Mirarse de frente» reúne siete ensayos de la periodista y escritora estadounidense Vivian Gornick en los que desarrolla su capacidad para desplegar observaciones sobre aquello que atraviesa su universo cotidiano y personal, y en el que el feminismo, las desigualdades y la escritura se cruzan como una manera de profundizar lo que se nos presenta como evidente.

Publicados originalmente en 1996, los textos se difunden ahora por primera vez en castellano en una edición, a cargo de la editorial Sexto piso, que llegó recientemente a la Argentina con traducción de Julia Osana Aguilar (Granada, 1981).

«Mirarse de frente» puede leerse como una suerte de trilogía que se completa con «Apegos feroces» y «La mujer singular y la ciudad», editados en castellano por el mismo sello, y en los que lo autobiográfico prevalece para situar a la escritura como experiencia.

Gornick (Nueva York, 1935) es una de las representantes de la segunda ola feminista de los años 70 en Estados Unidos y justamente ese movimiento es eje del primer ensayo, en el que asegura que «la belleza» de ese movimiento está en haberla «hecho valorar la cruda verdad por encima del romance» porque la rescató de la autocompasión y le brindó «el regalo incomparable de querer ver las cosas como son».

Bajo el título «Los catskills en el recuerdo», la autora vuelve a sus jornadas como camarera a fines de los 50 en los hoteles ubicados en los montes Catskills, con su paisaje «salvaje, peligroso y emocionante», en los que trabajaba durante las vacaciones de su vida como estudiante universitaria.

En este segundo ensayo convergen las complicidades con sus compañeras pero también las injusticias y los conflictos de un mundo laboral en el que la autora cruza la lucha de clases y la de géneros.

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Gornick también se detiene en su vínculo con una escritora feminista llamada Rhoda Munk, quien en «Homenaje» le permite dar cuenta de su rol como periodista -es a quien conoce a partir de la reseña de un libro- pero también de los encuentros y distanciamientos que tienen lugar en una amistad.

«En la amistad como en amor, la paz es tan necesaria como la emoción», dice en el ensayo que sigue, titulado «En la universidad: pequeños crímenes contra el alma», en el que plasma un itinerario por distintas universidades en las que se desempeñó como docente.

Lo que más me afecta es el silencio; la conversación no es un requisito diario; el lenguaje expresivo ha dejado de ser moneda corriente; la gente habla para transmitir información, no para conectar

Vivían Gornick

En ese periplo, Gornick relata sus estadías para dar clases durante largas temporadas en la ciudad universitaria de Maine o en la Universidad de Farwest que implican siempre la llegada a lugares nuevos que se presentan como realidades a descubrir con personajes que la acompañan o la guían en rutinas y rituales que va sumando a su cotidianidad.

«Lo que más me afecta es el silencio» destaca la autora en esas páginas en las que va reflexionando sobre las distintas conversaciones con profesores y alumnos y señala que «la conversación no es un requisito diario; el lenguaje expresivo ha dejado de ser moneda corriente; la gente habla para transmitir información, no para conectar».

En los ensayos que siguen, «Vivir sola», «Escribir cartas» y «En la calle: nadie es espectador, todo el mundo actúa», hay un tema que, si bien está presente en los primeros textos, gana terreno: la soledad.

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¿Cómo se vive la soledad en una gran ciudad? Para la autora de «Mirarse de frente», puede ser un agobio pero también un alivio y un lugar de llegada que marca la posibilidad de haber atravesado otros estados.

En «Vivir sola», el relato comienza con sus tiempos como integrante de un matrimonio que confiesa haberle enseñado que «la angustia se parece a la entrega, y que la soledad es la condición humana que menos se presta al análisis fácil».

A partir de la separación, la soledad va siendo definida de diferentes formas: como lo que busca evitar organizando planes con amigos, como un regalo o como algo que dice haber aprender a transitar. En ese proceso, Gornick reconoce aliados: la calle, el paseo, el andar.

«Andar me había purgado, me había limpiado, pero sólo por un día. Comprendí la cotidianidad de la misión. Estaba condenada a andar», afirma a modo de conclusión que es rescatada de una práctica, de una experiencia.

En «Escribir cartas», la autora indaga en las maneras de enredarnos en las palabras para intentar comunicarnos con otros en distintos contextos históricos. Así aparecen las cartas como modo de construir un vínculo, como modo de «ocupar el mundo» más allá de nuestra «propia vida pequeña e inmediata».

Sin embargo, escribir cartas en el mundo contemporáneo asegura que es una decisión, ya no «una forma de vida» como cuando era chica porque argumenta que prevalece la irrupción del teléfono.

En ese entramado de formas de construir sentido con otros, Gornick disecciona acciones: trasmitir no es narrar y esa diferencia la asemeja a la que existe entre el trabajo y el amor.

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«Escoger entre una y otra es como escoger entre el trabajo y el amor: sea como sea, es media vida», remarca.

El último ensayo, «En la calle: nadie es espectador, todo el mundo actúa», es el que condensa las herramientas de la escritora, ensayista y docente para pensarse en una ciudad que la interpela con contradicciones, curiosidades y conversaciones.

En tiempos de cuarentena, cuando las calles no pueden ser habitadas nada más que como rápidos y apurados peatones en busca de lo inmediato, Gornick nos devuelve la imagen de una mujer que disfruta sus andanzas en ciudades en las que se mueve como una habitante ávida de encuentros con otros que la lleven a ocupar nuevos sentidos a través de la conversación y la charla.

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