La escritora ecuatoriana Daniela Alcívar Bellolio estudió y residió varios años en Buenos Aires, una de las ciudades que forman parte del trípode geográfico que recorre «Siberia», una novela que retoma con trazo poético la experiencia de perder un hijo recién nacido y relata la extrañeza de arrancar un duelo mientras el cuerpo sigue produciendo leche y la cicatriz de una cesárea trae a escena la pérdida más desgarradora para una madre.

La escritura como una pausa fugaz en la zozobra, como un fósforo que se enciende y se extingue para dar paso otra vez a la oscuridad. Hasta ese momento de junio de 2017, Daniela Alcívar Bellolio había experimentado diversos registros posibles de la palabra: como editora, investigadora, narradora, crítica, pero nunca hasta entonces como madre. Y fue ahí donde la literatura adquirió una dimensión decisiva y  superadora, dejando de ser apenas escritura para transformarse en instinto de supervivencia.

Pasó mucho tiempo hasta que esos esos textos fragmentarios que acompañaron el duelo por la muerte de su hijo se convirtieran en «Siberia» (Beatriz Viterbo Editora), una novela que registra el breve tránsito de ese niño -que vivió apenas un día fuera del cuerpo de su madre- pero también da cuenta de las pulsiones erráticas del deseo, de vivencias de juventud y amores clandestinos que se entrometen en la deriva de la narradora mientras intenta generar nuevos sentidos para una vida que se ha desfondado de golpe y para siempre.

«Mis senos producen leche para mi hijo muerto. Turgentes como dos piedras caídas de una montaña desvastada. Sale leche de mi pecho cuando hemos enviado el cuerpo de mi hijo para ser cremado», escribe la protagonista de «Siberia». Y agrega: «Incompleta la herida en mi vientre que no tiene un hijo que la justifique. Incompletos mis senos duros y adoloridos que producen leche para un conjunto armado de cenizas».

– Télam:¿Cuáles fueron los disparadores del libro y cómo surgió la estructura que se puede leer también como una sucesión de crónicas o relatos autónomos?
– Daniela Alcívar Bellolio:
Empecé a escribir «Siberia» a pocos días de haber salido de terapia intensiva, un cuadro muy grave que sufrí después del parto, tras la muerte de mi hijo. En esas condiciones, y en medio de una depresión muy severa, empecé a escribir pequeños fragmentos que no tenían intención de ser nada más que un salvavidas. Cuando escribía, sentía que podía respirar por unos minutos, y esos minutos me ayudaban a soportar la vida. Fue una especie de terapia, pero no pensaba que estaba escribiendo una novela: no podía pensar en nada.
Poco a poco, con el paso de los meses, con un poco más de claridad y de perspectiva, me di cuenta de que esos fragmentos que había estado escribiendo sin ton ni son podían armar algo, y ese algo fue «Siberia». Era importante que la forma de esa novela respetara el ritmo y la textura que tuvo la escritura en sus inicios, en el momento de mayor desesperación. Creo que la estructura surgió sola, empujada por el acontecer y por las circunstancias que estaba viviendo con tanta intensidad, y el trabajo fue respetarla, no tratar de hacerla más continua o más ordenada o más legible.

.-T: -¿Qué efecto tiene la literatura sobre los duelos? ¿La escritura permite que drene de otra manera el dolor ante la pérdida?
– DAB:
La escritura y ciertas lecturas tuvieron un efecto calmante invaluable. Creo que me salvaron la vida. Escribir fue un modo hasta cierto punto instintivo en que me agarré a la vida para no ser tragada del todo por la desesperación. Y así mismo, hubo libros que me pusieron en contacto con la vida en un momento en el que solo podía fantasear con la muerte para dejar de sufrir. Los principales: «Esa belleza», de John Berger, y «El tiempo de la convalecencia», de Alberto Giordano. El primero me hacía creer que la vida podría ser otra vez, por más inimaginable que me resultara pensarlo en ese momento, algo bello y gozoso. El segundo me permitió reconocerme en el infierno de la depresión y me ayudó a desprenderme en alguna medida de la culpa aplastante que en ese momento me atormentaba, me permitió pensar que el sinsentido de la vida podía ser devastador pero también liberador, que no tenía que verlo todo desde una perspectiva moral que me ponía a mí en el lugar de la falta o la deficiencia, que todo eso que yo estaba viviendo era producto de la mala suerte y que, tal vez, la vida misma me empujaría otra vez hacia el goce, hacia la alegría de vivir.
En ese momento volver a sentir cualquier tipo de alegría, incluso la más modesta (volver a sentir el sabor de la comida, por ejemplo, o poder estar con otras personas) era inviable por completo, como si mi mundo estuviera condenado de ahí en más a la oscuridad y al dolor.

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-T: Uno de los temas del libro es también la condición errática e impredecible del deseo. Y en especial la idea del amor vinculado a la imposibilidad. La narradora habla de hombres que se vuelven inaccesibles y que esa condición dispara en ella el enamoramiento ¿Por qué el amor está tan encadenado al sufrimiento y a la imposibilidad?
-DAB:
Me acuerdo de algo que posteó un psicoanalista al que sigo mucho, Luciano Lutereau; planteó la pregunta: ¿por qué sufrimos por amor? Y responde: porque si no sufriéramos, no nos interesaría el amor. También Barthes habla del enamoramiento como una desposesión radical de la identidad y de la voluntad, un rapto profundamente inquietante que pone en crisis al individuo y lo vuelve extraño para sí mismo. En «Siberia» sentí casi como una imposición la escritura de estos asuntos relacionados con el deseo (incluso el deseo infantil), el amor, el sexo, a la par que intentaba describir el dolor insoportable de perder a mi hijo.
Y ese estado límite me permitió observar de modo más o menos impúdico, en la escritura, ese fenómeno extraño que es el deseo y que es el amor, mucho más en los años de plena juventud. Me animé a escribir también en el registro de la cursilería, esa entrega absoluta, esa especie de paroxismo que una experimenta cuando se enamora. También escribía sobre cómo a la protagonista, sumida en ese sufrimiento incomparable que es sobrevivir a un hijo, añora poder sufrir por boludeces como el amor. Si lo pienso con cabeza fría, creo que la presencia del deseo y el amor junto al duelo tiene que ver con la vida colándose en un paisaje mortífero y profundamente doloroso, como Eros y Tánatos haciendo su lucha en el cuerpo de la protagonista.

– La protagonista de la novela intenta arrancar el duelo mientras su cuerpo sigue empecinado en producir leche ¿La idea era mostrar un poco esa rebelión de la biología, una suerte de oposición entre lo material y lo inmaterial que constituye al ser humano? ¿Cómo se procesa un duelo cuando el cuerpo está en desacato?
-DAB:
La idea, si es que había una idea, era observarme en la escritura, tratar de entender por medio de la escritura eso que me había pasado y me seguía pasando y que yo no tenía herramientas para entender. Escribir fue la forma que encontré para abrir un poco la cerrada oscuridad que atravesaba a ciegas. No tenía ninguna teoría al respecto, solo sabía que estaba produciendo leche y mi hijo estaba muerto, y eso es ser devastado por el mundo. Una de las cosas que más enojo y culpa me producía era mi cuerpo, que había llevado un embarazo impecable y que un día simplemente empezó a atacarse a sí mismo y al bebé. Tener una panza de siete meses y en media hora ya no tener nada, y un día después no tener hijo, pero sí leche en los senos que dolían de una forma atroz, eso es todo material, absolutamente material, por eso el padecimiento era del cuerpo, y más bien era mi razón la que se quedaba corta para entender eso que había pasado. El duelo por un hijo es la experiencia más intolerable que existe. En mi caso, tuve que lidiar con lo abrupto de todo el proceso, con esa violencia que te deja desnuda de herramientas mentales para procesar; entonces fue un proceso físico, de mirar el cuerpo, aprender cómo funciona tras un trauma tan inmenso, vivir en un cuerpo adolorido, incompleto, que sigue sintiendo las patadas en la panza, que tiene la ausencia como algo real, material y paradójicamente presente: eso es el duelo. Y tres años después, me sigue pareciendo inexplicable.

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-T: La naturaleza tiene una presencia recurrente en el texto y en muchos casos es como el punto de fuga de la protagonista que pone en suspenso su angustia, como cuando se detiene en el recorrido geométrico de la luz que se filtra en un placard. ¿Este protagonismo es una manera de recordarnos la incidencia que tiene el medio ambiente o los elementos naturales sobre nuestras vidas, aunque a veces invisibilicemos esta influencia?
-DAB:
En Siberia el paisaje tiene sobre todo un estatuto visual. El episodio que mencionas, de la luz que se filtra sobre el placard, es en pleno invierno porteño y en medio de Buenos Aires, y es el único momento del día en el que la protagonista encuentra, desde la cama de la que no puede moverse, un solaz, un momento de cierta «calidez», aunque esa calidez no pueda sentirla en la piel si no solo mirarla. Entonces en ese episodio difícilmente podría pensarse en naturaleza. Luego sí que hay mucho paisaje, pero como te digo, ese paisaje está ahí como misterio visual, como la rareza del mundo que se da a ver pero no transmite ni dice nada, aparece, a plena luz del día, y ejerce su acción sobre los personajes (de consuelo, de perplejidad, de extrañeza, de nostalgia o de lo que sea), pero no tiene moralejas ni mensajes, es una pura aparición, un fenómenos silencioso que termina por convertirse en un dispositivo narrativo.

-T: En uno de los tramos la protagonista menciona que una novela que está leyendo y se enoja por lo que le despierta la cosmovisión de su autora. «Me irrita el sufrimiento de los otros si no se parece al mío, si no puede darme algún tipo de hipótesis sobre mi dolor». ¿Vivimos en una sociedad donde la empatía está sobrevalorada? ¿La literatura que más nos impacta es aquella que nos conduce a nuestra propia experiencia o dicho de otro modo, es inevitable buscar ecos propios en aquello que leemos por más remoto que parezca?
-DAC:
Dudo que sobrevaloremos la empatía, me inclinaría a pensar que más bien hace mucha falta ser más empáticos. La protagonista habla desde el duelo radical, desde una mezcla de afectos tristes, como el enojo, el resentimiento, la bronca, todas cosas que sientes cuando has sido zarandeado por la vida. Luego, creo que sí, en los libros buscamos algo que resuene, no necesariamente para afirmarnos en nosotros mismos o lo que creemos que somos. Al menos en mi caso, las experiencias de lectura que más atesoro son esas en las que percibo que algo extraño, en principio anodino, nada espectacular, acaba de resonar en mí, en algún lugar de mí que no logro ubicar bien. No es tanto una identificación como un remezón, una puesta en crisis, algo que me lleva a esa alegría de descentrarse, de verse en esa íntima extrañeza que a veces se manifiesta al contacto con ciertas frases felices, ciertos episodios contados con gracias, ciertas sintaxis raras y luminosas. Me pasa continuamente, por ejemplo, con Felisberto Hernández. Y entonces la empatía pasa a ser otra cosa, no tener que vivir lo mismo que el otro para ponerse en contacto a distancia, incluso con quienes han muerto, pero sí encontrarse en el otro, sí que mi extrañeza emerja gracias a la formulación feliz con que el otro hizo emerger su propia extrañeza. Diría que leo y escribo para buscar esta pasajera experiencia de encuentro.

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– T:   Tu prosa tiene un sustrato poético muy fuerte. La poeta argentina Tamara Kamenszain dice que la poesía trabaja más con el objeto ausente que con la presencia. ¿La huella poética del libro está alimentada por la idea de que su lenguaje es acaso el más contundente para narrar una pérdida, el duelo por lo que ya no es?
-DAB:
Creo que eso que dice Kamenszain aplica a la poesía en sentido amplio, o sea a la literatura. Al menos yo siempre he escrito para seguir hablando con personas con las que ya no puedo hablar, por cualquier motivo, y eso implica trabajar con la ausencia como presencia fundamental, paradójicamente. Siberia se escribió con una mezcla de competencias literarias mías y raptos de impersonalidad, como creo que se escribe toda literatura (al menos la que me interesa). No me puse una meta de ser poética, ni me planteé un tipo de lenguaje adecuado a un determinado «contenido». El proceso de escritura fue muy caótico y el tono se benefició de ese caos, de esa falta de programa. Simplemente fue el tono que encontró mi cuerpo para escribir algo indecible, el dolor y la pérdida radicales. En ese sentido confío mucho más en la eficacia de la novela, en la medida en que su textura, su estructura, su lenguaje no fue el producto de una larga y sesuda meditación sino de una necesidad que debía ser atendida con demasiada urgencia. 

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