaban los suplementos culturales de los diarios del 2010, en cuyas tapas se ocupaban de la aparición con vida de los treinta y tres mineros en Chile y la muerte del periodista Hugo Guerrero Marthineitz.

De Fogwill a Aira

Una década después (Piglia murió en enero del 2017) Aira es el único de aquella tríada literaria que sobrevive y a los pocos días de la muerte de Fogwill el autor de «Ema, la Cautiva» recordaba una anécdota que lo retrata. Él todavía no había publicado casi nada y fue a la casa de Fogwill y la mujer le preguntó quién era y «Quique» le contestó: «¿Cómo no lo conocés? Este le enseñó a escribir a Borges».

En 1980 protagonizó el primero de sus escándalos, tras ganar con los relatos de «Mis muertos punk» el primer premio del recién inaugurado concurso «Coca Cola a las Artes y las Letras». El libro que debía ser publicado por Sudamericana, termina impreso por «Tierra Baldía», la editorial creada por el propio escritor, donde ya había publicado el poemario «El efecto de la realidad» un año antes.

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Según narra el escritor en la contratapa del libro le entregaron el cheque del premio y luego le enviaron un «contrato leonino» que decidió no firmar terminando el relato con la frase: «El que escribe ya había aprendido a perder, especialmente cuando gana».

La provocación no empieza ahí, en la portada del libro aparece la imagen de la característica chapita de la botella de la gaseosa cubierta con una mancha donde solo se ve la letra C de la marca en «caligrafía Spencer».

En la editorial «Tierra Baldía» publica textos de Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Néstor Perlongher y Oscar Steimberg, entre otros, lo que muestra su buen criterio como editor.

La causa de la muerte de Fogwill fue un enfisema pulmonar.

En el «Hombre que nada» Federico Bianchini describe que el escritor, a pesar de su problema de salud no le tenía miedo a su muerte y le explicaba en voz baja cómo eran los ahogos que sufría: «El aire se vuelve vidrio. Lo sentís como sólido. No entra ni sale. Cualquier intento por hacer fuerza con los brazos, o piernas, cualquier consumo de energía, incluso el angustiarte, te aumenta el ritmo cardíaco a una velocidad impresionante. Sentís que te vas a morir».

La única solución que tenía era un trasplante de pulmón. Pero Fogwill aseguraba que «no soportaría un cadáver adentro, ni el de Eva Perón».

La nota de Bianchini, la cual ilustra de alguna forma la agonía de Fogwill, ganó en el 2010 el Premio «Las nuevas plumas» y fue replicada en varios medios internacionales.

Bianchini cuenta a Télam la experiencia con el escritor en ese momento de su vida: «A Fogwill me lo encontré en una pileta. Si bien lo había leído bastante, al hablar con él quedé deslumbrado por su lucidez y su histrionismo. Una inteligencia explosiva que usaba de manera muy graciosa, haciéndose el payaso. Lo volví a llamar para entrevistarlo en un bar y en su casa. Allí hablamos, ya en serio, de su obra: sus novelas, su poesía y sus cuentos. Me cayó muy bien: lo sentí un tipo exigente, consigo mismo y con los demás; un tipo que disfrutaba de lo que hacía. Me apenó mucho su muerte.»

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Hace una década, «Fog-will» pasaba a «estar entre la niebla, tinieblas, o mejor aún: el deseo de ellas» (recuerda el juego de la traducción del apellido su hija Vera) y había explicado su profesión con la frase: «escribo para no ser escrito», por este motivo las palabras de su parodia a «El Aleph» de Borges, la novela corta titulada con el anagrama «Help a él», condesan en un solo punto todo el universo poético de su narrativa y explican, como en ninguno de sus otros libros, la idea de «concebir la inmensidad y la simplicidad de la muerte».

Fogwill escribe en «Help a él»: «No hay muerte, no se mueren -pensé-, todos quedan colgados sobre ese instante que precede a la escritura de la muerte, y yo no moriré mientras pueda trazar estas rayitas contra la oscuridad, o marcar con puntitos de sombra cualquier pantalla iluminada o la conciencia. No estoy muerto, me dije. No pensé «muerto», pensé en la rayita que yo mismo había creado contra la oscuridad y pensé en lo que ya no era yo: alguna sed que ya no sentía ni era dolor. No hay más dolor que pueda doler contra el fondo de la muerte».

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