Por Andrés Neuman

En Granada, que es la pequeña ciudad andaluza donde vivo desde chico, en el extremo sur del país, la ola de contagios fue considerablemente menor. Por eso las cifras drásticas de Barcelona o Madrid nos fueron llegando con alarmada lejanía: sabíamos que la situación era terrible, aunque más que verla a nuestro alrededor, la leíamos.

El confinamiento fue no obstante igual de riguroso en todo el país, un poco a semejanza de la Argentina. De hecho, en Granada finalmente terminamos avanzando de fase una semana más tarde que otras provincias de la región.

Salir a la calle de nuevo, no con cierta libertad pero sí cierta amplitud, me resultó una experiencia vagamente onírica: todo lo real parecía una frágil representación, un simulacro de algo que estaba a punto de desvanecerse de nuevo. Moviéndome por ese espacio recuperado no sentí alegría ni euforia, sino precariedad, vulnerabilidad, una emoción subterránea.

Lo más conmovedor de ese proceso fue encontrarme a distancia con mi padre (que es enfermo cardíaco) después de meses sin vernos: nos saludamos a la nipona, nos sonreímos solo con los ojos y nos pusimos a caminar juntos, en paralelo, mirando fijo al horizonte.

Las librerías reabrieron primero con cita, y poco a poco empiezan a funcionar otra vez: las volví a pisar con una especie de temerosa gratitud. Y parece que la semana próxima, ya en la siguiente fase, podrán abrir cines y teatros con aforo muy limitado.

Ahora bien, estando donde estamos, los bares parecen siempre más urgentes que cualquier otro espacio público. Me asombró comprobar que, desde el primer día, la gente se lanzaba a las mesitas en la calle, adoptando esa curiosa fórmula del autoengaño del sector servicios: las mesas guardaban entre sí la prudencial distancia que marca la ley, pero sus respectivos ocupantes interactuaban como si nada, sin protocolo ni barbijo. Supongo que se trata de negociar entre pulsión y ley.

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Para bien y para mal, este querido segundo sur mío ha sido siempre un monumento a la naturalidad, la despreocupación y la pulsión de salir. Federico García Lorca completó esta noción con otra más siniestra e igual de cierta: «Granada no sabe salir de su casa». Espero que sepamos al menos salir de la pandemia.

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